Sochi:
un desencuentro con consecuencias/Alain Délétroz es investigador senior asociado en Fride
El
País |23 de febrero de 2014
Hoy
termina Sochi. A pesar de las polémicas generadas por el coste abismal de los
Juegos, la fiesta internacional del deporte que el mundo esperaba ha tenido
lugar en Rusia, sin mayores incidentes de seguridad. Este éxito podría suponer
un empujón al gran proyecto de desarrollo de unas 10 estaciones turísticas
anunciado por el Gobierno ruso en el Cáucaso Norte, una zona plagada de
tensiones que necesita urgentemente de empleo y una visión de futuro. Un
proyecto necesario sí, pero que podría sufrir las consecuencias del
desencuentro que ha habido entre Sochi y la población local. Los vecinos de las
instalaciones olímpicas acabarán siendo los grandes perdedores de los Juegos:
las expropiaciones, el impacto ecológico y el arresto de representantes de ONG
medioambientales dejarán un sabor amargo.
Cuando
en 2007 el Comité Olímpico Internacional (COI) eligió a Rusia, la
ciudad-balneario de Sochi no contaba con prácticamente ninguna infraestructura
invernal; todo tendría que ser construido casi desde cero. La compleja
situación política de la región también llamaba la atención: la guerra de
Chechenia, que parecía no tener fin; la falta de soluciones a los conflictos
congelados de Georgia; y la violencia salafista que golpeaba a cinco de las
siete repúblicas autónomas del Cáucaso Norte. Nunca se habían concedido los
Juegos a una ciudad tan cercana a zonas de conflictos armados no resueltos. De
hecho, el lugar de la ceremonia de apertura —y donde se celebrará la clausura—
se encuentra a apenas pocos minutos de la frontera con el territorio
separatista georgiano de Abjasia. Pero la esperanza de hacer de Sochi 2014 un
reto regional, que a su vez quizás contribuyera a canalizar las energías
económicas y políticas del Cáucaso en un sentido constructivo, era el gran
sueño de los promotores.
Sochi
ha sido una preocupación central del Gobierno ruso y una iniciativa y apuesta
personal del presidente Vladímir Putin, quien ha invertido mucha energía
política en ese esfuerzo faraónico. Ha obligado a todos los oligarcas del país
a invertir en un proyecto u otro y ha impuesto a los grandes medios nacionales
hacer pedagogía sobre el olimpismo y resaltar el lado positivo de los Juegos
como una gran alegría y orgullo nacional. Pero el Gobierno no se ha molestado
en considerar las preocupaciones de los habitantes del lugar. Más de 2.500
familias fueron expropiadas, con compensaciones injustas. Muchos barrios se han
quedado sin agua potable y varios divididos por una moderna autopista y una vía
de ferrocarril que unen las instalaciones olímpicas al lado del mar con las de
altura.
El
desencuentro entre Sochi y la realidad regional probablemente acarreará
consecuencias para otro gran proyecto de desarrollo turístico al sur de la
Federación rusa. Moscú ha anunciado la renovación de dos estaciones de esquí y
la construcción de otras tres en varias repúblicas autónomas. El potencial
natural es enorme. En dos estaciones —Elbruz (Kabardino-Bakaria) y Mamison
(Osetia del Norte)— se podría llegar a esquiar a más de 4.000 metros de altura,
es decir, podrían estar abiertas todo el año. Rusia podría tener en el Cáucaso
¡dos Chamonix y tres Formigal! La primera fase, que cuenta con inversores
franceses y austriacos, ya está bastante avanzada. Pero los retos sociológicos
son tan enormes como el potencial existente: hay que hacer un gran esfuerzo de
pedagogía con las poblaciones locales, a fin de incluirlas en una dinámica
económica rentable y moderna que cambiará sus modos de vida. De Austria a
Francia, todo el arco alpino vivió esa profunda transformación ligada al “oro blanco”
durante los años sesenta y setenta. Cada región ha manejado su desarrollo con
sus propios recursos, con una fuerte implicación de los municipios locales en
Austria y Suiza y un enfoque mucho más centralizado en manos de grandes
compañías inversoras en Italia o Francia. Pero el turismo invernal ha sido
esencial para la prosperidad económica de todas esas regiones de montaña.
En
el Cáucaso hacen falta medidas similares. Es necesaria una visión de futuro que
pueda contrarrestar la presión salafista que aflige a la región. Hay que
encontrar una fórmula que pueda, por ejemplo, fomentar el empleo, sobre todo de
la juventud en las zonas de montaña. Sin embargo, el mal trato que recibieron
los vecinos de Sochi ya está provocando sospechas entre la población de las
repúblicas donde se realizarán los nuevos proyectos.
Es
esencial que el Gobierno ruso siga apoyando ese plan de desarrollo, pero no sin
antes hacer un análisis tajante de los errores cometidos en Sochi. Callar las
voces críticas es fácil, pero es un modo arcaico de gobernar que ya no cuadra
con la sociedad rusa conectada y mundializada de hoy. Es urgente corregir el
mensaje sumamente negativo que Sochi ha mandado a otras áreas del Cáucaso,
cuyos habitantes no permitirán que ningún complejo turístico ajeno les despoje
de sus tierras o de sus pastos. Otro desencuentro entre los tecnócratas de
Moscú y la población local abriría la caja de Pandora, provocando nuevos
conflictos, en lugar de contribuir a cerrarla. Desarrollar el Cáucaso sin la
población local (o incluso contra ella) es la receta de un fracaso anunciado.
La furia expresada por los vecinos de las instalaciones olímpicas de Sochi
debería hacer sonar las alarmas en Moscú y provocar una revisión contundente de
ese tipo de políticas intervencionistas y centralizadas.
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