2 nov 2014

Dylan Thomas y John Berryman

Revista Proceso No. 1986, 1 de noviembre de 2014.
Dylan Thomas y John Berryman/RAFAEL VARGAS
Se conmemora en el orbe de habla inglesa el centenario natal de dos grandes poetas: el estadunidense John Berryman y el británico Dylan Thomas, célebres también en el mundo de habla hispana donde, a pesar de las dificultades que entraña la traducción de sus poemas, al paso de los años se multiplica el número de sus lectores.
Si hubiera un mínimo de verdad en las caracterizaciones que el horóscopo propone según el signo zodiacal bajo el que cada persona ha nacido –los piscis son dulces y amables; los sagitario, independientes y filosóficos; los cáncer tremendamente emocionales–, entonces John Berryman y Dylan Thomas, nacidos el 25 y el 27 de octubre, respectivamente (lo que los convertiría en súbditos de escorpio), estarían cortados casi por la misma tijera y tendrían muchos rasgos en común: apasionamiento, confianza en su intuición, sentido de la justicia. (Es obvio que, nativos del signo de escorpio o no, millones de personas pueden atribuírselos.)
Pero con ser estrictamente coetáneos y haber nacido casi en la misma fecha, Berryman y Thomas son poetas profundamente distintos, y sus obras lo demuestran. En tanto que Dylan es un poeta solar, celebratorio (vasta apoyarse en las palabras con que cierra sus espléndidas “Notas sobre el arte de la poesía”: “La función y el placer de la poesía es, y ha sido, la celebración del hombre, que es también la celebración de Dios”), Berryman es un poeta enfrascado, prácticamente desde el principio, en una dolorosa lucha contra la desesperación y la desesperanza, originadas, como muchas veces se ha dicho, en el suicidio de su padre una mañana de finales de junio de 1926.

 II
 Pero más que abordar las biografías o las muy complejas personalidades de John Berryman y de Dylan Thomas, habrá que recordar su amistad. Sobre sus vidas y sus obras, precisamente con motivo de sus centenarios, han aparecido en los últimos meses varios libros que sí lo intentan, y vale la pena mencionar algunos aquí, como John Berryman’s Public Vision: Relocating the Scene of Disorder, de Philip Coleman, investigador universitario irlandés especializado en la obra del poeta nacido en McAlester, Oklahoma. Contra el enfoque trilladísimo que asume la poesía de Berryman como una prolongada exposición de sus pesares personales, Coleman demuestra que hay en ella una visión crítica del mundo moderno de gran riqueza intelectual, y que la voz que habla en sus poemas es un profundo yo en el que todos nos reconocemos.
 A Coleman se debe también Berryman’s Fate: A Centenary Celebration in Verse, que conjunta poemas en homenaje a Berryman de 54 poetas de diversas nacionalidades (irlandeses, británicos, sudafricanos y estadunidenses), como Paul Muldoon, George Szirtes, Martin Dyar y John Montague, quien fuera su alumno en los años sesenta.
 También se han reeditado algunos de los principales libros de poemas de Berryman, con prólogos de distinguidos poetas contemporáneos –Henri Cole, Michael Hoffman y April Bernard– y en estos días acaba de aparecer un nuevo volumen de poemas escogidos bajo el título de The Heart is Strange.)
 En lo que se refiere al poeta originario de Swansea, Gales, sin duda la novedad más importante es Dylan Thomas: A Centenary Celebration, que conjunta una treintena de ensayos escritos expresamente para valorar su vida y su legado, dos o tres de ellos francamente inesperados, como el prólogo de Terry Jones, miembro del famoso grupo Monthy Python, y un par de páginas del expresidente de los Estados Unidos, Jimmy Carter, quien se sorprendió al ver que no existía una placa dedicada a Thomas, su poeta favorito, en el Rincón de los Poetas, en la Abadía de Westminster. El libro fue coordinado por su nieta, Hannah Ellis, presidenta de la Asociación de Amigos de Dylan Thomas en el Reino Unido, cuyo principal objetivo en este centenario es lograr que los lectores más jóvenes se interesen en la obra de su abuelo antes que en su leyenda de poeta alcohólico, ínfima en comparación con su obra poética, dos tercios de la cual había escrito antes de alcanzar la mayoría de edad.
 No le será difícil conseguir la atención que desea, por lo menos en Gales, donde la cantidad de actividades en torno al centenario de Dylan hacen que éste adquiera las proporciones de una fiesta nacional.
 III
 John Berryman y Dylan Thomas se conocieron en febrero de 1937 –es decir, ocho meses antes de cumplir 23 años– por mera casualidad.
 En agosto del año anterior Berryman había obtenido una beca de la Universidad de Columbia para estudiar una maestría en Letras en Cambridge, Inglaterra. Uno de sus objetivos era conocer al poeta que veneraba: el irlandés William Butler Yeats.
 En Cambridge hizo amistad con una joven pareja, Gordon y Katherine Fraser, dueña de una librería y un pequeño sello editorial: Minority Press. Una noche, mientras Berryman revisaba los estantes de su librería, Katherine lo invitó a una recepción que ofrecería en su casa en honor de un joven poeta galés que parecía tener embelesado a todo mundo: Dylan Thomas. Thomas daría una lectura en Saint John’s College y de ahí un grupo de amigos se iría a la casa de los Fraser, en el número 274-A de Mill Road.
 El encuentro se convirtió en una especie de parranda literaria que duró una semana a lo largo de la cual, según le contó el propio Berryman a uno de sus amigos más cercanos de la época, Ernest Milton Halliday, “me la pasé bebiendo y leyendo centenares de poemas con siete u ocho locos, entre ellos un joven galés muy pagado de sí que ciertamente tiene algún mérito…”
 Berryman y Dylan hicieron buenas migas y, aunque no llegaron a trabar una amistad muy estrecha, se vieron cada vez que Dylan visitaba Cambridge.

“No hablábamos mucho de poesía –le contó Berryman a Peter A. Stitt, quien lo entrevistó para The Paris Review en octubre de 1970–. Él me llevaba mucha ventaja. De vez en cuando me mostraba un poema, o yo le enseñaba un poema. Le encantaba sugerir cambios. Una vez leyó un verso mío que no le gustó (un poema que después se publicó bajo el título de ‘La noche y la ciudad`), un poema muy malo. Bueno, a Dylan no le gustó uno de los versos, y me sugirió sustituirlo con un verso que se le ocurrió en ese momento: “un mero ballet octagonal por penitencia”. ¡Bueno, mi poema era incoherente, pero no podía contener, usted me entiende, semejante línea! Yo le tenía gran afecto, lo quise mucho, y en ese tiempo pensaba que era un maestro. En eso me equivocaba. En realidad se convirtió en un maestro tiempo después. Lo que sí era entonces era un gran orador. Magnífico. Pero creo que escribió sus poemas verdaderamente grandes después de la Segunda Guerra Mundial.”

Otro de los momentos de su amistad con Dylan que Berryman recordaría siempre tuvo lugar en Londres, al año siguiente.

Berryman había intentado ver a Yeats casi desde que había llegado a Inglaterra, pero no había corrido con suerte. Por fin, a mediados de 1938, su héroe literario le envió una pequeña nota para invitarlo a tomar el té de las cinco en su casa.

John Berryman cuenta que cuando llegó el día estaba tan nervioso que tenía la boca seca y el corazón se le salía del pecho. Se encontró con Dylan y entraron a un bar para tomar un trago y relajarse. Una hora más tarde se dio cuenta de que Dylan estaba tratando de embriagarlo para evitar que llegara a su cita con Yeats. Dylan no tenía mucho aprecio por el poeta irlandés y se mofaba de la admiración que Berryman le profesaba. Éste salió del bar, regresó al pequeño departamento que tenía, se dio un baño de agua fría, y llegó justo a tiempo para encontrarse con el poeta cuya sombra majestuosa –a decir del propio Berryman– lo acompañaría toda la vida.

IV

Concluida su maestría, Berryman regresó a los Estados Unidos en octubre de 1938. Cruzó unas cuantas cartas con Dylan que se conservan en la colección de manuscritos literarios de la Universidad de Minnesota. Nunca han sido publicadas.

No volverían a encontrarse sino hasta 1950, cuando Dylan llegó a los Estados Unidos para ofrecer una serie de lecturas de poesía en diversas ciudades. Se encontraron en abril, en Seattle. Dylan leyó en la Universidad de Washington, donde Berryman daba clases, y nuevamente se vieron en una fiesta en honor del británico, que para entonces se había convertido en una figura de renombre internacional.

Andrew Lycett, autor de la mejor biografía que se ha escrito sobre Dylan, cuenta que los dos amigos se saludaron con calidez, e inmediatamente se pusieron a conversar, pero que la anfitriona se apresuró a separarlos para que no se enfrascaran en el cotilleo literario. Berryman recordaría tiempo después –dice Lycett– que, aunque Dylan no había bebido gran cosa, le contestó a la anfitriona con deliberada lentitud: “Nada más estábamos hablando sobre los métodos empleados por Hitler para acabar con los judíos…”

El éxito de la gira que Dylan emprendió lo llevó a recorrer Estados Unidos de costa a costa. Su estadía en el país norteamericano fue prolongada y extraordinariamente compleja. John Malcolm Brinnin, el crítico y poeta estadunidense que llevó a Dylan a ese país, la ha documentado de manera pormenorizada en Dylan Thomas in America, un libro publicado en noviembre de 1955, dos años después de la desdichada muerte de Thomas. Hasta el día de hoy suele creerse que falleció a causa de una congestión alcohólica. En realidad, como ya es del todo claro, no murió a causa de los famosos dieciocho whiskies que se ufanó de haber bebido en una sola tarde, sino debido a un complejo cuadro clínico y a la mala atención médica que recibió en el hospital de San Vicente, en Nueva York, donde había sido internado.

Curiosamente, después de haber sido velado con absoluta devoción días y noches enteros por Brinnin y Liz Reitell, el 9 de noviembre de 1953, día en que Dylan Thomas falleció, nadie lo acompañaba en la habitación que le había sido asignada en el hospital, salvo una enfermera que le daba en esos instantes un baño de esponja. Afuera del cuarto, a sólo un par de metros, la única persona presente era John Berryman.

Berryman escribiría después varias veces sobre Thomas en diversos poemas. Y le dedicó una elegía: “In memoriam (1914-1853)” y un ensayo estupendo, “La sonora colina de Gales”, que sería recogido en el volumen de ensayos The Freedom of the Poet (La libertad del poeta), publicado en 1976, cuatro años después de la muerte de Berryman, tan prematura como la de Thomas.

V

Estados Unidos es, por desgracia, un país con muy poca memoria cuando se trata de recordar a sus grandes escritores. Berryman no recibirá en su patria ni la mitad de atención que Thomas recibe en la Gran Bretaña. Pero aunque los reflectores lo soslayen brilla con luz propia. Gran estudioso de Shakespeare, gran poeta y crítico literario, en nuestra lengua poco a poco crece el número de sus lectores.

Uno de ellos era Octavio Paz, que conoció a Berryman en el Festival Internacional de Poesía de Spoleto, Italia, en 1967.

Otro, José Emilio Pacheco, que tradujo tres o cuatro poemas recogidos en Aproximaciones.

Y dos más: Luis Miguel Aguilar, traductor de una docena de sus poemas a finales de los años setenta, y Hernán Bravo Varela, quien hace cuatro años publicó algunas versiones en la revista Letras Libres. 


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