Publicado en Reforma, 5 Ago. 13
Terminó el primer capítulo del gobierno de Enrique Peña Nieto. Tal vez no se ha reconocido formalmente, pero el momento del consenso concluyó. Era natural que así fuera. El acuerdo del gobierno con las oposiciones de izquierda y de derecha fue un logro de la negociación pero era, irremediablemente, un bastidor transitorio. Sirvió bien para la reapropiación de las funciones estatales -esas en las que pueden coincidir naturalmente los partidos políticos, pero difícilmente puede emplearse como palanca de gobierno. La amplitud del consenso agonizante correspondía a esa recuperación de lo elemental: la rectoría del Estado en asuntos de educación o en materia de telecomunicaciones, campos en los que el poder público había cedido el mando. Al terminar el primer capítulo del gobierno se abre un tiempo que demanda una nueva estrategia y que exige otras cualidades del gobierno.
Hasta este momento, la Presidencia no ha tenido más orgullo que el Pacto. Incapaz de dar buenas noticias en el frente de la seguridad; sin mucho que celebrar en el ámbito económico, la única medalla de la nueva administración es el Pacto. Adentro y afuera presume la celebración de ese acuerdo como inauguración de la eficacia. Tras el terco enfrentamiento, tras la enemistad polarizante, el gobierno ha celebrado esa alianza, como la invención de la productividad democrática, como el matraz que procesa las diferencias y las transforma en reformas conciliatorias. Mientras las oposiciones amenazan cada 15 minutos y al menor pretexto con romper el pacto, el gobierno se aferra al emblema como la única balsa en altamar. Pero el tablón se ha vuelto ya un simple madero de flotación. Perdió el motor y no hay nadie que reme.
El consenso, ese instrumento, se convirtió en valor. A partir de ahora puede ser obstáculo de las reformas a la que inicialmente sirvió. Si las oposiciones han amenazado en salirse del Pacto y reasumir a plenitud su función opositora, el gobierno debe hacer lo propio: adelantar que puede dirigir fuera de esa mesa inicial. Puede hacerlo, no como amenaza sino como expresión de ese deber de definición que tiene todo gobierno. La Presidencia debe reivindicar su vocación reformista, aunque la palanca de cambio sea otra. Ante las reformas que vienen -la fiscal y la energética- el gobierno debe correr el riesgo de la iniciativa. Si hasta el momento pudo cocinar las reformas iniciales junto con sus adversarios, ahora debe hablar en primera persona -y en singular. Y desde esa voz, buscar las alianzas necesarias.
Ése es, a mi entender, el desafío de esta segunda etapa de gobierno: empezar a hablar como gobierno: asumir la palabra que, en aras del consenso, se trasladó a una mesa de negociación colectiva. En algún sentido, gobierno estuvo dispuesto a diluirse y ser uno entre tres. El Presidente, en efecto, renunció a su facultad de iniciativa. Cedió, incluso, una atribución valiosísima que heredó de su antecesor: esa iniciativa preferente que le permite al Ejecutivo insertarse activamente en el trabajo congresional. Toda iniciativa había de encontrar el respaldo del Pacto.
La lógica consensual implica obsequiar a cada fuerza política un poder de veto absoluto. La negativa de uno implica un bloqueo insuperable. Por eso el consenso, salvo contadas excepciones, tiende a la inmovilidad, a la preservación de lo existente. Si se necesita contar con el apoyo de todos, lo más probable es que las cosas se queden como están. El gobierno debe entender que su trofeo inicial se ha convertido en su celda. Lo que le permitió movimiento en el primer capítulo, se lo niega en el segundo.
La ambigüedad presidencial fue el lubricante del consenso. La palanca de la nueva eficacia tiene que ser la definición. La atmósfera del consenso era la concordia. La tesis era que los intereses de los partidos se podían hacer coincidir con el interés nacional: sólo había que negociar inteligentemente para que éste saliera a flote. La mecánica mayoritaria demanda confrontación. No puede llevarse a puerto una reforma sustancial si no se está dispuesto a definir un proyecto de cambio, defenderlo públicamente y enfrentar con lucidez y habilidad a los adversarios. Ésa es, a mi entender, la tarea crucial del gobierno y de la Presidencia: entender que la política del consenso ha concluido y que se requiere fundar una política de mayoría. Para ello, no solamente hay que encontrar el aliado suficiente, sino hay que emplear instrumentos distintos. Si fue una sorpresa que el gobierno de Peña Nieto fuera capaz de poner en pie una alianza post-ideológica para dar los primeros pasos, será también una sorpresa si es capaz de remplazarla por una efectiva alianza modernizadora. El paso requiere una mudanza política profunda: una clara definición programática, una disposición a encarar las fricciones del conflicto y el empeño de librar la batalla pública y de construir una mayoría parlamentaria. El éxito inicial del gobierno de Peña Nieto se ha convertido ya en su principal obstáculo.
Twitter: @jshm00
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