“Si
me atrapan o me matan... nada cambia”/
Julio Scherer García
Publicado en la revista Proceso, # 1947, 23 de febrero de 2014;
En abril de 2010, en el mayor de los sigilos,
bajo la exigencia de reserva absoluta que él respetó y continúa respetando,
Julio Scherer García fue convocado a encontrarse con Ismael El Mayo Zambada.
“Tenía interés en conocerlo”, le dijo el capo del cártel de Sinaloa, colega y
compadre de El Chapo Guzmán. En el encuentro, que terminó en puntos suspensivos,
El Mayo Zambada dejó un reto: “Me pueden agarrar en cualquier momento… o
nunca”. Ante la captura de su socio, consideramos de alto valor periodístico
reproducir el texto resultado de aquel episodio.
Un
día de febrero recibí en Proceso un mensaje que ofrecía datos claros acerca de
su veracidad. Anunciaba que Ismael Zambada deseaba conversar conmigo.
La
nota daba cuenta del sitio, la hora y el día en que una persona me conduciría
al refugio del capo. No agregaba una palabra.
A
partir de ese día ya no me soltó el desasosiego. Sin embargo, en momento
alguno pensé en un atentado contra mi persona. Me sé vulnerable y así he
vivido. No tengo chofer, rechazo la protección y generalmente viajo solo, la
suerte siempre de mi lado.
La
persistente inquietud tenía que ver con el trabajo periodístico.
Inevitablemente debería contar las circunstancias y pormenores del viaje, pero
no podría dejar indicios que llevaran a los persecutores del capo hasta su
guarida. Recrearía tanto como me fuera posible la atmósfera del suceso y su
verdad esencial, pero evitaría los datos que pudieran convertirme en un
delator.
Me
hizo bien recordar a Octavio Paz, a quien alguna vez le oí decir, enfático como
era:
“Hasta
el último latido del corazón, una vida puede rodar para siempre.”
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Una
mañana de sol absoluto, mi acompañante y yo abordamos un taxi del que no tuve
ni la menor idea del sitio al que nos conduciría. Tras un recorrido breve,
subimos a un segundo automóvil, luego a un tercero y finalmente a un cuarto.
Caminamos en seguida un rato largo hasta detenernos ante una fachada color
claro. Una señora nos abrió la puerta y no tuve manera de mirarla. Tan pronto
corrió el cerrojo, desapareció.
La
casa era de dos pisos, sólida. Por ahí había cinco cuadros, pájaros deformes en
un cielo azuloso. En contraste, las paredes de las tres recámaras mostraban un
frío abandono. En la sala habían sido acomodados sillones y sofás para unas 10
personas y la mesa del comedor preveía seis comensales.
Me
asomé a la cocina y abrí el refrigerador, refulgente y vacío. La curiosidad me
llevó a buscar algún teléfono y sólo advertí aparatos fijos para la
comunicación interna. La recámara que me fue asignada tenía al centro una cama
estrecha y un buró de tres cajones polvosos. El colchón, sin sábana que lo
cubriera, exhibía la pobreza de un cobertor viejo. Probé el agua de la
regadera, fría, y en el lavamanos vi cuatro botellas de Bonafont y un jabón
usado.
Hambrientos,
el mensajero y yo salimos a la calle para comer, beber lo que fuera y estirar
las piernas. Caminamos sin rumbo hasta una fonda grata, la música a un
razonable volumen. Hablamos sin conversar, las frases cortadas sin alusión
alguna a Zambada, al narco, la inseguridad, el ejército que patrullaba las
zonas periféricas de la ciudad.
Volvimos
a la casa desolada ya noche. Nos levantaríamos a las siete de la mañana. A las
ocho del día siguiente desayunamos en un restaurante como hay muchos. Yo
evitaba cualquier expresión que pudiera interpretarse como un signo de
impaciencia o inquietud, incluso la mirada insistente a los ojos, una forma de
la interrogación profunda. El tiempo se estiraba, indolente, y comíamos con
lentitud.
Las
horas siguientes transcurrieron entre las cuatro paredes ya conocidas. Yo
llevaba conmigo un libro y me sumergí en la lectura, a medias. Mi acompañante
parecía haber nacido para el aislamiento. Como si nada existiera a su
alrededor, llegué a pensar que él mismo pudiera haber desaparecido sin darse
cuenta, sin advertirlo. Me duele escribir que no tenía más vida que la
servidumbre, la existencia sin otro horizonte que el minuto que viene.
“Ya
nos avisarán –me dijo sorpresivamente–. La llamada vendrá por el celular.”
Pasó
un tiempo informe, sin manecillas. ‘Paciencia’, me decía.
Salimos
al fin a la oscuridad de la noche. En unas horas se cruzarían el ocaso y el
amanecer sin luz ni sombra, quieto el mundo.
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Viajamos
en una camioneta, seguidos de otra. La segunda desapareció de pronto y ocupó su
lugar una tercera. Nos seguía, constante, a cien metros de distancia. Yo sentía
la soledad y el silencio en un paisaje de planicies y montañas.
Por
veredas y caminos sinuosos ascendimos una cuesta y de un instante a otro el
universo entero dio un vuelco. Sobre una superficie de tierra apisonada y bajo
un techo de troncos y bejucos, habíamos llegado al refugio del capo, cotizada
su cabeza en millones de dólares, famoso como el Chapo y poderoso como el
colombiano Escobar, en sus días de auge, zar de la droga.
Ismael
Zambada me recibió con la mano dispuesta al saludo y unas palabras de
bienvenida:
–Tenía
mucho interés en conocerlo.
–Muchas
gracias –respondí con naturalidad.
Me
encontraba en una construcción rústica de dos recámaras y dos baños, según pude
comprobar en los minutos que me pude apartar del capo para lavarme. Al exterior
había una mesa de madera tosca para seis comensales, y bajo un árbol que
parecía un bosque, tres sillas mecedoras con una pequeña mesa al centro. Me
quedó claro que el cobertizo había sido levantado con el propósito de que el
capo y su gente pudieran abandonarlo al primer signo de alarma. Percibí un
pequeño grupo de hombres juramentados.
A
corta distancia del narco, los guardaespaldas iban y venían, a veces los ojos
en el jefe y a ratos en el panorama inmenso que se extendía a su alrededor.
Todos cargaban su pistola y algunos, además, armas largas. Dueño de mí mismo,
pero nervioso, vi en el suelo un arma negra que brillaba intensamente bajo un
sol vertical. Me dije, deliberadamente forzada la imagen: podría tratarse de un
animal sanguinario que dormita.
–Lo
esperaba para que almorzáramos juntos–, me dijo Zambada y señaló la silla que
ocuparía, ambos de frente.
Observé
de reojo a su emisario, las mandíbulas apretadas. Me pedía que no fuera a decir
que ya habíamos desayunado.
Al
instante fuimos servidos con vasos de jugo de naranja y vasos de leche, carne,
frijoles, tostadas, quesos que se desmoronaban entre los dedos o derretían en
el paladar, café azucarado.
–Traigo
conmigo una grabadora electrónica con juego para muchas horas–, aventuré con el
propósito de ir creando un ambiente para la entrevista.
–Platiquemos
primero.
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Le
pregunté al capo por Vicente, Vicentillo.
–Es
mi primogénito, el primero de cinco. Le digo “Mijo”. También es mi compadre.
Zambada
siguió en la reseña personal:
–Tengo
a mi esposa, cinco mujeres, quince nietos y un bisnieto. Ellas, las seis, están
aquí, en los ranchos, hijas del monte, como yo. El monte es mi casa, mi
familia, mi protección, mi tierra, el agua que bebo. La tierra siempre es
buena, el cielo no.
–No
le entiendo.
–A
veces el cielo niega la lluvia.
Hubo
un silencio que aproveché de la única manera que me fue posible:
–¿Y
Vicente?
–Por
ahora no quiero hablar de él. No sé si está en Chicago o Nueva York. Sé que
estuvo en Matamoros.
–He
de preguntarle, soy lo que soy. A propósito de su hijo, ¿vive usted su
extradición con remordimientos que lo destrocen en su amor de padre?
–Hoy
no voy a hablar de “Mijo”. Lo lloro.
–¿Grabamos?
Silencio.
–Tengo
muchas preguntas–, insistí ya debilitado.
–Otro
día. Tiene mi palabra.
Lo
observaba. Sobrepasa el 1.80 de estatura y posee un cuerpo como una fortaleza,
más allá de una barriga apenas pronunciada. Viste una playera y sus pantalones
de mezclilla azul mantienen la línea recta de la ropa bien planchada. Se cubre
con una gorra y el bigote recortado es de los que sugieren una sutil y
permanente ironía.
–He
leído sus libros y usted no miente–, me dice.
Detengo
la mirada en el capo, los labios cerrados.
–Todos
mienten, hasta Proceso. Su revista es la primera, informa más que todos, pero
también miente.
–Señáleme
un caso.
–Reseñó
un matrimonio que no existió.
–¿El
del Chapo Guzmán?
–Dio
hasta pormenores de la boda.
–Sandra
Ávila cuenta de una fiesta a la que ella concurrió y en la que estuvo presente
el Chapo.
–Supe
de la fiesta, pero fue una excepción en la vida del Chapo. Si él se exhibiera o
yo lo hiciera, ya nos habrían agarrado.
–¿Algunas
veces ha sentido cerca al ejército?
–Cuatro
veces. El Chapo más.
–¿Qué
tan cerca?
–Arriba,
sobre mi cabeza. Huí por el monte, del que conozco los ramajes, los arroyos,
las piedras, todo. A mí me agarran si me estoy quieto o me descuido, como al
Chapo. Para que hoy pudiéramos reunirnos, vine de lejos. Y en cuanto
terminemos, me voy.
–¿Teme
que lo agarren?
–Tengo
pánico de que me encierren.
–Si
lo agarraran, ¿terminaría con su vida?
–No
sé si tuviera los arrestos para matarme. Quiero pensar que sí, que me mataría.
Advierto
que el capo cuida las palabras. Empleó el término arrestos, no el vocablo
clásico que naturalmente habría esperado.
Zambada
lleva el monte en el cuerpo, pero posee su propio encierro. Sus hijos, sus
familias, sus nietos, los amigos de los hijos y los nietos, a todos les gustan
las fiestas. Se reúnen con frecuencia en discos, en lugares públicos y el capo
no puede acompañarlos. Me dice que para él no son los cumpleaños, las
celebraciones en los santos, pasteles para los niños, la alegría de los quince
años, la música, el baile.
–¿Hay
en usted espacio para la tranquilidad?
–Cargo
miedo.
–¿Todo
el tiempo?
–Todo.
–¿Lo
atraparán, finalmente?
–En
cualquier momento o nunca.
Zambada
tiene sesenta años y se inició en el narco a los dieciséis. Han transcurrido
cuarenta y cuatro años que le dan una gran ventaja sobre sus persecutores de
hoy. Sabe esconderse, sabe huir y se tiene por muy querido entre los hombres y
las mujeres donde medio vive y medio muere a salto de mata.
–Hasta
hoy no ha aparecido por ahí un traidor–, expresa de pronto para sí. Lo imagino
insondable.
–¿Cómo
se inició en el narco?
Su
respuesta me hace sonreír.
–Nomás.
–¿Nomás?
Vuelvo
a preguntar:
–¿Nomás?
Vuelve
a responder:
–Nomás.
Por
ahí no sigue el diálogo y me atengo a mis propias ideas: el narcotráfico como
un imán irresistible y despiadado que persigue el dinero, el poder, los yates,
los aviones, las mujeres propias y ajenas con las residencias y los edificios,
las joyas como cuentas de colores para jugar, el impulso brutal que lleve a la
cúspide. En la capacidad del narcotráfico existe, ya sin horizonte y
aterradora, la capacidad para triturar.
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Zambada
no objeta la persecución que el gobierno emprende para capturarlo. Está en su
derecho y es su deber. Sin embargo, rechaza las acciones bárbaras del Ejército.
Los
soldados, dice, rompen puertas y ventanas, penetran en la intimidad de las
casas, siembran y esparcen el terror. En la guerra desatada encuentran
inmediata respuesta a sus acometidas. El resultado es el número de víctimas que
crece incesante. Los capos están en la mira, aunque ya no son las figuras
únicas de otros tiempos.
–¿Qué
son entonces? –pregunto.
Responde
Zambada con un ejemplo fantasioso:
–Un
día decido entregarme al gobierno para que me fusile. Mi caso debe ser
ejemplar, un escarmiento para todos. Me fusilan y estalla la euforia. Pero al
cabo de los días vamos sabiendo que nada cambió.
–¿Nada,
caído el capo?
–El
problema del narco envuelve a millones. ¿Cómo dominarlos? En cuanto a los
capos, encerrados, muertos o extraditados, sus reemplazos ya andan por ahí.
A
juicio de Zambada, el gobierno llegó tarde a esta lucha y no hay quien pueda
resolver en días problemas generados por años. Infiltrado el gobierno desde
abajo, el tiempo hizo su “trabajo” en el corazón del sistema y la corrupción se
arraigó en el país. Al presidente, además, lo engañan sus colaboradores. Son
embusteros y le informan de avances, que no se dan, en esta guerra perdida.
–¿Por
qué perdida?
–El
narco está en la sociedad, arraigado como la corrupción.
–Y
usted, ¿qué hace ahora?
–Yo
me dedico a la agricultura y a la ganadería, pero si puedo hacer un negocio en
los Estados Unidos, lo hago.
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Yo
pretendía indagar acerca de la fortuna del capo y opté por valerme de la
revista Forbes para introducir el tema en la conversación.
Lo
vi a los ojos, disimulado un ánimo ansioso:
–¿Sabía
usted que Forbes incluye al Chapo entre los grandes millonarios del mundo?
–Son
tonterías.
Tenía
en los labios la pregunta que seguiría, ahora superflua, pero ya no pude
contenerla.
–¿Podría
usted figurar en la lista de la revista?
–Ya
le dije. Son tonterías.
–Es
conocida su amistad con el Chapo Guzmán y no podría llamar la atención que
usted lo esperara fuera de la cárcel de Puente Grande el día de la evasión.
¿Podría
contarme de qué manera vivió esa historia?
–El
Chapo Guzmán y yo somos amigos, compadres y nos hablamos por teléfono con
frecuencia. Pero esa historia no existió. Es una mentira más que me cuelgan.
Como la invención de que yo planeaba un atentado contra el presidente de la
República. No se me ocurriría.
–Zulema
Hernández, mujer del Chapo, me habló de la corrupción que imperaba en Puente
Grande y de qué manera esa corrupción facilitó la fuga de su amante. ¿Tiene
usted noticia acerca de los acontecimientos de ese día y cómo se fueron
desarrollando?
–Yo
sé que no hubo sangre, un solo muerto. Lo demás, lo desconozco.
Inesperada
su pregunta, Zambada me sorprende:
–¿Usted
se interesa por el Chapo?
–Sí,
claro.
–¿Querría
verlo?
–Yo
lo vine a ver a usted.
–¿Le
gustaría…?
–Por
supuesto.
–Voy
a llamarlo y a lo mejor lo ve.
La
conversación llega a su fin. Zambada, de pie, camina bajo la plenitud del sol y
nuevamente me sorprende:
–¿Nos
tomamos una foto?
Sentí
un calor interno, absolutamente explicable. La foto probaba la veracidad del
encuentro con el capo.
Zambada
llamó a uno de sus guardaespaldas y le pidió un sombrero. Se lo puso, blanco,
finísimo.
–¿Cómo
ve?
–El
sombrero es tan llamativo que le resta personalidad.
–¿Entonces
con la gorra?
–Me
parece.
El
guardaespaldas apuntó con la cámara y disparó.
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