Putin
el Grande/Dominique Moisi is Senior Adviser at The French Institute for International Affairs (IFRI) and a professor at L’Institut d’études politiques de Paris (Sciences Po). He is the author of The Geopolitics of Emotion: How Cultures of Fear, Humiliation, and Hope are Reshaping the World.
Traducción de Kena Nequiz.
Project
Syndicate | 25 de marzo de 2014
Un
día se podrían erigir monumentos a Vladimir Putin en ciudades rusas, que
tendrían la inscripción: “El hombre que recuperó Crimea para la Madre Rusia.”
Sin embargo, tal vez también se levantarían monumentos en muchas plazas de
ciudades europeas, que aclamarían al presidente ruso como “el padre de la
Europa Unida.” En efecto, la rápida acción de la anexión de Crimea ha
contribuido más en la armonización de las posturas de los gobiernos europeos
sobre Rusia que docenas de reuniones bilaterales y multilaterales.
Hace
una semana en Berlín, escuché como las élites francesas y alemanas estaban de
acuerdo en cuanto a cómo responder a la agresión rusa a Ucrania. Claro, las
palabras no se traducen en hechos. Con todo, gracias a Putin, la Unión Europea
puede haber encontrado la narrativa e impulso nuevos que ha estado buscando
desde la caída del Muro de Berlín.
Europa
realmente necesita ese impulso. Confrontada con el deseo neoimperial de Rusia
de revisar el orden pos Guerra Fría en Europa, la UE tiene que hablar con una
sola voz si es que quiere ser vista como fuerte y creíble. Y debe unir su voz a
la de los Estados Unidos, así como hizo (casi siempre) durante la Guerra Fría.
Los
Estados Unidos, por su parte, parecen tener un nuevo brío con la crisis de
Ucrania. Es como si la familiaridad de los estadounidenses con su nuevo/viejo
enemigo –adversario que entienden de una forma que no entienden a los afganos,
árabes o persas– les ofreciera un nuevo propósito. La alianza de las democracias
ha regresado, y los comentarios simplistas de que los Estados Unidos son de
Marte y Europa de Venus ya no tienen sentido. Al encarar una Rusia que
verdaderamente es de Marte y que parece entender y respetar solo la fuerza, la
firmeza de las democracias del mundo debe imperar, sustentada por un propósito
común, que se perdió en Irak y Afganistán.
A
medida que los acontecimientos han ido transcurriendo en Ucrania, las analogías
históricas se han multiplicado. De acuerdo con algunos, estamos como en 1914,
al borde de una guerra mundial que pocos quieren pero que nadie puede evitar. O
estamos como en 1938, después de la anexión de los Sudetes por la Alemania
nazi, frente a un agresor que no se apaciguará. O incluso como en 1945, a punto
de comenzar la Guerra Fría, que duró décadas. También podríamos estar como en
1991, en medio de la desintegración de Yugoslavia, observando cómo una sociedad
multiétnica se divide en campos de batalla. Tal vez podríamos estar como en
agosto de 2008, en Georgia, cuando la Rusia de Putin reconfiguró por primera
vez un mapa por la fuerza.
Todas
estas analogías tienen un elemento de verdad, aunque ninguna se aplica del
todo. Sin embargo, para entender la actual actitud y conducta de Putin, tal vez
es más importante otra analogía: la Guerra de Crimea de 1853-1856, en la que
murieron más de 800,000 personas, incluidos 250,000 rusos.
El
pretexto para la guerra, que enfrentó a los rusos, bajo el mando del Zar,
Nicholas I, contra los británicos, franceses y otomanes, era la responsabilidad
autodeclarada de Rusia de proteger los lugares sagrados de Jerusalén. El
reinado de Nicholas combinó ambición imperial y fervor religioso (dirigido
contra el Imperio Otomano y la Iglesia Católica), y la derrota de Rusia fue
gloriosa. Durante el largo cerco de Sevastopol, murieron más de 120,000
soldados rusos. Leo Tolstoy, que participó en la Guerra, la hizo su fuente de
inspiración para escribir su novela, La guerra y la paz.
Putin
solía presentarse como heredero político de Pedro el Grande. En cambio, bien
puede ser recordado como el nuevo Nicholas I (cuyo retrato tiene en su
oficina): un zar ultraconservador que estuvo en el poder durante demasiado
tiempo y perdió contacto con la realidad. En una combinación de nacionalismo,
ortodoxia y reflejos mentales de sus años en la KGB, Putin representa una
mezcla explosiva que se tiene que manejar con precaución, pero sobre todo, con
firmeza.
Esto
conlleva a la necesidad de estar cerca de Ucrania, en el terreno económico y
político. Las elecciones generales del 25 de mayo no solo tienen que ocurrir
según lo planeado, sino también deben desarrollarse en las mejores condiciones
posibles, aunque Putin haga lo máximo para desvirtuarlas. Para evitarlo, se
requiere frenar a los partidos ucranios de extrema derecha, que aunque pequeños
tienen fuerza, cuyo chauvinismo antiruso, es útil a Putin para, al sentirse
agredido por ellos, hacer crecer el conflicto.
No
serán suficientes las sanciones a Rusia como su expulsión del G-8, o contra sus
aliados más cercanos. El objetivo deseable es convencer a Putin de que Europa
(incluida Italia y Alemania) tiene alternativas a su gas y petróleo: por
ejemplo, Nigeria y Brasil, o la energía de esquisto bituminoso de los Estados
Unidos. En efecto, Putin puede haber ofrecido a Europa la inesperada
oportunidad de crear, al fin, una política energética común, una que sea más
racional y mucho menos costosa en el largo plazo.
Claro,
la revisión de largo alcance de las relaciones internacionales a que ahora se
enfrenta Europa (el resto de las democracias del mundo) tendrá un costo. Se
tendrán que hacer sacrificios. Sin embargo, en este juego de desgaste, la Rusia
despótica tiene más que perder que la Europa democrática. Una cosa es segura:
el asunto de Georgia no detuvo a Putin, y tampoco lo hará el de Crimea. A menos
que se establezcan límites a sus ambiciones ahora, las temibles analogías
históricas se harán más exactas.
1 comentario:
Una visión claramente tendenciosa, y pro-occidental. Chéquense esto:
Discurso de Obama en Bruselas: mentiras, dobles raseros e hipocresía
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