Arzobispo
de Guadalajara y Presidente de la CEM
Señores
Cardenales,
Señores
Arzobispos y Obispos,
Sacedotes,
religiosos, religiosas
y
fieles cristianos Laicos:
Los
Obispos de México nos hemos dado cita en la Casa de la Nuestra Madre, Nuestra
Señora de Guadalupe para agradecer el servicio apostólico de nuestro apreciado
Señor Nuncio; y para encomendarlo en el nuevo servicio que el Papa Francisco le
ha confiado.
La
harina de la gratitud y el aceite del reconocimiento llenan hoy la tinaja y la
vasija que ofrecemos a nuestro Dios, por los años que usted, excelentísimo
señor Nuncio hizo presente en nuestra patria al sucesor de Pedro.
Este
singular ministerio lo ha cumplido desde una profunda comprensión de la
novedosa realidad del mundo contemporáneo, de la compleja realidad de México, y
particularmente desde su especial sensibilidad para entender y asumir a la
Iglesia que peregrina en este suelo con todas sus posibilidades y limitaciones,
con sus oportunidades y amenazas, en el entorno difícil pero esperanzador de
nuestros tiempos.
En
este empeño pastoral de su ministerio hemos podido apreciar con honda satisfacción
y provecho su cotidiano esfuerzo por el fortalecimiento de la comunión del
episcopado mexicano con el Sucesor de Pedro y su Magisterio, al mismo tiempo su
empeño en favor de la genuina colegialidad entre nosotros mismos, obispos
puestos por Dios al frente de tan diversas iglesias, desde una actitud siempre
respetuosa y amable.
Así
mismo valoramos su acción responsable, solícita y oportuna en la propuesta para
el nombramiento de nuevos obispos y en la provisión de las diócesis.
Su
presencia serena y atenta en nuestras periódicas asambleas, su permanente
disponibilidad y apertura para el diálogo fraterno, son signos invaluables de
una representación apostólica propia de los nuevos tiempos.
En
efecto, a lo largo de estos nueve años, hemos comprobado en innumerables
ocasiones el compromiso pastoral del Nuncio Apostólico, no solamente al recibir
en su casa a obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles laicos, a
organismos civiles y apostólicos, a los representantes de la vida económica, cultural,
académica y política del país, sino sobre todo en su “actitud de salida”, en
ese constante viajar para hacerse cercano aún en las regiones más
lejanas de nuestra geografía, y también de nuestra cultura católica; su agenda
nos ha señalado con claridad esas periferias físicas y existenciales a las cuales debemos atender
con el mismo entusiasmo evangélico que nos comunica el Santo Padre.
De
igual manera apreciamos y reconocemos ese servicio destacado y acucioso que
permitió a nuestro país recibir al vicario de Cristo, en la persona del Papa
Benedicto XVI, primero, y recientemente a nuestro actual Pontífice, el Papa
Francisco.
Fueron
jornadas preparatorias intensas, donde los detalles y el conjunto se
equilibraron armonizando a los diversos actores y sectores involucrados.
Gracias a este esfuerzo tantas veces extenuante, las visitas “del Papa” dejaron
en la mente y en el corazón de los mexicanos una experiencia invaluable, que
desde luego, debemos recuperar, para pasar así de la emotividad del momento al
compromiso serio, como usted mismo nos decía, compromiso “en la edificación de
una iglesia más organizada y unida, más vigorosa, más evangelizada y
evangelizadora, más en comunión y para la comunión”.
Al
enumerar, tan sólo estas acciones, constatamos que en la vida de un discípulo
de Cristo, que sirve al Reino como Nuncio, se cumple la palabra del Señor, “
que de igual manera brille la luz de ustedes ante los hombres, para que viendo
las buenas obras que ustedes hacen den gloria a su Padre que está en los
cielos”.
La
vida de quienes han sido llamados al ministerio apostólico está marcada por el
permanente envío profético, que implica denunciar y anunciar, en los nuevos
horizontes que el Espíritu Santo abre al apóstol y a los que debe atender.
Es
este mismo Espíritu, quién ahora le envía a usted Sr. Nuncio, a otras regiones
del mundo y de la cultura, indicándole como al profeta Elías, que todavía tiene
más camino que recorrer. Mientras que a nosotros como obispos nos refrenda
nuestro compromiso con la propuesta pastoral que el Papa Francisco viene
haciendo a toda la Iglesia, propuesta que usted, en nuestra reciente asamblea,
nos delineó de manera tan clara y objetiva.
Ciertamente
que con el pasar del tiempo hemos podido entender que ha surgido ante nuestros
ojos una nueva civilización de carácter intensamente secular, que su impacto en
nuestro país está generando ya desde hace algunos años situaciones inéditas,
modificando la forma de pensar, sentir, creer
y vivir de la sociedad, mostrando nuevas necesidades y aspiraciones,
incluso una nueva sensibilidad religiosa que ya no se ajusta con nuestras
respuestas; somos conscientes de las graves consecuencias que esta novedad
produce, y el modo en que a su vez explica la diversidad de retos que
enfrentamos.
Sabemos
que nuestro ministerio sólo tiene sentido si somos capaces de conservar el
sabor de la sal de Cristo en la vida y la acción diaria de nuestras iglesias
particulares; sabemos, también, que esta vocación exige una renovación profunda
de nuestra espiritualidad, a fin de que los demás vean en nuestra mirada “que
hemos visto al Señor”, como nos recordara el Santo Padre en su reciente visita
pastoral a México.
Como
cristianos somos todos luz del mundo, pero los tiempos que corren nos invitan a
revisar con mucha seriedad no solamente si hemos ocultado o manifestado esa luz
según los criterios del propio Evangelio, sino también en qué tipo de
candeleros la hemos estado poniendo.
La
luz de Cristo sólo brilla a través de las buenas obras, nos ha recordado hoy el
Evangelio de Mateo, y parte fundamental de esas buenas obras en el momento
presente incluyen la construcción de un “modelo profundamente solidario y
reconciliador de culturas y realidades globales”, como usted, señor Nuncio, nos
lo decía en la asamblea de Pascua.
Construir
un nuevo modelo de Iglesia que fortalezca en ella su capacidad original de
fecundar con la luz del Evangelio todas las realidades del hombre y del mundo,
es un reto extraordinario pues nos exige una verdadera conversión del ser y del
quehacer de la Iglesia en México, que debe comenzar desde la misma organización
interna de la Conferencia del Episcopado, para que como también usted nos
señalaba, “avancemos en la eficacia del servicio” que estamos llamados
aprestar.
Esta
renovación, lo sabemos con claridad, no deberá quedarse en lo meramente
administrativo y estructural, tenemos que ir “mar adentro”, restaurar la
espiritualidad viva y operante de la Iglesia de Cristo, para que sus acciones
pastorales sean realmente transformadoras y comuniquen la vida nueva del
Evangelio.
Nuestras
periferias han crecido, queremos nuevamente aprender a mirarlas, con la mirada
de María Santísima, que nos enseña a mirar a aquello y a aquellos a los que
nadie quiere ver, como en este mismo sitio nos recordara su santidad, el Papa
Francisco.
Estimado
señor Nuncio, volviendo de nuevo al texto de Elías, queremos decirle que ha
llegado el momento de un nuevo éxodo, pero por la experiencia de fe que con
usted hemos compartido y por el testimonio que nos ha dado, sabemos que a donde
usted vaya ni se vaciará la tinaja de la harina del compromiso pastoral, ni se
agotará la vasija del aceite de la fraternidad episcopal, que tanto
distinguieron su presencia entre nosotros.
Es
el tiempo de llevar la luz del Señor a otras latitudes, unidos en comunión
oramos por usted y por el nuevo servicio que se dispone a prestar, que Cristo,
Sumo y Eterno Sacerdote lo halle fiel en el cumplimiento del ministerioo
recibido y que la permanente intercesión de María de Guadalupe, Emperatriz de
América, lo acompañe.
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