- La perversión del lenguaje/ Ángel Rupérez
Publicado en El
País, 3 de agosto de 2013
Cuando
en los intercambios lingüísticos se usan palabras cuyo significado no se
corresponde en absoluto con las personas o hechos que pretenden señalar esas
palabras, y eso se hace para degradar y denigrar a estos últimos (personas y
hechos), se está pervirtiendo el lenguaje y forzándole a ser un medio para la
mentira, no para la verdad. No hablo de las manipulaciones creativas propias de
la literatura, donde las excepciones transgresoras son moneda corriente, sino
de las deformaciones interesadas propias de las relaciones que, en general,
podríamos llamar políticas. Sorprende ver que los políticos a los que les gusta
llamarse demócratas pueden caer en la tentación de esa clase de prácticas, si
ven que los hechos molestos se convierten en aldabonazos que los señalan
directamente como responsables de los mismos, en alguna medida al menos.
Una
perla de ese lenguaje deformador es la que protagonizó hace algún tiempo no
lejano Javier Arenas, al afirmar que “una minoría extremista nunca podrá con la
mayoría moderada”. El añejo político del PP convirtió en sus declaraciones a
los ciudadanos que protestan contra los desahucios en una “minoría extremista”,
y la opuso a “una mayoría moderada”. Usó el adjetivo extremista sin duda con la
intención de sugerir que sus prácticas eran violentas y ajenas a la
racionalidad democrática. Sin embargo, la protesta, en el caso al que me
refiero, nunca ha sido violenta, ni siquiera en el caso más discutible de
todos, como ha sido el de los llamados escraches. ¿Qué norma del pacto
democrático han vulnerado esos extremistas, si en ningún caso ninguna denuncia
—¡ni de la Fiscalía General del Estado!— los ha podido incriminar ante la
justicia ordinaria?
Algunos
de esos políticos en activo —Cospedal, González Pons— han llegado a llamar
terroristas o nazis a estos ciudadanos rebeldes. En ese caso la perversión
lingüística (y ética) es absoluta, puesto que la distancia entre esas palabras
y la conducta de los aludidos con ellas es total, de forma tal que la
distorsión ha transgredido todas las exigencias en el uso fiable del lenguaje.
Si llamamos terroristas a estas personas inofensivas, que solo protestan por
una injusticia clamorosa, ¿qué palabras necesitaremos para los verdaderos terroristas,
los que matan sin piedad porque sí? En cuanto al uso de la palabra nazi en
estos casos, la alarma en el uso falaz del lenguaje sobrepasa cualquier límite
ético pues ¿saben realmente estos irresponsables quiénes fueron de verdad los
nazis? Para alguien como yo, que acaba de volver de Berlín, donde las huellas
en esa ciudad del horror nazi son todavía bien visibles en exposiciones y
museos, escandaliza la banalización de esta palabra por parte de estos
políticos palabreros y ciertamente demagogos.
Otra
perla de esa conversión de la protesta inocua en un acto de extrema radicalidad
se pudo ver hace algún tiempo no lejano en el centro de Madrid (yo lo vi con
mis propios ojos, Alonso Martínez, mi barrio de toda la vida). Un pequeño grupo
de personas —no llegaban a 100— protestaban por los desahucios de la manera más
pacífica pacífica
imaginable. Una señora, víctima de semejante atropello, relataba su caso; los
demás escuchaban. Al terminar, corearon consignas contra esa perversa práctica
bancaria, denunciada hasta por los tribunales de Bruselas. Lo impresionante fue
observar el despliegue policial, en sí mismo un signo de un lenguaje
distorsionador (pervertidor) que quería decirnos: son extremistas, violentos y
en cualquier momento pueden hasta incendiar la sede cercana del PP. Eso decía
la paranoia policial —y las abusivas tanquetas que la delataban—, pero la
realidad, vista por mis propios ojos, decía otra cosa muy distinta: solo son un
pequeño grupo de personas, más bien impotentes, que protestan desesperadamente contra
la horrenda miseria en que ha sumido a algunos la práctica bancaria de los
desahucios.
Por
tanto, tanto el lenguaje verbal como el simbólico buscan pervertir los hechos y
las personas convirtiéndolas en lo que no son y de ese modo neutralizar el
contenido de sus protestas. Es una vieja práctica del poder, pero más propia de
los regímenes autoritarios que de los democráticos. Sin embargo, más allá de
esas maniobras —que con toda seguridad harán mella en algunos— lo que es seguro
para muchos es que el impulso ético y social que ha animado a los que protestan
está justificado, y que es a ese impulso al que, sin matices, pretende
criminalizar el lenguaje —verbal o simbólico— que denuncio. Pero, bien mirado,
¿qué es más extremista? ¿La miseria de las pobres víctimas de los desahucios y
la voz ética de los que la denuncian, o la de los manipuladores interesados de
las palabras, que no buscan otra cosa que hacer valer su poder —político,
mediático— para deformar hechos y personas, con el fin de anular la última
verdad —el intolerable sufrimiento de los más débiles— que esos hechos y
personas representan?
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