Las
ciudades de Maquiavelo/Álvaro Moral García es doctor en Filosofía por la Universidad de Granada.
El
Paísm 3 de agosto de 2013
Maquiavelo
tenía las manos sucias, no hay duda. Su papel como político e intelectual
florentino no siempre fue digno de admirar desde el punto de vista democrático.
A lo largo de su vida podríamos encontrar algo de imperialismo, autoritarismo,
apología de la violencia, pragmatismo radical, desprecio a los valores éticos y
morales, defensa de la pauperización de la sociedad como medio de
adoctrinamiento y, obviamente, machismo. Eso sí, estoy seguro de que no era un
“protofascista”. La caracterización que María José Villaverde realizó de
Maquiavelo en su artículo Las manos sucias de Maquiavelo,publicado en EL PAÍS
el sábado 6 de julio de 2013, apunta a algunos lugares del pensamiento
maquiavélico, pero, desde mi punto de vista, no completa todo el paisaje de su
trabajo. Los mejores intérpretes de la obra de Maquiavelo (desde Skinner,
Pocock y Baron hasta Gramsci, Lefort y Althusser) no necesitaron negar
totalmente esta representación del maquiavelismo para reconocer que, dentro de
las ambivalencias del autor, podían encontrarse aportaciones revolucionarias
para la teoría de la democracia. Una teoría que, por cierto, necesita en la
actualidad del aire libre de unas ciudades que Maquiavelo, sin ningún lugar a
dudas, puso en primer lugar.
Lo
interesante de un autor como Maquiavelo no es que sea un “ejemplo a seguir”,
sino lo que nos dice de las ciudades donde habitó y lo que nos puede decir de
lo que estamos haciendo con las nuestras. De hecho los autores que movilizan
nuestro pensamiento no lo hacen por su ejemplaridad sino por la fuerza
intelectual a la hora de significarnos el espacio social en el que moraron. Y
Maquiavelo vivió en ese “torbellino de las ciudades-Estado de la Italia del
Renacimiento” donde se fraguó el pensamiento político moderno (Arendt). La
historia de estas ciudades fue, fundamentalmente, la del movimiento municipalista
entre los siglos XI y XVI, la de la lucha por la libertad, la autonomía y el
autogobierno de algunas de las comunas que salpicaron el territorio europeo.
Esta historia hay que interpretarla en la vieja encrucijada del Mediterráneo,
en el cruce de caminos entre las diversas culturas y civilizaciones que se
encontraban en sus orillas y donde las ciudades bajomedievales y renacentistas
tuvieron un papel decisivo. Entre ellas destacó Florencia, el espacio donde
Maquiavelo (1469-1527) vivió el final de este largo recorrido de las
ciudades-república, con un escenario de enfrentamientos entre las tendencias
populares y aristocráticas de la ciudad y de esta con las potencias extranjeras
que la amenazaban (los Estados modernos de España y Francia, fundamentalmente).
De hecho, la obra de Maquiavelo se presenta con las ambivalencias propias de
una ciudad dividida. Autor de El príncipe fue también el ciudadano republicano
que redactó los Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Esta última
fue escrita en plena crisis de la ciudad y acabaría siendo un texto capital
para la teoría moderna de la democracia. Parece ser que, en esta ocasión, el
búho de Minerva sí voló al caer la noche.
Siguiendo
las lecciones de los autores que he destacado anteriormente, me gustaría
subrayar algunas aportaciones revolucionarias que Maquiavelo hizo a la teoría
de la democracia y que nos pueden resultar útiles en la actualidad. Maquiavelo
fue, para empezar, el fundador de la “actitud crítica” moderna (Foucault). Ese
“manifiesto revolucionario” (Gramsci) que fue El príncipe no pensaba en los
principados tradicionales que se sustentaban fácilmente según el mundo de la
costumbre. A Maquiavelo le interesaban los “principados nuevos” porque en ellos
es donde se encontraban las “dificultades”. Es decir, para pensar la política
Maquiavelo construyó el telón de fondo de la crisis. Resultado: la política se
convirtió en un mecanismo de innovación, en una práctica de construir “órdenes
políticos nuevos” para hacerle frente a situaciones críticas y problemáticas.
Al estilo del mejor Baudelaire, Maquiavelo abrió la puerta a buscar “lo eterno
y lo inmutable” de la política en la crisis de la ciudad, precisamente cuando
en esta reinaba “lo efímero, lo veloz, lo contingente”. Fundador de la “maestría
de la sospecha” (Ricoeur), alteró siempre las condiciones desde donde la
política debía ser pensada y buscó la otra cara de la ciudad para producir un
concepto radicalmente moderno del poder.
Con
ello, la aportación decisiva de Maquiavelo fue, desde mi punto de vista, poner
a “las ciudades primero” (Jacobs, Soja) en su reflexión sobre los proyectos
históricos de la sociedad. Maquiavelo defendió en los capítulos más importantes
de los Discursos una noción sumamente moderna de la misión histórica de las sociedades.
Negó que el objetivo de estas fuera mantenerse inalterables a lo largo del
tiempo ya que “las cosas de los hombres están siempre en movimiento y no pueden
permanecer estables”. Ante ello apostó por ciudades preparadas para acometer
grandes cambios en el presente que acabarían dejando huella en la memoria
histórica de lo social. La condición de posibilidad de este poder en la
historia era, para Maquiavelo, un espacio urbano que garantizara la autonomía y
libertad de todos los ciudadanos. Solo en aquellas ciudades donde el pluralismo
social estuviese garantizado habría el poder suficiente para realizar
mutaciones decisivas.
Y
ello a pesar de o precisamente por las disputas y enfrentamientos que en una
sociedad libre y plural pudieran producirse. Maquiavelo pensaba (y esto alarmó
a los espíritus de su tiempo y, concretamente, a su colega Guicciardini) que la
pugna entre los ciudadanos era un síntoma positivo de vitalidad urbana, de una
ciudadanía “fuerte” y en “aumento” que era motor del devenir de la sociedad. Es
esta defensa de la libertad y el pluralismo, de la energía positiva del
conflicto para la constitución de la ciudad y del compromiso histórico de las
sociedades con el cambio la que haría de Maquiavelo un pensador revolucionario
para la teoría de la democracia.
Maquiavelo
se puede convertir en un pensador útil para defender la primacía de la
política, la democracia y las ciudades a la hora de definir los cambios de
nuestras sociedades. Esto puede resultar decisivo precisamente cuando el ritmo
y sentido de los acontecimientos actuales están derivando en una auténtica
“terapia de shock” (Klein) contra la ciudadanía. El discurso moderno sobre el
cambio social se está convirtiendo en la actualidad en una peligrosa
herramienta de “destrucción creativa” de la democracia, del tempo necesario que
exige el debate y la deliberación dentro de sociedades libres y plurales. Al
olvidar las ciudades que le sirven de fundamento, el mundo moderno está
transformando el discurso sobre el cambio social en una ideología al servicio
de peligrosas tendencias antidemocráticas que desplazan y desarraigan a la
ciudadanía de los espacios públicos de decisión.
En
este contexto, para muchos hoy no es una alternativa dar la espalda al mundo de
la política, ni mucho menos ir en pos de un conocimiento abstraído de la arena
pública o un activismo débil que haga caso omiso de los grandes dilemas que
vive nuestra sociedad. Sin duda debemos aprender de Cicerón que no todo está
permitido por el bien de la república y que existen barreras éticas
infranqueables en la actuación de la política. Pero, también, que “nada hay, de
lo que se hace en la tierra, que tenga mayor favor cerca de aquel dios sumo que
gobierna el mundo entero que las agrupaciones de hombres unidos por el vínculo
del derecho, que son las llamadas ciudades” (Cicerón). Para ello el acutissimus
Machiavellus (Spinoza) puede ser un autor que, fascinado por las fuerzas de
cambio social que ponía en marcha el mundo moderno, seguía pensando la ciudad,
la política y la democracia como origen y fundamento.
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