A
los Reyes Magos sin acritud/Gregorio Morán
La
Vanguardia | 3 de enero de 2015..
Las
únicas cartas dirigidas “a Sus Majestades los Reyes” que he escrito en mi vida
fueron a los Magos. Siempre he guardado un recuerdo admirado de aquellos
personajes legendarios que convertían la vida cotidiana, sórdida y vulgar hasta
el hartazgo, en unos días de ansiedad gozosa. Fueron ustedes los personajes de
ficción más maravillosos de nuestra existencia, sin ninguna duda. Y lo fueron
hasta tal punto que, si bien ejercían una función muy similar a la de los Reyes
monárquicos, es decir, que jamás cumplían lo que prometían sino una parte
ínfima de lo que los niños solicitábamos, la felicidad que nos producían los
regalos no pedidos compensaba la decepción.
Ahora
que están ustedes en ese punto irremisible de disolverse en las listas del paro
no puedo menos que escribirles una carta sin nostalgia ni melancolía, sólo por
respeto a su función social. Ustedes, en su condición de Reyes Magos, aportaron
más a los niños españoles que las variadas monarquías tituladas que hemos
sufrido durante siglos. Pero todo se acaba, y ahora que les quedan muy pocos
años de supervivencia, agobiados por la posmodernidad de los árboles de Navidad
y demás zarandajas de la ávida mercadotecnia, no quisiera dejar de hacerles el
homenaje que se merecen.
Jodido
lo tienen para superar el presente. Cuando más del 30 % de los niños españoles
menores de once años cuenta con móviles, ¿qué carajo pintan ustedes?, ¿quién
les va a escribir una carta? Dudo mucho que un chaval de esa edad sepa hoy
escribir una carta que no sea un watsap en lenguaje de criptograma, idóneo
tanto para borregos como para superferolíticos expertos en nuevas tecnologías.
Procedimiento muy alabado por los simples, que lo han convertido en adición.
Son
mutaciones irreversibles y por tanto carece de sentido ponerse a redactar la
carta a Sus Majestades los Reyes Magos que solíamos escribir esforzándonos en
que fuera con una letra redondilla, o lo menos parecido a la horrenda
caligrafía con la que solíamos entendernos. Se acabaron las cartas, Majestades,
ahora el género epistolar tiene el mismo valor que las armaduras medievales o
los versos aconsonantados; provocan conmiseración cuando no hilaridad. En
apenas 40 años nuestra sociedad ha dado un triple salto mortal y aún no sabe
dónde ha caído. Está cayendo. Lleva cayendo desde hace una década y por más que
se esfuerza en asentar los pies, continua en el aire.
Vistos
en perspectiva, Majestades, nuestras cartas de antaño partían de algo tan claro
como la vida misma: la diferencia entre deseos y realidades. Nosotros pedíamos
y los intermediarios paternos lo convertían en posible. Seamos orgullosos de
nuestra infancia, nosotros solicitábamos lo imposible y la mañana del 6 de
enero nos encontrábamos con lo factible. Hoy habría centenares de expertos psicólogos
e incluso filósofos –género que últimamente se ha vuelto tan utilitario como
las tiendas de recambios para automóviles– que hubieran construido una teoría
sobre la formación de los niños y lo benéfico de ir acostumbrándonos a asumir
la frustración: una cosa es pedir y otra dar trigo. Refrán castellano de Tierra
de Campos de gran utilidad en los tiempos de la informática.
Permítanme,
sus Majestades, incidir en un rasgo trascendental de esa diferencia entre el
pedir y el conceder. Está en el valor que tenía el carbón. Nadie incluía el
castigo del carbón en sus solicitudes, pero era esa una gracia otorgada a los
Reyes Magos y que nos mantenía en vilo. La bondad o la maldad de nuestro
comportamiento se medían en carbón; la aparición del carbón, por más que fuera
dulce y acaramelado, se traducía en el reconocimiento de nuestras perversidades
ingenuas de infantes sin destetar de la vida. (Hay dos destetes, o al menos
antes los había; el que intuyes cuando te retiran el pezón materno y el que
sufres cuando se caen a pedazos las pretensiones de tu ambición). Ustedes,
Majestades, en su papel de padres emboscados, no estaban para zarandajas. Si no
había numerario para cumplir lo demandado siempre se recurría al carbón. En vez
de reconocer sus penurias lo achacaban a nuestras malandanzas.
No
recuerdo ningún relato literario español de fuste que se adentre en ustedes,
los Reyes Magos, y en verdad que no conozco un solo autor, como mínimo de mi
quinta, que no haya vivido intensamente y en mayor medida que la magdalena de
Proust, lo que eso significó para su adolescencia. Es tan abundante como
modesta nuestra literatura sobre la infancia de posguerra, como si hubiera un
temor a revelar su brutalidad y su candidez en un mundo poblado de asesinos
institucionales. Por ejemplo, el electricista que se encargaba de las chapuzas
domésticas había matado a tantos rojos que cuando dejé de mandarles cartas a
Uds., los Reyes Magos del cuento, no me cabía en la cabeza que tipo tan
simpático y jovial pudiera ser un paseador de republicanos en las cunetas de
Oviedo. El practicante que nos ponía las inyecciones, con una delicadeza aún
hoy inolvidable, era un candidato permanente a la cárcel por sus inclinaciones
izquierdistas, que te miraba con una ternura de víctima, casi de complicidad.
Majestades,
eso no aparecía en las cartas, pero de haberlas conservado seguro que saldrían
entre líneas. Ni un reproche, ni un mohín desdeñoso a vosotros, humildes y
dignos payasos inexistentes fuera de nuestra imaginación de ansiosos de verdad.
Crecimos con la mentira más hermosa de cuantas asumimos nunca, la de que había
tres Reyes dadivosos, variados y llamativos, que en Asturias se sumaban a un
insólito personaje, un edecán excéntrico y mágico entre magos, del que no se
sabía nada salvo su predisposición al halago y la munificencia, maravilloso
tipo salido de no se sabía dónde, pero cuyo nombre denotaba atención y
benevolencia hacia los niños, el príncipe Aliatar, el conseguidor. Sin
enterarnos, permítanme la broma, ya estábamos alimentando al comisionista que
tan importante habría de ser en la historia de nuestra edad adulta.
¿Alguien
se imagina una carta a los Reyes Magos de Oriente, los que engañan alegremente
a la gente, contando nuestras exigencias de caballeros antiguos con más arrugas
que un chaquetón y menos alegres que un funcionario de prisiones? Se acabó. Sus
viejas Majestades están disueltas en los grandes almacenes, en un cartón piedra
que no engaña ni a los niños avispados del móvil y sus múltiples aplicaciones.
No
sé si se acabó la edad de la inocencia, si es que existió alguna vez y no se
trataba de la candidez que nos confundía. Se acabó el año siniestro de 2014,
del que me temo que muchos borrarán de sus vidas como un pésimo sueño en el que
se mezclarán los viajes a Andorra con los de Ítaca, una ficción más perversa
que nuestro Aliatar. Porque tengo para mí que el año recién finiquitado será
como un lunar, una verruga con peligro de metástasis. Nadie imaginó, Majestades
mágicas, que llegaríamos tan lejos en nuestra ambición y que nos quedáramos tan
cerca de nuestras miserias. Quizá porque lo más penoso de las ilusiones es
descubrir que no son tales, sino vulgar negocio de los derrotados en su última
oportunidad de hacer fortuna.
Un
año para borrarlo, Majestades mágicas, que se cierra ante otro cargado de
incógnitas que sólo los zahoríes del desparpajo aciertan en considerar decisivo
para nuestra historia. Y me cabe la audacia de pedir, ahora que no se escriben
cartas, sino correos electrónicos, que con todo el respeto alguien exija que volvamos
a pensar como ciudadanos y que dejemos las frivolidades de los trenes
eléctricos, los scalextrics, los robots y las consolas para descerebrados. En
fin, todo eso que nos han ido echando encima desde que descubrimos que antes
que ciudadanos somos consumidores, y que por tanto pertenecemos voluntariamente
a compañías empresariales más que a grupos sociales dignos. Quizá, en la
conciencia rebotada de que las cartas a los Reyes Magos fueron la primera
reivindicación de nuestra ansia de progreso. Ser niños felices, al menos una
mañana de enero.
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