Honduras: el lugar más peligroso del mundo es ahora un poco más seguro/Sonia Nazario es ganadora del premio Pulitzer y autora de La travesía de Enrique: la arriesgada odisea de un niño en busca de su madre.
The
New York Times, 14 de agosto de 2016.
Hace
tres años, Honduras tenía la tasa de homicidios más alta del mundo, mientras
que la ciudad de San Pedro Sula tenía la más alta del país y el vecindario
Rivera Hernández, donde 194 personas fueron asesinadas o apuñaladas a muerte en
2013, tenía la tasa de homicidios más alta de la ciudad. Decenas de miles de
jóvenes hondureños viajaron a Estados Unidos para pedir asilo y alejarse así de
la violencia de las pandillas de narcotraficantes.
Este
verano regresé a Rivera Hernández para encontrarme con una reducción
significativa de la violencia, en gran parte gracias a los programas
instaurados por Estados Unidos, los cuales han ayudado a que los líderes de las
comunidades combatan el crimen. Al tratar la violencia como si fuera una
enfermedad contagiosa y cambiar el ambiente donde se propaga, Estados Unidos no
solo ha ayudado a hacer que estos lugares sean más seguros, sino que también ha
reducido sus propios problemas.
Hace
dos años, cerca de 18.000 niños hondureños que viajaban solos llegaron a la
frontera estadounidense. Ahora los líderes de las comunidades dicen que la
cantidad de jóvenes que se dirigen al norte desde este vecindario se ha
reducido más de la mitad. Honduras ha bajado del primer al tercer lugar entre
los países centroamericanos que envían niños solos a Estados Unidos de manera
ilegal.
Las
inversiones bien pensadas están siendo un éxito en Honduras. Esto contradice
fuertemente a las políticas aislacionistas que cada vez se extienden más en
Estados Unidos. Una encuesta del Pew Research Center realizada en abril halló
que la mayoría de los estadounidenses piensa que su país debería “solucionar
sus propios problemas” mientras los demás enfrentan los suyos “tan bien como
puedan”; ese sentimiento es la base del eslogan “Primero Estados Unidos” y la
campaña “Construyamos un muro” de Donald Trump. Muchos parecen haber perdido la
fe en el poder estadounidense.
El
financiamiento para la prevención de la violencia en Honduras —que este año
costó entre 95 y 110 millones de dólares— también ha sido criticado por parte
de la izquierda. Este verano se presentó en el Congreso un proyecto de ley para
suspender la ayuda destinada a la seguridad de Honduras a causa de la
corrupción y las violaciones a los derechos humanos en ese país. Estas
preocupaciones son legítimas, pero retirar ese apoyo sería un error.
Lo
que de verdad Estados Unidos debe hacer es redoblar la apuesta de los programas
que están funcionando y reproducirlos en otros lugares. Aunque menos niños
estén llegando a Estados Unidos desde Honduras, la cifra total de
centroamericanos podría establecer un récord este año. Lo que está funcionando
en Honduras podría brindar esperanza a Guatemala, El Salvador y otros países en
crisis.
Hasta
hace poco, los padres no dejaban que sus hijos salieran en Rivera Hernández,
por el temor a las seis pandillas que controlaban el enorme vecindario de
150.000 habitantes.
Las
pandillas imponían un toque de queda a las 6 de la tarde. Los cadáveres
aparecían en las calles de tierra por la mañana. La pandilla de la Calle 18
formó un punto de control donde preguntaba a todos los conductores: “¿De dónde
vienes? ¿Adónde vas?”. Le disparaban ahí mismo a quien diera la respuesta
equivocada. Distintas fuentes —entre ellas el Departamento de Estado y la
policía hondureña— me contaron sobre unos pandilleros que jugaban fútbol con la
cabeza decapitada de alguien a quien habían ejecutado.
“Era
como un pueblo fantasma”, dijo Jesús René Maradiaga, un líder de la comunidad.
Le habían disparado a dos de sus hijas; una de ellas murió.
Sin
embargo, ya no es así. En dos años, los homicidios se han reducido en un 62 por
ciento. Un jueves hace poco asistí a la noche de cine que Daniel Pacheco
organiza dos veces al mes. Pacheco, pastor y carpintero de medio tiempo, recoge
a niños que viven en el territorio de la pandilla de la Calle 18, así como a
niños del área controlada por su rival más violento, la Mara Salvatrucha.
Después,
con un calor húmedo, en medio de la calle, coloca una carpa, un proyector,
pantalla y altoparlantes. Pone sillas de plástico y levanta una casa inflable
de Scooby Doo.
A
las siete y media, la noche que estuve allí, más de cien niños estaban jugando
juntos. Reían alegres en el inflable y después se sentaron a mirar
Intensamente. Finalmente, hicieron una fila para que un policía les diera
botellas de agua y bolsas de alimentos con el número 911; les pidieron que
llamaran al nuevo sistema de emergencia para denunciar crímenes. Estados Unidos
entregó el equipo y puso todo lo que Pacheco necesitó para el evento.
El
apoyo de Estado Unidos está “teniendo resultados”, dijo James D. Nealon, el
embajador de Estados Unidos en Honduras. “Estamos reduciendo la migración”,
afirmó. También se está reparando el daño que provocó Estados Unidos. En primer
lugar, por la deportación de decenas de miles de pandilleros a Honduras a lo
largo de las dos últimas décadas, una decisión que exacerbó gran parte del caos
actual. Y en segundo lugar por la demanda de drogas por parte de los
estadounidenses, las cuales son enviadas desde Colombia y Venezuela a través de
Honduras. Si Estados Unidos sigue con su trabajo contra la violencia en
Honduras, dijo el embajador Nealon, “en cinco años tendrán de vuelta su país”,
refiriéndose a los hondureños.
Pacheco
llevó a cabo sus programas en una casa verde y blanca llamada Casa de la
Esperanza. Hasta hace poco era conocida como una Casa Loca: una casa que las
pandillas utilizan para torturar y asesinar.
El
26 de junio de 2014, miembros de la pandilla Ponce secuestraron a Andrea
Abigail Argeñal Martínez, de 13 años, porque su familia no pudo pagar el
“impuesto de guerra” que la pandilla le impuso a su pequeña tienda. Violaron a
Andrea durante varios días en esa casa, y llamaron a su madre para que pudiera
escuchar los gritos de la niña mientras la hacían pedazos. Enterraron a Andrea
bajo un árbol de toronjas en el patio.
Pacheco
recordó cómo se había parado sobre el hoyo que quedó después de que exhumaron a
Andrea y juró: “En tu memoria, voy a hacer algo”. Después limpió la sangre del
suelo.
Ahora
recorre los lugares para prevenir asesinatos. Cuando escucha que una pandilla
ha sido arrinconada por la policía, se pone frente a los oficiales y grita
“¡dejen de disparar!”, hasta que ellos permiten que la pandilla se rinda. De
esta manera se ha ganado la confianza de las seis pandillas. Hace lo mismo
cuando escucha que una de las pandillas está a punto de asesinar a alguien, y
se dirige a la escena en su bicicleta a toda velocidad.
Estados
Unidos ha sido un gran aliado para él, pues el país estaba desesperado por
frenar el éxodo de niños que llegaban solos. Estados Unidos basó su estrategia
de prevención en lo que había funcionado en Boston en los noventa, y más tarde
en Los Ángeles: concentrar esfuerzos en los lugares más violentos. En 2014,
USAID y la Oficina de Asuntos Internacionales de Narcóticos y Aplicación de la
Ley comenzaron a organizar a los líderes de la comunidad en tres locaciones
piloto en San Pedro Sula, incluyendo la que está en Rivera Hernández.
Una
de las tácticas más efectivas es la creación de centros asistenciales en los
vecindarios; Estados Unidos ha auspiciado 46 de ellos. Generalmente una iglesia
dona el edificio, y Estados Unidos la remodela y entrega computadoras, equipos
y el financiamiento inicial para contratar a un coordinador. Los centros
reclutan mentores y proveen entrenamiento vocacional para residentes, a quienes
luego ayudan a encontrar empleo como peluqueros, panaderos y electricistas.
Arnold Linares, un predicador bautista que dirige uno de los centros, dice que,
a pesar de los numerosos inconvenientes, “el gobierno estadounidense ha sido un
mejor aliado que el gobierno de Honduras”.
Estados
Unidos ha provisto a los líderes locales con altavoces para eventos,
herramientas para limpiar 10 campos de fútbol abandonados (que se habían vuelto
tiraderos de cadáveres), libretas y uniformes escolares, así como fondos para
instalar alumbrado público y botes de basura.
Además
del equipo para las noches de cine, Pacheco recibió uniformes y balones para
formar 25 equipos de fútbol. Una noche hace poco, organizó un partido entre el
equipo de la Casa de la Esperanza y un equipo de asesinos: 20 sicarios de la
pandilla Los Tercereños. Un jugador robusto que llevaba puesta una camiseta con
el número 11 me dijo que había matado a 121 personas, cobrando 220 dólares o
más por cada muerte.
Esa
noche corría por toda la cancha, tratando de anotar un gol. “Cuando los
miembros de las pandillas se van a casa, llegan cansados a dormir. Esta noche
no matarán a nadie”, dijo Pacheco sonriendo. “Si juegan juntos, ya no se ven
como el enemigo. Dicen: ¿Cuándo es el siguiente partido?”.
Un
programa piloto también se concentra en los niños a quienes sus profesores
identifican como alumnos que tienen factores de riesgo para unirse a pandillas,
como abuso de sustancias, tiempo sin supervisión y un “suceso negativo en su
vida”, como haber sido víctimas de un crimen violento o que uno de sus familiares
haya sido asesinado. Después de un año de asesoría familiar, se consideró que
los niños del programa tenían 77 por ciento menos probabilidad de cometer
crímenes o abusar de las drogas y el alcohol, de acuerdo con Creative
Associates International, la agencia que administra el programa.
Finalmente,
Estados Unidos está ayudando a que los criminales se sometan a la justicia al
apoyar a una organización sin fines de lucro que opera en Honduras llamada la
Asociación para una Sociedad más Justa (ASJ). En años recientes, un 96 por
ciento de los homicidios terminaron sin condena. Todos en Rivera Hernández
sabían qué les pasaba a los testigos que denunciaban: tiraban sus cuerpos junto
con un sapo muerto. El mensaje: los sapos hablan demasiado.
La
ASJ asigna equipos de psicólogos, investigadores y abogados para examinar todos
los homicidios y convencer a los testigos de que den sus testimonios. Más de la
mitad de los casos de homicidio resueltos en siete vecindarios piloto ahora
pudieron tener veredictos de culpabilidad.
“No
es como antes, en que mataban a alguien y no había consecuencias”, dijo
Maradiaga, el líder de la comunidad.
Los
miembros de la ASJ se acercan a las familias de las víctimas con delicadeza:
les dicen que son una organización cristiana y les preguntan si pueden ayudar.
Van a la morgue para ofrecer transportar el cuerpo y dar café para el velorio,
o un mes de renta. Finalmente, buscan obtener información. La mitad de los
miembros de una familia generalmente conocen al asesino; uno de cada cuatro fue
testigo del asesinato. Dicen que les toma de cuatro a 15 visitas para convencer
a los testigos de que testifiquen.
Los
testigos pueden declarar de manera anónima, como lo hacen en los casos de la
mafia italiana. En mayo, el equipo de ASJ llegó a un juzgado de San Pedro Sula
con una testigo nerviosa, y la esperanza de que finalmente se hiciera justicia
con los asesinos de Andrea, de 13 años.
Luis
López, el psicólogo del equipo, ayudó a que la testigo repasara su testimonio.
Ella vio cómo dos pandilleros se llevaban a Andrea con pistolas en mano.
Escuchó que uno le dijo a la niña: “Ya verás lo que vamos a hacerte”. Dos días
más tarde, la abuela y la madre de Andrea le estaban mostrando fotos de la niña
extraviada a la gente en la calle. La testigo no dijo nada. Una semana después,
escuchó los gritos que amortiguaban los muros de la casa verde y blanca.
“Necesito
que te calmes”, le dijo el psicólogo.
“Ellos
van a verme”, dijo con terror.
“No
van a ver nada. No pueden verte”, le aseguró, y después le mostró cómo respirar
hondo si se quedaba muda de miedo.
La
testigo se puso una prenda que parecía un burka negro, que la cubría de pies a
cabeza, junto con botas de goma y guantes negros. En el juzgado entró a una
cabina móvil de madera con una ventana que no deja ver el interior, aunque ella
sí podía ver hacia fuera. Después la llevaron dentro de la cabina, que tenía
ruedas.
Cuando
vio a los dos hombres que habían sido acusados de asesinato, la ira se apoderó
de ella. Tranquilamente narró lo que había visto; un aparato distorsionaba su
voz.
Había
sido testigo de tres asesinatos, pero esta era la primera vez que se lo había
dicho a alguien. Después de eso, en el auto, se llenó de alegría. “¡Me siento
liberada!”.
“La
gente quiere justicia; eso es todo”, dijo López. Tres semanas más tarde, los
dos acusados fueron declarados culpables de asesinato.
En
la zona donde mataron a Andrea no ha habido asesinatos en dos años, asegura
Pacheco. Calculó que la cantidad de miembros de pandillas en Rivera Hernández
disminuyó un 25 por ciento en tres años. “Estamos quitándole la fuerza vital a
las pandillas: nuevos reclutas”, dijo.
Pero
eso no quiere decir que ahora se trate de un lugar seguro. Siguen matando
niños: el año pasado 570 fueron asesinados en un país con una población menor
que la ciudad de Nueva York. Una tarde, hace varios meses, la policía atrapó a
un pandillero de la Mara Salvatrucha en Rivera Hernández con un cuerpo mutilado
en la canasta de su bicicleta, mientras se dirigía, casualmente, a deshacerse
de él.
Un
estudio de 2015 halló que 174.000 hondureños —el cuatro por ciento de los
hogares del país— habían abandonado sus casas debido a la violencia. La mayoría
no había regresado. Cerca de mil familias se fueron de Rivera Hernández bajo
amenazas. Los pandilleros se llevaron todo lo que podían vender de sus casas:
marcos de ventana, puertas, techos, y dejaron cuadras enteras en ruinas.
Hará
falta mucho más que este proyecto para cambiar la reputación de Estados Unidos
en esta parte del mundo, donde los estadounidenses son famosos por explotar a
los trabajadores y los recursos, y por ayudar a que los tiranos sigan en el
poder.
Nadie
niega que gran parte del cambio ahora está basado en el interés propio: el
aumento de niños refugiados en 2014 provocó que el presidente Obama pidiera al
Congreso 3.7 mil millones de dólares para ayuda de emergencia. “No es caridad”,
dijo el embajador Nealon.
Un
estudio de 2016 encargado por USAID determinó que trabajar con gente dentro de
las pandillas —aquellos que son participantes activos y aquellos que quieren
salirse de ellas— produjo la mayor disminución de la violencia. Sin embargo,
Estados Unidos utiliza muy poco esa estrategia, por miedo a que parezca que
están trabajando con las pandillas o pagando a sus miembros. Los líderes de
Rivera Hernández creen que esto es una omisión crítica.
La
siguiente prioridad debe ser depurar la policía. El Departamento de Estado ha
estado financiando cursos de entrenamiento para los policías, pero las
iniciativas para hacer que estos conozcan a los miembros de la comunidad y
recuperen su confianza fracasaron. A finales del año pasado, retiró el apoyo
financiero para la policía de Rivera Hernández, bajo una ley de derechos
humanos que prohíbe brindar ayuda a oficiales de policía que participen en
violaciones graves a los derechos humanos.
En
una reunión semanal de los líderes de las comunidades en Rivera Hernández,
pregunté si alguno de ellos iría a la estación de policía para denunciar un
crimen. Nadie levantó la mano. “Nadie que con sus cinco sentidos denunciaría un
crimen”, dijo Pacheco. El jefe de policía de Rivera Hernández, Eduardo Turcios,
dijo que al menos uno uno de cada cinco de sus policías era corrupto, pero los
líderes de la comunidad dicen que cerca de la mitad de ellos lo son.
Pacheco
conoce a dos familias que denunciaron un crimen a la policía. Los oficiales los
delataron, y tres miembros de la familia fueron asesinados ese mismo día. Los
pandilleros de la Mara Salvatrucha en Rivera Hernández dicen que la policía les
avisa de redadas inminentes y les entregan a rivales capturados para que los
ejecuten, a cambio de un monto que va de 440 a 2200 dólares por cabeza.
Los
policías también participan en asesinatos extrajudiciales. El pasado 9 de
octubre, después del asesinato de un policía en Rivera Hernández, los oficiales
arrestaron a un chico de 15 años, quien fue hallado muerto el día siguiente, con
signos de tortura en el cuerpo.
Tocas
una parte del cuerpo y está llena de pus. Tocas otra, y también está llena de
pus. Todo el cuerpo está podrido”, dijo sobre la policía Luis Ortiz, quien
dirige el sector de San Pedro Sula de la ASJ.
Sin
embargo, recortar financiamiento para la policía es igual a recortar apoyo para
la los programas de prevención de la violencia que organizaron, incluyendo
todos los proyectos, desde murales de paz sobre las paredes con niños de la
localidad, hasta brigadas médicas y programas contra las pandillas en las
escuelas. Los líderes de la comunidad dicen que Estados Unidos debe encontrar
una mejor manera de castigar a los policías corruptos, sin eliminar programas
que ayudan a los niños.
Finalmente,
cerca de la mitad de los presupuestos de financiamiento del Congreso para
Honduras van a dar a la burocracia del Departamento de Estado y a empresas a
las que les pagan para administrar los programas —las llamadas beltway
bandits—, en vez de que lleguen directamente a los hondureños o a las
organizaciones locales sin fines de lucro. Incluso el apoyo que recibe Pacheco
se queda corto frente a sus necesidades; vende agua de horchata en la calle
para compensar la diferencia. Recientemente tuvo que irse de la Casa de la
Esperanza, porque los dueños la vendieron. USAID no puede hacer nada para
ayudar.
La
prueba ahora es saber si Estados Unidos puede ir más allá de unos cuantos
programas piloto para generar una diferencia verdadera en todo el país; además,
se tendrá que ver cuál es el costo. “Un programa como ese debe ser masivo, con
mucho dinero, no programas aislados por aquí y por allá”, dijo Kurt Ver Beek,
cofundador de la ASJ.
Estados
Unidos también necesitará presionar a Honduras para subir su aporte de dinero
con el fin de prevenir la violencia; tan solo gasta en ese tipo de programas el
seis por ciento de impuestos destinados a reducir la violencia. Además,
necesita condicionar la ayuda a Honduras para lograr avances y limpiar niveles
épicos de corrupción.
Por
lo menos ahora hay esperanza. Carlos Manuel Escobar Gómez, de 14 años, me dijo
que las cosas iban tan mal hace dos años que ya estaba listo para subirse a
trenes de carga que lo llevaran a Estados Unidos a través de México. Sus padres
y su hermano estaban muertos, y él estaba seguro de que no llegaría a su
cumpleaños número 11. Vio cómo asesinaban a dos personas mientras iban a la
tienda a comprar leche. Lo asaltaron con un arma. Rara vez salía de casa.
Ahora, dijo, ya no quiere migrar al norte.
“Puedes
estar afuera, sentado, hablando”, dijo, como si fuera un lujo quedarse en la
calle polvorienta. Pasa las tardes vendiendo mangos y plátanos de puerta en
puerta, y va al centro de Linares para que lo ayuden con las tareas o a jugar
fútbol. Además, exclamó con sorpresa: “No he visto un cadáver en todo un año”.
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