La
soledad de los estudiantes venezolanos/Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras Libres.
El
País |27 de febrero de 2014
La
mayoría de los estudiantes de Venezuela no tienen memoria de otro régimen que
no sea el chavista, y no quieren envejecer con él. Sus democráticas voces se
escuchan a todo lo largo y ancho de Venezuela. Marchan arriesgando la vida. En
2007, salieron a las calles a protestar contra la confiscación del RCTV, la más
antigua estación de televisión independiente en el país. A fines de ese año,
fueron la principal fuerza de oposición al proyecto chavista de confederar a
Cuba con Venezuela. Y lograron detenerlo, al menos en su aspecto formal. Sus
hermanos menores han decidido recoger la antorcha.
En
Venezuela hay 2,4 millones de estudiantes de nivel medio y 400.000 de educación
superior. Aunque los estudiantes activos en todo el país suman varias decenas
de miles, la mayoría simpatiza con el movimiento opositor. Prueba de ello es
que, desde hace años y hasta la fecha, la principal universidad pública
—Universidad Central de Venezuela— elige sistemáticamente a líderes opositores
al chavismo.
No
buscan revertir la atención social a los pobres. Critican la ineptitud
económica del régimen y —sobre todo— el ocultamiento de la gigantesca
corrupción, que alguna vez saldrá a la luz. Saben que Hugo Chávez acaparó uno a
uno todos los poderes (legislativo, judicial, fiscal, electoral) y enmascaró,
con el velo de su discurso, el dispendio sin precedente de más de 800.000
millones de dólares que durante sus mandatos entraron a las arcas de la empresa
estatal de petróleo PDVSA. Saben que los niveles de inflación en Venezuela son
los más altos del continente, que la deuda pública se ha vuelto tan inmanejable
que hay una carestía crónica de alimentos básicos, electricidad, medicinas,
cemento y otros insumos primarios (como producto de las masivas expropiaciones
a las empresas privadas y la caída brutal de la inversión). Y saben muy bien
que la criminalidad en su país es también la más alta del continente.
Los
jóvenes calibran estos problemas, pero su mayor agravio es el ahogo sistemático
y creciente de la libertad de expresión, que impide a la gente tomar conciencia
y sopesar por sí misma las realidades del país. Chávez voceaba sus logros
(algunos reales, la mayoría imaginarios) a toda hora y en especial en su
maratónico programa dominical Aló presidente, pero su sucesor Nicolás Maduro
(primitivo, proclive a disparates y fantasías) ha recurrido a la represión
directa de las voces disidentes. La idea es hacer que prive la verdad única, la
verdad oficial. Ya desde 2012, el Gobierno chavista absorbió Globovisión, la
última cadena abierta de televisión independiente en el país. También
desfallece la radio independiente. Y se ha limitado a tal extremo la venta de
papel periódico que la prensa escrita tiene los días contados. Venezuela, es la
dramática verdad, se encamina hacia una dictadura y, en varios sentidos, lo es
ya.
Los
estudiantes venezolanos cuentan con el apoyo de sus padres y maestros y de al
menos la mitad de la población que en 2013 votó contra Maduro (y que si no sale
a las calles es por una natural precaución frente a los delatores en los
barrios). Pero, en el ámbito latinoamericano, los jóvenes están casi solos. Es
sorprendente la cantidad de usuarios de Twitter (jóvenes por añadidura) que en
América Latina asumen el libreto del Gobierno venezolano y atribuyen “los
disturbios” a las fuerzas “fascistas”, “reaccionarias”, “de derecha” que,
aliadas con el “Imperio”, en un oscuro “complot”, traman un “golpe de Estado”
para “derrocar al Gobierno”. Ante el alud de vídeos en YouTube que circulan
mostrando el asesinato a mansalva de estudiantes por parte de unidades móviles
de las milicias formadas en tiempos de Chávez (La Piedrita o los Tupamaros),
muchos usuarios comentan que las imágenes están “truqueadas”. Paradójicamente,
Maduro ha condenado el uso del Twitter (“esas máquinas imbéciles”, llamó a esa
red) y se declaró víctima de una “guerra cibernética”.
En
México, la prensa de izquierda —con gran ascendiente entre los jóvenes— apoya
sin cortapisas a Maduro. En esos ámbitos, Leopoldo López resulta ser el
instigador de la insurrección y no lo que es: un líder desarmado y ahora
sometido a un juicio ilegal sobre cargos falsos y fabricados.
El
poder de la ideología en Venezuela es explicable: en millones de personas
perdura el convencimiento de que la obra social de Chávez fue tangible y de que
si no hizo más por ellos fue porque se le atravesó la muerte. Otro factor es la
dependencia directa de millones de venezolanos del erario, consecuencia del
debilitamiento progresivo de la actividad empresarial y la inversión privada.
Las simpatías de los países dependientes del petróleo venezolano tienen la
misma raíz. El clientelismo tiene intereses creados en creer en el chavismo.
Pero ¿cómo explicar la popularidad de la ideología chavista o sus variantes en
países que no pertenecen a su órbita?
Aunque
la Revolución cubana ha perdido su aura mítica, la democracia representativa y
el liberalismo no han podido arraigar de manera definitiva en la cultura
política de América Latina. Por eso el chantaje ideológico de Cuba y Venezuela
funciona aún: nadie quiere parecer “de derecha” en un continente enamorado de
la Revolución, donde los ídolos políticos no han sido demócratas como Rómulo
Betancourt, sino redentores como Eva Perón, Che Guevara, Fidel Castro o Hugo
Chávez. Octavio Paz señaló la razón de este anacronismo: tras la caída del muro
de Berlín, sectores amplios de la izquierda latinoamericana se negaron a
practicar la crítica del totalitarismo cubano. Y si no lo hicieron con Cuba,
menos lo hacen con esa versión derivada que es la Revolución Bolivariana.
Debido
a esta falta de autocrítica, hoy en México vivimos una paradoja. El movimiento
de 1968 fue una hazaña de los estudiantes y de las corrientes políticas e
intelectuales de izquierda. Los estudiantes fueron masacrados por el Gobierno
de Díaz Ordaz y grandes líderes de izquierda fueron encarcelados. Hoy, no pocos
herederos de esa izquierda defienden las acciones represoras del Gobierno
venezolano, que son equiparables a las de Díaz Ordaz. Hoy muchos herederos de
esa izquierda han volteado la espalda a la democracia.
El
apoyo al chavismo es, en el fondo, un derivado del prestigio menguado, pero
extrañamente vivo de la Revolución cubana. Estar contra ella es estar con “el
Imperio”. Que Cuba sigue siendo una meca de la ideología latinoamericana se
comprobó cuando en la reciente Cumbre de la Comunidad de Estados
Latinoamericanos y Caribeños (Celac), celebrada los días 28 y 29 de enero de
2014 en La Habana, prácticamente ningún presidente faltó. Y Fidel fue
proclamado “guía político y moral de América”. En esa cumbre, por cierto, todos
los participantes (incluida Cuba) firmaron respetar los derechos humanos. Su
firma vale el papel en que está escrita.
Pero
más importante que la ideología son los fríos intereses materiales. En este
sentido, la postura de Brasil es tan paradigmática como cínica: las
oportunidades económicas (turísticas, energéticas, sobre todo) que se abren en
Cuba después de la eventual muerte de los hermanos Castro son demasiado
importantes como para tomar posturas idealistas y arriesgar la estabilidad de
la isla. Y esa estabilidad implica mantener intacta la alianza entre Venezuela y
Cuba. Solo así se explica que Dilma Rousseff, que en su juventud fue una
estudiante torturada por los militares, ahora apoye a un Gobierno cuyas fuerzas
policiacas emboscadas reprimen estudiantes.
Esta
lógica es ajena a los estudiantes venezolanos. Aquilatan el valor de la
libertad porque —a diferencia de sus coetáneos en otros países de la zona— la
ven seriamente amenazada. Saben que en el mundo prevalece y avanza la
democracia. No tienen pensado emigrar del país. Pero América Latina —sus
Gobiernos, sus instituciones, sus congresos, sus intelectuales y aun sus
estudiantes— es ingrata con Venezuela. El país que en gran medida la liberó
hace 200 años, hoy lucha solo por su libertad.
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