Revista
Proceso No. 1001, 27 de diciembre de 2014
El
retorno de lo político: Daniel Sada y la violencia de Estado
/Oswaldo Zavala es doctor en letras hispánicas por la Universidad de Texas en Austin y en literatura comparada por la Universidad de París III, Sorbonne Nouvelle. Es profesor asociado de literatura latinoamericana en el College of Staten Island y en The Graduate Center, City University of New York (CUNY)
“Llegaron
los cadáveres a las tres de la tarde. En una camioneta los trajeron –en masa,
al descubierto– y todos balaceados como era de esperarse. Bajo el solazo cruel
miradas sorprendidas, pues no era para menos ver así nada más paseando por el
pueblo tanta carne apilada, ¿de personas locales? Eso estaba por verse.”
Ante
los más de 100 mil asesinatos y 30 mil desparecidos que arrojó la supuesta
“guerra” contra las drogas del presidente Felipe Calderón, la narrativa
mexicana no ha estado a la altura de la catástrofe política que se esconde en
aquello que con exceso de soltura nombramos “narco”. Autores como Élmer
Mendoza, Juan Pablo Villalobos, Alejandro Almazán y Bernardo Fernández BEF,
entre otros, no han hecho sino reproducir el discurso oficial que atribuye la
violencia a una constante lucha de cárteles de la droga que simultáneamente
desafían e incluso rebasan el poder del Estado. Como es recurrente en la música
popular, el cine y el arte conceptual sobre el narco, la mayoría de las
narconovelas escritas en la primera década del siglo XXI abordan el fenómeno
neutralizadas políticamente. Esto es el resultado de un habitus en el campo
literario que premia las representaciones del narco que son consecuentes con la
visión oficial que a diario refuerzan los principales medios de comunicación
dentro y fuera de México.
Apenas
unas cuantas semanas después del crimen de Ayotzinapa ocurrido el 26 de
septiembre, el repudio nacional e internacional consiguió lo que no fue posible
articular durante todo el sexenio de Calderón: un cortocircuito en la dominante
hegemonía que responsabiliza a un abstracto “narco” de la violencia de Estado.
Como anota Óscar de Pablo, la “probable colaboración del crimen organizado con
la policía de Iguala en este ataque ha contribuido a oscurecer la naturaleza
específicamente política de este crimen”. Pese a ello, las familias de las
víctimas, junto a numerosos intelectuales, periodistas y activistas han
rechazado con firmeza la tesis oficial que atribuye la desaparición de los
normalistas a una impersonal acción del narco. También han resistido los
intentos del Estado por posicionarse simbólicamente del lado de la sociedad
civil, como en su momento sí logró hacerlo, cuando el Movimiento por la Paz con
Justicia y Dignidad, encabezado por Javier Sicilia, se reunió con el presidente
Felipe Calderón legitimándolo como una autoridad todavía viable.
A
la par de este extraordinario momento de repolitización, aguardamos ahora una
literatura con la misma voluntad crítica de someter a juicio la violencia de
Estado. En la espera, la obra de Daniel Sada ya arroja claves útiles para
comprender nuestras circunstancias actuales. Porque parece mentira, la verdad nunca
se sabe (1999) toma lugar en el ficticio pueblo de Remadrín, en el estado
norteño de Capila y en un país llamado, no sin ironía, Mágico. En el centro de
la historia se encuentra el descarado fraude electoral perpetrado por el
alcalde Romeo Pomar, un siniestro político al servicio de las élites de su
partido. Frente a los ciudadanos, un comando armado roba las urnas en plena
jornada electoral. Aquí comienza la parte álgida de la trama: una protesta
masiva que pretende llevar su indignación hasta la capital del estado es
reprimida con una sangrienta masacre planeada por el gobernador.
Al
avanzar por los caminos de terracería de la zona, el chofer de la camioneta
cargada de cadáveres se desorienta y termina en un peligroso cañón con curvas
cerradas. Mientras, el conductor y sus ayudantes se entretienen contando
chistes hasta que desciende sobre ellos una parvada de buitres que se lanza a
devorar los cadáveres. Todos comienzan a rezar:
“De
repente un costalazo, otro, pero posmo al doble. Y de ahí para delante más
enfáticos los rezos siendo que los rezadores creían oír casi a coro las voces
de los cadáveres diciendo: ¡Tápenos!, ¡tápenos! Al caído lo notaron, pero otra
maldita curva ex profeso lo borró, otrosí: un problema menos, pues no lo
recogerían.”
La
cobardía y la indiferencia deshumanizan al chofer y a sus ayudantes que deciden
abandonar los cuerpos caídos a la rapiña de los buitres. Para encubrir el
crimen, el gobernador del estado trama la renuncia forzada y la eventual
desaparición del alcalde. Y para retomar el control del consternado Remadrín,
el gobernador ordena la ocupación militar de las calles. Contingentes de
soldados bloquean los caminos e impiden la entrada de alimentos. Los habitantes
del pueblo no tienen otra opción que abandonar sus casas para sobrevivir en
otras comunidades de la región. Trinidad y Cecilia, protagonistas de la novela,
huyen sin noticia del paradero de sus hijos, Salomón y Papías, quienes
desaparecieron durante la matanza.
En
una reseña, el crítico Christopher Domínguez Michael considera que Porque
parece mentira, la verdad nunca se sabe está más allá del fin y de los medios,
de la política y de la ética, al manifestarse en un concierto casi insoportable
de palabras, palabras sometidas a todas las acepciones y las declinaciones,
donde sólo la apariencia es vernácula, pues estamos ante la más “artística” de
las prosas.
Este
tipo de lectura opera un desplazamiento de las dimensiones políticas y éticas
de la obra de Sada para privilegiar el análisis de sus mecanismos formales,
como si fuesen extremos irreconciliables de un objeto literario escindido. Pero
nunca hay un “más allá” de la política en la literatura: todo texto literario
surge de una red de significación ideológica que siempre tiene un trasfondo
político. El lector actual de la novela de Sada encontrará paralelos
sorprendentes con la atrocidad de Ayotzinapa: el alcalde de Remadrín es
inculpado como el principal autor intelectual de la matanza, al igual que el
alcalde de Iguala, José Luis Abarca, quien junto con su esposa, María de los
Ángeles Pineda, han sido responsabilizados por la desaparición de los
normalistas. La participación de la policía y el ejército resuenan igualmente
entre la novela y la represión en Guerrero. Esto puede explicarse
principalmente porque el caso de Ayotzinapa se inscribe en el monopolio de la
violencia legítima e ilegítima que el Estado mexicano ha ejercido
invariablemente a pesar de las discontinuidades políticas entre sus gobiernos.
Así lo nota Carlos Montemayor en su libro póstumo La violencia de Estado en
México. Antes y después de 1968 (2010): la violencia de Estado en los
movimientos sociales mexicanos del siglo XX se desplegó en una amplia gama de
regiones y sectores sociales tanto en los contextos de prevención, contención,
represión o persecución de procesos de inconformidad social, como en su
canalización contra núcleos sociales vulnerables, sectores gremiales, regiones
aisladas, comarcas, partidos políticos, movimientos subversivos,
manifestaciones populares.
Entre
Tlatelolco, el Jueves de Corpus y Ayotzinapa median importantes matices
políticos, pero el crimen de Estado opera de modos análogos. No obstante, al
volver al contexto histórico que separa a la novela y el presente de
Ayotzinapa, dos diferencias surgen de inmediato: el gobernador de Capila en la
novela de Sada no sólo no renuncia a su cargo –como sí lo hizo Ángel Aguirre,
el gobernador de Guerrero– sino que castiga al pueblo entero hasta orillar a
sus habitantes al exilio. La novela de Sada responde así con precisión a una
etapa anterior de la historia del Estado mexicano: los últimos años de los
represivos gobiernos del PRI. A eso se debe que en la lógica de la novela
resulte verosímil que el gobierno estatal, protegido en la impunidad absoluta y
sin la desbordante información que hacen circular ahora las redes sociales en
internet, permita entregar los cadáveres de la masacre a sus familiares y
después decida mejor destruir al pueblo entero.
Como
lo ha estudiado ampliamente el sociólogo Luis Astorga, el Estado policial del
PRI fue gradualmente desmantelado y reemplazado por los gobiernos de la
supuesta alternancia democrática sin una clara política antidrogas. La ausencia
de una estrategia federal permitió la asimilación del narco a estructuras de
poder locales consolidadas entre gobernadores, procuradurías estatales y
empresarios en estados como Tamaulipas, Chihuahua, Michoacán, y desde luego,
Guerrero. En ese contexto, cuando Daniel Sada vuelve a escribir sobre la
violencia y el poder oficial, el país se encuentra en medio de la llamada
“guerra” contra el narco emprendida por el presidente Calderón, que puede
entenderse como el fallido intento por recobrar la soberanía del Estado sobre
el narco que el PRI detentó durante décadas.
Con
su novela póstuma El lenguaje del juego (2012), Sada posiciona al lenguaje
mismo como el dispositivo esencial que vuelve legible el fenómeno, es decir,
siguiendo al filósofo francés Jacques Rancière, el lenguaje como la verdadera
plataforma que condiciona lo que se dice y lo que se ve del narco. En la serie
de televisión estadunidense The Wire, la palabra juego (“game”) designa al
circuito de distribución y venta de droga que directa o indirectamente se
integra a las redes de poder de la clase política, empresarial y policial de la
ciudad de Baltimore. En la novela de Sada, ese juego parece indistintamente
político y criminal, en el cual los caciques locales comercian con droga entre
otros negocios al amparo del poder oficial, local y federal. El lenguaje
construye aquí una realidad que determina las condiciones del juego, o dicho de
otro modo, las reglas de enunciación del narco que crean la ilusión de
comprender las causas de la violencia.
La
novela ocurre en el imaginario pueblo norteño de San Gregorio, cuya
pronunciación continua –sangre-gorio– cobra sentido cuando se convierte en el
epicentro de una sangrienta guerra entre grupos criminales que se identifican
de inmediato como “cárteles”. Los primeros brotes de violencia escalan
repentinamente tras el asesinato del presidente municipal, homicidio que ocurre
justo después de que el ejército federal había ocupado la zona varias semanas.
Vale la pena detenerse en un pasaje significativo:
“Ya
de por sí se obviaba que un cártel poderoso tenía la pretensión de adueñarse de
ipso de ese pueblo con visos de ciudad, que porque les cuadraba reteharto. […]
Bien visto ese lugar, pronto llegaría a ser un centro fabuloso para traer,
guardar y distribuir droga. […] y teniendo esos jijos al nuevo presidente de su
lado, pues, ¡claro!, más fácil todavía. ¿Quién sería el interino? Alguien que
ellos nombraran, por supuesto […] Extensa conjetura no tan desatinada.”
Como
ocurre con todas las novelas de Sada, la voz narrativa funciona como un
personaje más que contribuye a producir el sentido general de la trama pero
también a desestabilizarlo. En la cita anterior, se “obviaba” que un nuevo
“cártel” será respaldado por el nuevo presidente municipal que los narcos
mismos nombrarían. La “extensa conjetura”, como la llama el narrador, coincide
al nivel del lenguaje con la narrativa oficial del narco que el gobierno de
Calderón defendió hasta el final de
su sexenio: poderosos cárteles
luchan entre sí por el control de plazas valiosas para el tráfico de drogas. En
la novela de Sada, ese es el lenguaje del juego. La acción misma, sin embargo,
muestra a los lectores una realidad distinta: en el polvoriento e
insignificante San Gregorio la ocupación del ejército precedió a la
confrontación entre dos grupos criminales. En medio de la guerra, los supuestos
“cárteles” designan a dos organizaciones armadas que se atacan entre sí
mientras que el ejército permanece como un observador pasivo, como esperando el
resultado de esa confrontación para continuar con el “juego”. Y así, como anota
Juan Villoro, en la novela de Sada “sobrevienen intrincadas peripecias donde
todos los partidos políticos, la Iglesia, la policía y las familias fomentan el
delito”.
Las
represiones políticas perpetradas por el PRI fueron narradas durante la segunda
mitad del siglo XX por escritores como Elena Poniatowska en La noche de
Tlatelolco (1971), Vicente Leñero en Los periodistas (1978) y Víctor Hugo
Rascón Banda en Contrabando (2008), quienes consiguieron articular una crítica
efectiva de la violencia de Estado. Junto a estas obras, resulta crucial
también releer la apasionada denuncia que Carlos Montemayor consiguió
transmitir en Guerra en el paraíso (1991) para consignar los crímenes que el
gobierno federal cometió para exterminar a la guerrilla del profesor normalista
Lucio Cabañas. Nuestra literatura actual tiene ahora la enorme tarea de retomar
el legado crítico de la literatura mexicana ante la nueva emergencia en el
estado de Guerrero para someter a un examen simbólico los bordes criminales del
poder oficial.
En
esa dirección, volvamos a la primera página de Porque parece mentira, la verdad
nunca se sabe para observar el trayecto de ese terrible camión que reparte los
cadáveres de las víctimas del Estado. Quince años después de la publicación de
la novela de Sada, nos inquieta leer que la trama comienza justamente cuando
los cuerpos ultrajados por la impunidad y la indiferencia son devueltos a sus
familiares. Entre el horror de esa brutal masacre imaginaria hubo todavía
personajes que sintieron el básico deber de entregar los muertos a sus deudos.
En el presente real del Estado mexicano, nadie ha sido aún capaz de ese mínimo
gesto de humanidad que por ahora sólo parece posible en las páginas de una
novela. Esperemos en tanto que en alguna parte de México alguien haya por fin
comenzado a narrar nuestra nueva realidad.
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