La vida es un carnaval!
¿Es
esto el Carnaval?/Manuel Mandianes es antropólogo del CSIC, escritor y teólogo. Autor del blog: Diario nihilista.
Publicado en El
Mundo |28 de febrero de 2014
El
hombre celebra el carnaval desde que es hombre. El Carnaval era, y aún conserva
mucho de ello, un rito funerario. Los enmascarados disfrutan de todas las
libertades del mundo, pueden ir más allá de los límites espaciales y temporales,
saltarse las normas morales, sin que nadie tenga derecho a recriminarles nada
ni llamarles la atención. Esta libertad sólo la pueden disfrutar los que vienen
del otro mundo. Todo enmascarado es, por definición, un habitante del otro
mundo que vuelve. Los días de carnaval, los habitantes del otro mundo invaden
el espacio urbano habitado por los de este mundo. Éstos son vivos.
En
nuestros días, el carnaval ha vuelto con tanta fuerza gracias al estado de
emergencia de los individuos y de la sociedad, y a las nuevas categorías
diferentes de las aristotélicas que constituyen un nuevo saber. Cuando los
ritos que eran puntos de referencia dejan de ejercer como tales, los grupos se
inventan. Hoy la cultura no se desarrolla por la asunción e integración de una
herencia sino por una autocreación existencial que remplaza a la trasmitida por
los antepasados.
El
yo, sujeto de la modernidad, es un ser cuyos deseos son infinitos, una
presencia sin fondo, una interminable ausencia, una instancia a partir de la
cual «se explican, reconducen y esclarecen otros fenómenos de muy diversa
índole», escribe Serrano Marín. El yo no está sometido a reglas y no reconoce
límites a su propio deseo. La crítica del fundamento y de las nociones fuertes
dieron origen al pensamiento débil. Las grandes nociones de la tradición tales
como verdad, bondad, belleza carecen de significado. El nuevo pensamiento se
lleva mal con todos los dogmatismos y con las grandes verdades. Frente al
conocimiento se apela a la imaginación y al relato. Está permitido inventar y
probarlo todo porque «Dios ha muerto».
El
sujeto no tiene identidad, se reduce a una sucesión fugaz de imágenes
ficticias. Toda conciencia es una escisión y toda escisión es siempre una
ruptura. El desfondamiento del yo y de la sociedad es una realidad extraña y
familiar al mismo tiempo, desconocida y próxima que produce a cada uno un
desasosiego que no se sabe en qué consiste exactamente, pero inquietante. El
lado oscuro, que no tiene rostro, que no aparece en cuanto tal en ningún sitio
ni nunca, lo domina todo y hace que cada yo no sea uno sino varios. Tal vez no
se pueda hablar de la identidad del yo sino de varias y múltiples identidades
de un mismo sujeto. La filosofía de la modernidad está fundada en el sujeto sin
identidad o con muchas identidades que no sabe muy bien quién es él mismo.
Pessoa vivió en carne propia esta multitud de yos y de identidades.
El
Carnaval no reconoce los límites naturales del mundo griego cuyo traspaso era
la hybris, ni tampoco los límites del mundo cristiano, que estaban definidos
por los mandamientos y saltárselos era pecado. Lo que queda como fondo es la
desmesura. El Carnaval es como el relato de lo terrible, la angustia y la
locura, una representación que hace apetecible o creíble un discurso o un producto.
Miles de participantes se parecen más a los miembros de una tribu de
antepasados en la sabana africana que un grupo de gente de nuestros días
guiados por GPS.
No
se trata de una convivencia duradera y auténtica, sino de un montón de
individuos juntos ocasionalmente. Nada se interpone entre cada individuo y la
masa, nadie es reconocido ni cuenta para nada como tal. Los ritos, políticos,
deportivos, musicales, religiosos dan sentido y unen; obran como impulsos
autónomos y activos del comportamiento social y es la intensidad del
sentimiento la que da valor a nuestro acervo cultural. En esta situación, de
alguna manera el caos organizado, el individuo se siente arropado por un
ambiente envolvente de ilusiones y pasiones, entre otros muchos que, en este momento
y sobre esto, piensan como él. Se puede decir aquello que escribió O. Wide:
«Nada se parece tanto a la inocencia como la falta de discreción descarada». El
sentimiento sustituye a la razón y el convencimiento.
El
Carnaval es la personificación de esa fuerza desconocida, que no tiene nombre,
la expresión de un deseo sin límite, un universo sin reglas anterior a la
conciencia y a la capacidad de arbitrio. Lo luminoso de lo que hablan algunos
teólogos, invisible inasequible. El carnaval expresa, canaliza, vehicula esa
fuerza, ese abismo, al mismo tiempo que protege de ella en la medida en que la
exterioriza. Sirve sobre todo, como los circos romanos, de pretexto y desahogo
a lo irracional, de regresión del individuo a su condición de parte de la tribu,
de pieza gregaria en la que, amparado en el anonimato cálido de la tribuna, el
individuo da rienda suelta a sus instintos. «En el interior de la masa reina la
igualdad», dice Canetti. El hombre masa es la cualidad común, es lo mostrenco
social, es el hombre en cuanto no se diferencia de otros hombres sino que
repite en sí un tipo genérico, «es el hombre cuya vida carece de proyectos y a
la deriva» pero se siente perfecto, piensa Ortega.
Los
asistentes no constituyen una comunidad. La comunidad la constituyen personas
que asumen la dimensión espectral que sostiene sus tradiciones, los fantasmas
perdurables que atormentan a los vivos, la historia secreta de las fantasías
traumáticas transmitidas entre líneas, a través de las carencias y las
deformaciones de la tradición simbólica explícita. Este estar aquí cubre la
necesidad de estar al lado de otros de los que nos separa un abismo, a los que
no conozcamos ni hemos visto nunca, a los que no amamos ni odiamos pero con
quienes gritamos y reímos ahora. Se trata de una vecindad fértil exclusivamente
en este momento, sin voluntad duradera más allá de esto que está ocurriendo.
Las
emociones son el principal factor de explicación del Carnaval como el de otros
muchos movimientos actuales. Cada individuo pasa a ser un objeto, un elemento
de la tribu. El absurdo no es el Carnaval sino el yo y la sociedad que
descubre. El carnaval nos hace dar de bruces con la realidad de lo cotidiano;
es la expresión de la locura y el delirio sociales que permanecen ocultos, abre
las puertas del averno por la que sale sin control lo que debiera permanecer
oculto; es la expresión plástica de lo que tal vez configure la identidad
colectiva e individual. El miedo, la angustia y el terror se espiritualizan y
se exorcizan de tal manera que no necesitan otra expresión. Aquí, derecha e
izquierda son palabras sin significado.
El
carnaval da rienda suelta a las represiones, permite reírse de quien nos
machaca y contra quien no podemos nada; es la expresión del miedo a algo sin
limites bien definidos. Los monstruos y las figuras representan y banalizan lo
siniestro, lo amenazante de la vida cotidiana. «La mayor parte de los monstruos
de la modernidad tienen como característica fundamental su proximidad
asfixiante, bien por su emergencia del propio interior del individuo o de la
casa, o bien por ser parte o creación de quien los padece y de aquellos a
quienes atemorizan», escribe Serrano Marin. Los monstruos y zombis que pueblan
las pantallas de los cines y la televisión son un carnaval y el carnaval es como
una película de monstruos; y todos son el síntoma de una enfermedad. El sujeto
del carnaval es la masa, el abismo indiferenciado, el mundo dionisiaco.
El
discurso de la angustia es que no hay explicación, los conflictos sociales se
expresan sin confrontación, dejando salir lo oculto, abriendo la puerta a los
fantasmas. Sólo hay ansia de otra cosa sin saber qué otra cosa es. El Carnaval
saca a la luz cosas ocultas para que permanezcan ocultas. A las instituciones
les va de maravilla porque todo queda en palabras, chirigotas, a veces de mal
gusto, pero nada de importancia. El Carnaval es el fondo sin fondo, es la
sinrazón de la locura pero, al fin y al cabo, una forma de resistencia, aunque
momentánea, al poder y, desde este punto de vista, adopta una dimensión
afirmativa aunque el sentido no es más que un efecto de superficie; es una
inversión a la vez que subversión. Pero las fuentes de la angustia y del mal
estar siguen ahí, íntegras. Pasado el éxtasis colectivo, el mundo sigue lo
mismo de inhóspito. El Carnaval no es lo que era, es esto.
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