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a lo esencial/Fernando García de Cortázar, historiador y director de la Fundación Vocento.
ABC
| 27 de diciembre de 2014..
Poco
antes del fin de la segunda Guerra Mundial, Carlo Levi publicó uno de esos
escasos textos en los que se contiene el sentido moral de una cultura. Cristo
se detuvo en Eboli es, en su apariencia de un libro de recuerdos, el exigente
testimonio de la dignidad del hombre, de su integridad, de su fidelidad a los
fundamentos de una civilización, cuya defensa debería estar al frente de
nuestras prioridades. Por sus ideas democráticas, Carlo Levi había sido
confinado, a mediados de los años treinta, en un pequeño pueblo del sur de
Italia donde se entregó a la práctica médica desdeñada en los días de libertad,
cuando prefirió dedicarse a la pintura. Los campesinos humildes, conscientes de
la insignificancia que les atribuía el Estado, reducidos a una miseria enloquecedora,
dejaron una honda huella en el escritor. Resignados, le decían a Carlo Levi que
ellos no eran cristianos. Porque cristianos, a sus ojos, significaba ser
hombres. Y ellos no lo eran exactamente, al tratárseles como bestias de carga,
como objeto de expropiación y violencia. La civilización se había parado antes
de concederles la posibilidad de liberarse. Se había detenido, utilizando una
imagen literal del progreso, allí donde el ferrocarril acababa su recorrido, en
Eboli. «Cristo nunca llegó allí, ni tampoco el tiempo, ni el alma individual,
ni la esperanza, ni la relación entre causas y efectos, la razón y la Historia.
No, Cristo no llegó a esa tierra oscura, sin pecado y sin redención, donde el
mal no es moral, sino un dolor terrenal que está para siempre en las cosas.
Cristo se detuvo en Eboli».
Antes
de que irrumpiera una crisis que nos ha sumido en el desconcierto, ya habíamos
asistido al saqueo intelectual y al despojo ético de una sociedad narcotizada
por la radiante expansión del consumo, la confusión entre felicidad y diversión
y el enardecimiento del egoísmo. A este desierto, apartado de aquellos lugares
por los que transcurrió nuestra cultura, dejaron de llegar también el tiempo,
el alma individual, la esperanza, la relación entre causas y efectos, la razón
y la historia. El hecho moral perdió vigencia, los principios tradicionales fueron
derogados, la mirada que nos contemplaba desde hacía dos mil años quedó apagada
por la indiferencia. Cristo se detuvo a los pies de aquella sociedad que
repudiaba su ejemplo personal, su fe en el destino libre y trascendente de los
hombres. Luego, llegó una catástrofe económica que era el fruto de la
corrupción, de la falta de escrúpulos, del materialismo extremo.
Cuando
la fiesta se ha acabado, buscamos algo a lo que agarrarnos en una etapa de
padecimiento no menos ilimitado de lo que parecía nuestra vanidosa opulencia.
Quienes deberían orientarnos en el camino de una restauración cultural se
empeñan en volver atrás. Intentan decirnos ahora que todo aquel tiempo de
derroche, de frivolidad intelectual e ignorancia ética nada ha tenido que ver
con las causas de la crisis, que fondean exclusivamente en los desequilibrios
financieros. Nuestros dirigentes se niegan a reconocer el fracaso de una forma
de vida y, por tanto, no desean aceptar que hemos asistido, que estamos
asistiendo aún, a una crisis de civilización. ¿Qué otra cosa es la renuncia a
aquellos valores que nos han identificado durante siglos? ¿Qué otra cosa puede
significar el vaciado sistemático a que ha sido sometida nuestra conciencia
cultural en todo este tiempo? ¿Acaso no nos hemos percatado del inmenso
destrozo moral que acompañaba la alegre fanfarria de las épocas de bonanza?
Antes
de que la gente descubriera su desnudez económica, llegó a indicarse, con feroz
relativismo y empacho de multiculturalidad, que los valores sustanciales de
nuestra civilización eran intercambiables: ni propios ni ajenos, ni mejores ni
peores, ni irrevocables ni accidentales. Eran ilusiones sin verdadera entidad,
entes sin significado en un mundo global, mística sin sustancia en una época
que hacía caducar no solo las ideologías, sino también las ideas. Perdimos el
sentido patrimonial de una herencia enriquecida a lo largo de dos mil años y se
nos hizo abandonar ese pulso exigente que, desde el inicio del Occidente
cristiano, el hombre le ha echado a la falta de amor, a la corrupción de
costumbres y a la ausencia de respeto a nosotros mismos y a nuestro prójimo. Se
vendió por muy poco nuestro carácter, a cambio de una temporada de obesidad
material que, para mayor ironía, ahora está sometida a una dolorosa cura de adelgazamiento.
Nuestra resistencia a la austeridad que se nos quiere imponer procede de las
propias promesas hechas por el sistema y, por tanto, a nadie debería extrañar
que el personal esté poco dispuesto al sacrificio. En especial, cuando nada
parece anunciar que la lección nos sirva para corregir el derroche económico y
restablecer, además, los parámetros de una cultura en cuyo abandono se
encuentran las raíces del mal que nos aturde.
En
estas mismas fechas, dos mil años atrás, se produjo un hecho crucial. El
nacimiento de Jesús inauguraba el tiempo del hombre nuevo, del hombre libre,
apartado de su desesperación o de su fatalismo, capaz de enfrentarse a las
fuerzas de la naturaleza y a las más o menos burdas analogías del paganismo. Ni
una sola de las acciones de emancipación individual que se han producido desde
entonces en la historia ha estado al margen del mensaje que empezaba en aquella
noche. No hay discurso liberador, reclamación de justicia, declaración de
derechos o meditación humanista que no tenga sus raíces en aquel
acontecimiento. Y, desde luego, nada puede entenderse de lo que es Occidente,
de lo que es España, de lo que somos nosotros como civilización en el mundo,
sin buscar en aquella fecha el origen de nuestros valores.
Por
ello, al considerar de qué modo quiere afrontarse la solución de nuestros
problemas por nuestros dirigentes políticos, recuerdo una frase del relato de
Zweig Confusión de sentimientos, cuando un viejo profesor examina el libro con
el que se ha querido rendirle homenaje, recorriendo todos los actos de su
biografía: «Es cierto todo lo que contiene, sólo falta lo esencial. Me
describe, pero no me expone. Habla simplemente de mí, pero no revela quien
soy». Lo esencial, lo que somos, está en un lugar muy alejado de los ajustes contables
y de los esfuerzos por volver a implantar la banalidad como timbre de nuestra
cultura. Lo esencial está allí, en el nacimiento de Cristo, a punto de
cumplirse de nuevo, a punto de volver a ocurrir en el fondo de la historia, en
lo más profundo de nuestro corazón.
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