Nuestra
enorme crisis cultural/Luis Antonio de Villena es escritor.
El
Mundo |27 de febrero de 2014
Es
bien sabido (hablamos de producción) que España ha dado, en conjunto, una de
las grandes culturas de Europa. ¿A qué recordar Cervantes o Lorca, Velázquez o
Picasso? De muy atrás viene el problema (hablamos de consumo) de que una gran
mayoría del pueblo español se haya interesado poco o muy poco por esa cultura.
Ignorancia, atraso, censuras varias son las explicaciones más antiguas a esa
lejanía, aunque ya no debieran estar vigentes, pero algunas lo están. No soy el
primero en decir que la situación de la Cultura -con mayúscula- en España y en
este momento es agónica. El poeta Guillermo Carnero se compara con Ausonio,
poeta de la decadencia del Imperio Romano y yo mismo he hablado de Boecio,
«vltimvs romanorum», el último de los romanos, entre los ostrogodos que habían
invadido Italia, y que no entendían (ni querían saber nada) de Homero o de
Virgilio. Cavafis también lo vio en su viejo y magistral poema Esperando a los
bárbaros. Eduardo Arroyo nos ha dicho que no hay buen mercado de arte porque
nunca alcanzamos la verdadera «modernidad», la de la Revolución Francesa.
Cineastas y cantautores te dicen que ni el cine ni los discos dan apenas
dinero. A los cantautores los salva -cuando las hay- las actuaciones en
directo. Lo demás es reino de la piratería internáutica, que se extiende
también al mundo de los libros, donde creo que la agonía es aún más grave,
porque siempre tuvo menos público. Sería fácil decir que la culpa de todo la
tienen esta crisis terrible (algún día se contarán sus inmensos descalabros),
los recortes del Gobierno, que no ha tenido piedad de ese miembro tan débil o
aún su 21% de IVA cultural.
Todo
ello es parte de una culpa cierta pero asimismo mucho más grande. En el
franquismo (que su dios y cuanto queda de él confunda) los alumnos salíamos muy
bien preparados de horribles colegios nacionalcatólicos. Y ya decíamos -hablo
de 1971- que la Universidad estaba mal, pero era un templo de la sabiduría con
lo que hay ahora. Yo he dado cursos a posgraduados (doctorandos, para ser
exacto) a quienes he tenido que explicar cosas que yo sabía al fin de mi
bachillerato de letras. Mi amigo Jaime Siles (poeta, catedrático de latín y presidente
de la Sociedad Española de Estudios clásicos) podría certificar lo que digo. Al
quitar -y sustraer- dinero por todos lados, lo que ha hecho esta crisis es
dejar al descubierto no el flaco, sino el flaquísimo armazón en que se
sustentaba la cultura española, armazón recubierto con un manto de purpurina
que -con la crisis- ha volado raudo. De alumnos que salen de las aulas del
bachillerato y de la universidad cada vez peor preparados, del consiguiente
desinterés ignorante por todo lo que es cultura (salvemos las excepciones de
rigor) viene la precariedad de nuestro mundo editorial ahora -se edita menos,
se vende menos, se paga mucho menos- y la fea decadencia que ha llevado a
muchas de las llamadas «grandes editoriales» -adjetivo sólo aplicable al mero
grosor- a refugiar la mayoría de su producción en planos y mediocres best
sellers nacionales o internacionales, libros de autoayuda, espantosas novelas
de pseudohistoria, o compendios o prontuarios amenos y leves sobre
infidelidades regias o líos de faldas entre la gran Historia, lo que los
franceses llamaron una vez «petite histoire» o historia de alcoba… Claro que
esto ha existido siempre (pues tiene un público) pero nunca había llegado al
grado de avasallar o negar la existencia de la «gran literatura» o de la «alta
cultura» de las que muchos responsables editoriales huyen hoy haciendo cruces
-salvo si se trata de autores de prestigio mundial- como si hubiesen visto los
cuernos del diantre… Autores que (no hace todavía cinco años) eran valorados
por su calidad o su prestigio, hoy tienen dificultades para editar o se exponen
a la vieja reprimenda -pese a que las editoriales dicen no tener dinero para la
necesaria promoción- de oír al enfurruñado editor: ¡El libro último se ha
vendido mal! El buen paño no se vende en el arca, y menos hoy. Entonces, si
casi no hay promoción y los lectores o piratean o son más escasos, o ambos dos,
¿qué hará el autor?
Las
estadísticas europeas nos ponen en los más bajos índices del continente en
cultura y lectura y el mercado americano (sobre llevar también su peso de
subdesarrollo) está mal relacionado con la edición española. Pocos libros de
aquí llegan allí competitivamente y a la inversa. En los últimos años del
franquismo también esto era mejor. ¡Cuántos libros prohibidos se han podido
leer en mi generación en ediciones argentinas o mexicanas! ¿Por qué funciona
ahora mal, cuando las principales editoriales de allí son de matriz española?
Hasta no hace mucho, había gente que compraba libros de los que había oído
hablar, aunque luego no los leyera. Quedaba bien. Con la crisis, también estos
lectores, digamos «de buena voluntad» se han evaporado o casi. Los actos
culturales en cualquier gran ciudad se llenan, en altísimo tanto por ciento, de
personas mayores -al filo de la tercera edad- y de mujeres, tampoco muy
jóvenes. En las féminas hay una bendita sed de acceder (aunque sea tarde) a lo
que el machismo más rancio les vetó en su día. Los demás, una parva de viejos
ilustrados a los que irá diezmando el tiempo. ¿Jóvenes? Muy escasos, incluso si
el tema parece incumbirlos. Oigo que me soplan: ¿Se da usted cuenta de que no
deja títere con cabeza? Bien, hay editoriales pequeñas que resisten con poca
producción y anticipos -cuando los hay- mínimos. Pero ¿qué diré si me nombran
la poesía, acostumbrada Cenicienta? Antes, los poetas jóvenes tenían en exceso
fácil editar su primer libro, pues corría a cargo del ayuntamiento de su pueblo
o de la diputación de su provincia, aunque la posterior distribución fuera
pésima, pero hoy también ese pobre festín se ha cerrado, porque esas instancias
oficiales no tienen dinero, y algunas veces (hablo escarmentado) tardan 11
meses en pagar lo que te solicitaron y tú efectuaste puntualmente. Los jóvenes
poetas lo tienen, casi de repente, muy duro. De otra parte hablamos -en prosa,
en novela- de tiradas que pocas veces pasan de los 5.000 ejemplares.
En
un país al borde de los 47.000.000 de habitantes, ¿no resulta la cifra libresca
algo peor que ridícula? En efecto, vergonzosa. El cine sufre, la canción se
ahoga, y la literatura (en todas sus ramas) es un pez fuera del agua, de su
agua, que es un público cultivado. Bien, y ¿qué hacer en esta miseria? Claro
que, como señalan algunos, el origen de todo esto está en planes de estudio
cada vez más laxos y peores y en el derrumbe del nivel de «excelencia», salvada
la justa igualdad de oportunidades. Yo no veo que se haga nada contundente para
corregir este mal que lastra todo lo posterior, pero aunque se hiciera (y
confiemos en que ese día llegue) sus resultados tardarían años en hacerse
visibles. O sea, desde hoy a quién sabe cuántos años, la cultura en España será
un bien deficitario del que tendrá (en parte) que hacerse cargo el Estado, como
ocurrió en los que hoy nos parecen dorados años 80. Claro que si el Estado no
tiene dinero y sigue recortando… Ya lo dijo Larra (periodista no mal pagado en
su tiempo) «escribir en España es llorar». También las editoriales o
fundaciones podrían ayudar, esperando ganar pero no tanto (la usura es el mal
del capitalismo) metiendo entre presunto best seller y best seller algún libro
de los llamados -con el desdén de la ignorancia- «minoritarios». Como si no lo
fueran todos, en el fondo. Evidentemente no tengo la clave para solventar este
problema múltiple, pero algo se podrá hacer, aunque sea ir llorando a la Unión
Europea, porque les aseguro (feo final para un artículo) que los hombres y las
mujeres de la cultura española -o lo que va quedando de ella- nos pasamos el
día entre lamentaciones. Algo hay que hacer y pronto, porque esperar a que se
restaure la excelencia, es como hablar de la conquista de Marte. Hablo de la
alta cultura. No, hablo de la cultura en general, que se mide por la alta y no
por la baja. Pues esa, la «baja», está entre la telebasura y el puro folletón.
Se dice que hay involución judicial. En cultura no hay involución, no. Hay
llanamente ruina. ¿Para qué quieren los bárbaros cultura? Y es sólo un apunte.
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