¿De
dónde salen los yihadistas?/Guy Sorman
ABC
| 4 de abril de 2016..
A
la proliferación de los atentados perpetrados por los autodenominados
yihadistas se suma la confusión a la hora de analizar los hechos: la mayoría de
los europeos desconoce la complejidad de los mundos musulmanes. Es algo que no
se nos puede reprochar, si se tiene en cuenta que los estadounidenses que se
lanzaron a la conquista de Irak en 2003 apenas sabían distinguir entre el
chiísmo y el sunismo. Y esta no es más que una de las divisiones del islam, que
posee una diversidad infinita. Si lo comparásemos con el mundo cristiano, se
parecería más, por su falta de organización, al protestantismo que al
catolicismo. El islam no tiene un jefe espiritual, salvo el del chiísmo, que es
heredero tanto del Imperio Persa como de Mahoma.
Hablar
del islam en general no tiene sentido y, como ha escrito Jacques Berque,
traductor del Corán al francés, «el islam es aquello que los musulmanes hacen
de él». Cada musulmán que se define como tal entabla una relación directa con
Dios, con la intermediación del Corán; existen, por tanto, tantas
interpretaciones –ya que es un libro complejo– como fieles. Estos,
evidentemente, se impregnan de la cultura local, de su historia, es decir, de
las prácticas anteriores a la revelación profética.
En
consecuencia, se da la circunstancia de que algunos musulmanes entienden el
islam como una civilización más que como una religión: son muchos los
intelectuales turcos que se declaran ateos, pero pertenecientes a la
civilización islámica. Un sondeo reciente de Gallup International (2012) revela
que hay gente que se declara atea en países que suponemos devotos, como Arabia
Saudí, Afganistán y Egipto. El ateísmo no es exclusivo del mundo cristiano, y
el cristianismo es también una civilización y una religión. Quienes conocen El
Cairo, Dakar, Yakarta o incluso Yeda saben que los viernes las mezquitas son
más frecuentadas que las iglesias en Europa, pero que las grandes tiendas y los
restaurantes también lo son. La urbanización y la modernidad tienden a
disgregar la fe, tanto en el mundo musulmán como en Occidente. Pero, en mi
opinión, la diversidad es sobre todo cultural.
Un
famoso predicador indonesio (Indonesia es el país musulmán más grande del
mundo), Abdurrahman Wahid, más conocido por el nombre de Gus Dur (1940-2009),
que seducía a las multitudes contando historias salaces, me comentaba en una
ocasión: «¡Pobres árabes! Viven inmersos en la nostalgia del pasado, de aquella
era dorada en la que dominaban Occidente, y no aspiran más que a volver a ella
mientras miran por el retrovisor. Sin embargo, para nosotros, los indonesios,
el pasado fue miserable y pagano: nosotros miramos hacia delante». No todos los
árabes estarán de acuerdo, pero la distinción entre el islam árabe y el no
árabe es fundamental. La versión suní, la más absolutista, coincide con el
territorio del pueblo árabe y de sus conquistas.
Al
este del Indo, adonde no llegaron los árabes, el islam se propagó no por las
armas, sino por los predicadores y los comerciantes, y se fusionó a menudo con
las prácticas de cada zona. El sufismo, un islam místico e interiorizado,
acompañado de cánticos y danzas, es el predominante en India y Bangladesh,
mientras que es poco conocido en Europa. Estos musulmanes de Asia no tienen
reparos, como Gus Dur, en ironizar sobre las prácticas radicales procedentes
del mundo árabe. El poeta Kabir, que vivió en Benarés durante el siglo XV, es
autor de una estrofa famosa: «Almuecín, ¿por qué gritas tanto cuando llamas a
la oración? ¿Acaso crees que Dios está sordo?». Y lo que es cierto para el
islam de Asia lo es también para el del África subsahariana.
Cuanto
más nos alejamos de la zona de influencia árabe, más se mezcla el islam con los
ritos de cada región. La frase de Gus Dur ilustra el hecho de que los
yihadistas que ponen bombas son tanto árabes como musulmanes y que, en
realidad, todas sus referencias provienen de un pasado en gran medida
imaginario. Por tanto, no es en el Corán donde conviene buscar una explicación
para la violencia neoyihadista, sino en la sociedad contemporánea que ha
engendrado a estos «locos de Dios». La colonización del mundo árabe por parte
de Occidente, el despotismo de los regímenes que lo sucedieron, el fracaso
económico –a excepción del maná del petróleo– y, en el caso de los inmigrantes,
su fallida integración en Europa constituyen las condiciones objetivas del
radicalismo islámico.
Para
frenar este radicalismo, que mata a muchos más musulmanes supuestamente
apóstatas que a occidentales, no se debe demonizar el islam en sí, una noción
que no significa nada, sino conocerlo mejor. A continuación, conviene
preguntarse por el caldo de cultivo social de este radicalismo: ¿no se ha
equivocado Occidente, una y otra vez, al recibir a una inmigración en masa a la
que luego no ha educado ni integrado, y al apoyar en el mundo árabe a los
déspotas más que a los demócratas? La erradicación del terror pasa por medidas
policiales inmediatas, pero también por una reflexión a largo plazo sobre las
causas objetivas y poco teológicas de este neoyihadismo.
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