Despedida
de S.E.R.
Mons. Christophe Pierre
Nuncio
Apostólico en México
A
los miembros de la Conferencia Episcopal Mexicana
(Basílica
de N.S. de Guadalupe, México, D.F., 7 de junio de 2016)
Eminentísimos
Señores Cardenales, Excelentísimos Señores Arzobispos y Obispos. Hermanas y
hermanos todos.
Uno
de los primeros actos que llevé a cabo al iniciar mi misión como Representante
Pontificio en México, fue visitar esta “casa” de Santa María de Guadalupe para
postrarme a los pies de la Morenita, para rendirle homenaje y para implorar su
maternal bendición sobre mi persona y las actividades que estaría llamado a
realizar aquí.
En
esa feliz circunstancia, al igual que ahora me acompañaban Obispos, sacerdotes,
consagrados y hermanos laicos del Pueblo de Dios, que como entonces hacía yo,
venían a “dejarse mirar” por la Madre. A aquella primera vez siguieron otras
muchas.
Y
hoy, a distancia de 9 años, antes de dejar el País estoy felizmente de nuevo
aquí, gracias también a la iniciativa que Usted, Señor Cardenal Robles Ortega,
junto con los miembros de la Conferencia Episcopal han tenido para que fuera
precisamente ante la mirada de la Morenita, que pudiéramos decirnos: ¡gracias y
hasta luego!
Un
gracias que ante todo quiero expresar a Dios, pues ha sido mucho lo Él que me
ha permitido vivir y compartir con ustedes a lo largo de estos años en los que
intenté hacer manifiesta, ante la Iglesia y el Estado, la presencia solícita,
al principio, del Papa emérito Benedicto XVI, y luego del Papa Francisco, a
quien desde aquí y en este momento va nuestro pensamiento filial y nuestra
plegaria.
Pero
mi gracias quiero también susurrarlo, de manera particular, a María. Decirle
esa palabra breve, sencilla, común, pero densa de reconocimiento y de amor:
¡Gracias! ¡Gracias Santa María de Guadalupe! Y, ¡gracias también a ti, Iglesia
que peregrinas en México custodiada siempre por María! ¡Gracias a ustedes,
hermanos en el Episcopado: cardenales, arzobispos, obispos residenciales,
Prelados, Auxiliares y Eméritos! ¡Gracias a los sacerdotes, religiosos,
religiosas y miembros todos del Pueblo de Dios! ¡Gracias por haberme permitido
trabajar con ustedes, sufrir y gozar con ustedes, caminar y rezar con ustedes!,
y por haber considerado la Nunciatura Apostólica como lo que es: ¡su casa!,
desde la que pudimos estrechar relaciones de amistad, de fraternidad y
cooperación.
Hoy,
en cierto modo nuestros caminos se separan: ustedes aquí, y yo, en los Estados
Unidos de América. Una lejanía física que, sin embargo, gracias al misterio de
la comunión que anima y hace a la Iglesia, ni afectará nuestra cercanía
espiritual ni entorpecerá nuestra carrera común hacia la meta definitiva que es
Cristo Jesús. Carrera común en la que nos acompaña constantemente la protección
de la Virgen María; a lo largo del cual nos sostiene la fuerza poderosa del
Espíritu que vela sobre la Iglesia de Cristo y la mantiene íntegra en su doctrina,
en su unidad y en su santidad; en el que siempre nos alienta la Palabra de
Jesús que sostiene y alimenta en nosotros la fe, la esperanza y la caridad.
Desde
aquel 2007 han transcurrido, y velozmente, nueve años en los que he sido
testigo del caminar y de los extraordinarios eventos que tan hondamente han
marcado a la Iglesia y a la sociedad mexicana. Baste recordar aquí, a título de
ejemplo, la memorable visita pastoral del Papa Benedicto XVI a León y
Guanajuato en marzo del 2012; la Visita “ad limina apostolorum” de los obispos
a la Sede de Pedro, en mayo del 2014; la Visita Pastoral del Papa Francisco a
la Ciudad de México, Ecatepec, Chiapas (Tuxtla Gutiérrez y San Cristóbal de las
Casas), Morelia y Ciudad Juárez, en febrero de este año, y otros muchos, que se
transformaron en verdaderos momentos de gracia que han impulsado el celo
pastoral y misionero de la Iglesia, o también, en oportunidades, para retomar
conciencia de los desafíos que el mundo, el hombre y la sociedad de hoy ponen
ante quienes somos llamados a ser discípulos misioneros de Jesús.
Pasada
la visita del Papa Francisco, la Iglesia en México se encuentra ahora ante el
reto de convertir en realidad, con el esfuerzo y la participación de todos,
-como lo auguraba el mismo Santo Padre desde los primeros discursos
pronunciados en Palacio Nacional y en la Catedral de México-, los legítimos
deseos y expectativas de la sociedad y de la Iglesia.
Y
seguramente el camino de respuesta ha ya comenzado. De suyo, la gente espera y
su espera apremia, convencida de que la visita del Papa Francisco no fue un
simple paréntesis en la vida de México. ¿Qué hay qué hacer, entonces, para que
ella tenga continuidad y veracidad?
Sin
duda es necesario mirar, discernir, reflexionar y asumir en su integridad el Magisterio
del Sucesor de Pedro, desde la óptica del sabio principio de que "el
primer camino de la Iglesia es el hombre". Del hombre, que en la persona
de Jesucristo, Hijo de Dios encarnado, encuentra toda la plenitud de su ser y
el sentido trascendente de su vida. Este es el origen y la motivación profunda
de la constante preocupación de la Iglesia por los problemas que conciernen a
la dignidad del hombre y a las relaciones sociales que marcan un estilo de
convivencia, en el que la persona humana debe ocupar el centro y el destino de
toda labor económica, política, cultural o social. Y lo que hoy está en juego
es el hombre. Su dignidad y felicidad integral. Y la Iglesia tiene el deber de
acompañarlo y de ayudarlo a saber acoger la verdadera libertad, a practicar la
justicia y a vivir la solidaridad.
En
esta perspectiva, permítanme, hermanos Obispos, sacerdotes y consagrados,
testigos todos los días de la sed de Dios de este pueblo, y a ustedes, laicos
de la Iglesia, a no escatimar esfuerzos y voluntad por llevar a la vida, con
creatividad y audacia, el magisterio del Santo Padre Francisco en México. La
realidad demuestra su carácter profético, su vigencia y oportunidad. Y la
historia dará su juicio sobre la respuesta que hayamos logrado ofrecer.
“En
aquel rato a solas con María que me regaló el pueblo mexicano, mirando a
nuestra Señora la Virgen de Guadalupe y dejándome mirar por ella, le pedí por
ustedes”. Son palabras pronunciadas por el Papa Francisco en el contexto de la
Segunda Meditación del 2 de junio pasado, dirigida a los sacerdotes durante el
Retiro Espiritual con motivo de su Jubileo, en Roma, a lo largo de la cual hizo
una especie de “relectura” de la exhortación dirigida aquí, a nosotros, en la
Catedral de México, el 13 de febrero de este año.
Movido
por el testimonio de Papa Francisco, también yo quiero, particularmente hoy,
mirar a nuestra Señora de Guadalupe, dejarme mirar por ella, y pedir por todos
y cada uno de los hijos de la tierra mexicana. Pedirle que jamás deje de
mirarnos con ternura y amor, y que nos ayude a comprender que “la única fuerza
capaz de conquistar el corazón de los hombres es la ternura de Dios. (Que)
Aquello que encanta y atrae, aquello que doblega y vence, aquello que abre y
desencadena, no es la fuerza de los instrumentos o la dureza de la ley, sino la
debilidad omnipotente del amor divino -debilidad omnipotente- que es la fuerza
irresistible de su dulzura y la promesa irreversible de su misericordia
(Discurso a los obispos de México, 13 febrero 2016)”.
Muchas
gracias y, ¡hasta luego!
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