Cuba
y los espejismos de la libertad/ Mario Vargas LLosa
El
País |28 de diciembre de 2014
El
restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos después
de más de medio siglo y la posibilidad del levantamiento del embargo
norteamericano ha sido recibido con beneplácito en Europa y América Latina. Y,
en el propio Estados Unidos, las encuestas dicen que una mayoría de ciudadanos
también lo aprueba, aunque los republicanos lo objeten. El exilio cubano está
dividido; en tanto que entre las viejas generaciones prevalece el rechazo, las
nuevas ven en esta medida un apaciguamiento del que podría derivarse una mayor
apertura del régimen y hasta su democratización. En todo caso, hay un consenso
de que, en palabras del presidente Obama, “el embargo fue un fracaso”.
La
lectura optimista de este acuerdo presupone que se levante el embargo,
conjetura todavía incierta, pues esta decisión depende del Congreso que dominan
los republicanos. Pero, si se levantara, sostiene esta tesis, el aumento de los
intercambios turísticos y comerciales, la inversión de capitales
estadounidenses en la isla y el desarrollo económico consiguiente irían
flexibilizando cada vez más al régimen castrista y llevándolo a hacer mayores
concesiones a la libertad económica, de lo que, tarde o temprano, resultaría
una apertura política y la democracia. Indicio de este futuro promisor sería el
hecho de que, al mismo tiempo que Raúl Castro anunciaba la buena nueva, 53
presos políticos cubanos salían en libertad.
Como
hemos vivido en las últimas décadas toda clase de fenómenos sociales y
políticos extraordinarios, nada parece ya imposible en nuestro tiempo y, acaso,
todo aquello podría ocurrir. Sería el único caso en la historia de un régimen
comunista que renuncia al comunismo y elige la democracia gracias al desarrollo
económico y la mejora del nivel de vida de sus ciudadanos debido a la
aplicación de políticas de mercado. El fabuloso crecimiento de China no ha
traído la delicuescencia del totalitarismo político sino más bien, como acaban
de experimentar los estudiantes de Hong Kong, su reforzamiento. Lo mismo se
podría decir de Vietnam, donde la adopción de ese anómalo modelo —el
capitalismo comunista— a la vez que ha impulsado una prosperidad indiscutible
no ha mermado la dureza del régimen de partido único y la persecución de toda
forma de disidencia. El desplome de la Unión Soviética y sus satélites
centroeuropeos no fue obra del progreso económico sino de lo contrario: el
fracaso del estatismo y el colectivismo que llevó esa sociedad a la ruina y al
caos. ¿Podría ser Cuba la excepción a la regla, como espera la mayoría de los
cubanos y entre ellos muchos críticos y resistentes del régimen castrista? Hay
que desearlo, desde luego, pero no creer ingenuamente que ello está ya escrito
en las estrellas y será inevitable y automático.
Las
dictaduras no caen nunca gracias a la bonanza económica sino a su ineptitud
para satisfacer las más elementales necesidades de la población y a que ésta,
en un momento dado, se moviliza en contra de la asfixia política y la pobreza,
descree en las instituciones y pierde las ilusiones que han sostenido al
régimen. Aunque el medio siglo y pico de dictadura que padece Cuba ha visto
aparecer en su seno opositores heroicos, por el desamparo con que se
enfrentaban a la cárcel, la tortura o la muerte, la verdad es que, porque la
eficacia de la represión lo impedía o porque las reformas de la revolución en
los campos de la educación, la medicina y el trabajo habían traído mejoras
reales en la condición de vida de los más pobres y adormecían su deseo de
libertad, el régimen castrista no ha tenido una oposición masiva en este medio
siglo; sólo una merma discreta del apoyo casi generalizado con que contó al
principio y que, con el empobrecimiento progresivo y la cerrazón política, se
ha convertido en resignación y el sueño de la fuga a las costas de la Florida.
No es de extrañar que, para quienes habían perdido las esperanzas, la apertura
de relaciones diplomáticas y comerciales con Estados Unidos y la perspectiva de
millones de turistas dispuestos a gastar sus dólares y de empresarios y
comerciantes decididos a invertir y a crear empleos por toda la isla, haya sido
exaltante, la ilusión de un nuevo despertar.
Raúl
Castro, más pragmático que su hermano, parece haber comprendido que Cuba no
puede seguir viviendo de las dádivas petroleras de Venezuela, muy amenazadas
desde la caída brutal de los precios del oro negro y del desbarajuste en que se
debate el Gobierno de Maduro. Y que la única posible supervivencia a largo
plazo de su régimen es una cierta distensión y un acomodo con Estados Unidos.
Esto está en marcha. El designio del Gobierno cubano es, sin duda —siguiendo el
modelo chino o vietnamita—, abrir la economía, un sector de ella por lo menos,
al mercado y a la empresa privada, de modo que se eleven los niveles de vida,
se cree empleo, se desarrolle el turismo, al mismo tiempo que en el campo
político se mantiene el monolitismo y la mano dura para quien aliente
aspiraciones democráticas. ¿Puede funcionar? A corto plazo, sin ninguna duda, y
siempre que el embargo se levante.
A
mediano o largo plazo no es muy seguro. La apertura económica y los
intercambios crecientes van a contaminar a la isla de una información y unos
modelos culturales e institucionales de las sociedades abiertas que contrastan
de manera espectacular con los que el comunismo impone en la isla, algo que,
más pronto o más tarde, alentará la oposición interna. Y, a diferencia de China
o Vietnam, que están muy lejos, Cuba está en el corazón del Occidente y rodeada
por países que, unos más y otros menos, participan de la cultura de la
libertad. Es inevitable que ella termine por infiltrarse sobre todo en las
capas más ilustradas de la sociedad. ¿Estará Cuba en condiciones de resistir
esta presión democrática y libertaria, como lo hacen China y Vietnam?
Mi
esperanza es que no, que el castrismo haya perdido del todo la fuerza
ideológica que tuvo en un principio y que en todos estos años se ha convertido
en mera retórica, una propaganda en la que es improbable que crean incluso los
dirigentes de la Revolución. La desaparición de los hermanos Castro y de los
veteranos de la Revolución, que ahora ejercitan todavía el control del país, y
la asunción de los puestos de mando por las nuevas generaciones, menos
ideológicas y más pragmáticas, podrían facilitar aquella transición pacífica
que auguran quienes celebran con entusiasmo el fin del embargo.
¿Hay
razones para compartir este entusiasmo? A largo plazo, tal vez. A corto, no.
Porque en lo inmediato quien saca más provecho del nuevo estado de cosas es el
Gobierno cubano: Estados Unidos reconoce que se equivocó intentando rendir a
Cuba mediante una cuarentena económica (el bloqueo criminal) y ahora va a
contribuir con sus turistas, sus dólares y sus empresas a levantar la economía
de la isla, a reducir la pobreza, a crear empleo; en otras palabras, a
apuntalar al régimen castrista. Si Obama visita Cuba será recibido con todos
los honores, tanto por los opositores como por el Gobierno.
No
es para alegrarse desde el punto de vista de la democracia y de la libertad.
Pero la verdad es que ésta no era, no es, una opción realista en este preciso
momento de la historia de Cuba. La elección era entre que Cuba continuara
empobreciéndose y los cubanos siguieran sumergidos en el oscurantismo, el
aislamiento informativo y la incertidumbre; o que, gracias a este acuerdo con
Estados Unidos, y siempre que termine el embargo, su futuro inmediato se aligere,
gocen de mejores oportunidades económicas, se les abran mayores vías de
comunicación con el resto del mundo, y, —si se portan bien y no incurren por
ejemplo en las extravagancias de los estudiantes hongkoneses— puedan hasta
gozar de una cierta apertura política. Aunque a regañadientes, yo también
elegiría esta segunda opción.
Época
confusa la nuestra en la que ocurren ciertas cosas que nos hacen añorar
aquellos tensos años de la guerra fría, donde al menos era muy claro elegir,
pues se trataba de optar “entre la libertad y el miedo” (para citar el libro de
Germán Arciniegas). Ahora la elección es mucho más arriesgada porque hay que
elegir entre lo menos malo y lo menos bueno, cuyas fronteras no son nada claras
sino escurridizas y volubles. Resumiendo: me alegro de que el acuerdo entre
Obama y Raúl Castro pueda hacer más respirable y esperanzada la vida de los
cubanos, pero me entristece pensar que ello podría alejar todavía un buen
número de años más la recuperación de su libertad.
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