Los
90 años de Fidel y el esperpento de las tiranías/José Blasco del Álamo es escritor y periodista. Su último libro es ‘Azaña será ejecutado’ (Editorial Funambulista, 2015).
El
Español, 13 de agosto de 2016.
La
Habana, 1966, de ocho de la noche a ocho de la mañana: la única vez que Vargas
Llosa ha conversado con Fidel Castro, “aunque tal vez sea una exageración decir
‘conversar’ porque Castro, en su convencimiento de ser un semidiós, no admitía
interlocutores, sino tan sólo oyentes”.
Un
año después, Fidel quería entrevistarse con los intelectuales extranjeros que
habían participado en un congreso, entre ellos Jorge Semprún. La espera empezó
a las nueve de la mañana… A las diez de la noche los llevaron a un estadio
cubierto: el caudillo iba a jugar un partido de baloncesto con capitanes y
comandantes del ejército.
Semprún
observó divertido que los jugadores del equipo contrario no hacían faltas, con
lo cual Fidel encestaba y encestaba como si fuera Wilt Chamberlain. “Hacia las
dos de la madrugada, después de haber jugado dos encuentros completos, sudoroso
y jadeante, se acercó por fin y se dignó dirigirnos la palabra: pero no nos
hizo ninguna pregunta acerca del congreso, ni permitió que le hiciéramos
ninguna… Nos soltó un largo discurso sobre los problemas económicos de la
agricultura cubana. Estuve escuchando todas las sandeces primarias que se le
iban ocurriendo”.
El
año que nació ese genio del baloncesto —1926—, Valle-Inclán publicaba Tirano
Banderas, la primera gran novela sobre dictadores. Valle, que había estado en
La Habana a finales del XIX, decía que una de las maneras que tenía un autor de
ver el mundo era desde un plano superior, lo que convierte a los héroes en
personajes de sainete. Así nace el esperpento. Los Castro serían los autores
que se sitúan en el plano superior (tan altos como jugadores de baloncesto),
los cubanos los personajes de sainete, y la Cuba de los últimos cincuenta y
siete años, un esperpento sangriento.
Si
Unamuno tenía razón, y el café fue la mejor universidad de España,
Valle-Inclán, en la tertulia del Nuevo Levante, era el más ilustre catedrático:
“¡Hay honor en ser mártir devorado por los leones, pero no coceado por los
burros…!”. Al igual que Fidel, no sabía escuchar. Podían haber hecho como aquel
dramaturgo olvidado del que habla Umbral en La noche que llegué al Café Gijón:
“La tertulia de uno solo, la unitertulia, que era por ejemplo la que solía
hacer Luis Delgado Benavente consigo mismo”. A los pelmazos como Valle o
Castro, alguna ley universal debería obligarles a ejercer la “unitertulia”.
Valle-Inclán
apoyó la revolución mejicana, incluso fue amigo del presidente Obregón, con
quien compartía manquedad. Es posible que el joven Fidel leyera Tirano
Banderas, donde los revolucionarios de Santa Fe también combaten en la sierra.
El problema de los barbudos es que acabaron pareciéndose al propio tirano, al
propio Batista, fusilando a los adversarios: el Che Guevara defendía “el odio
intransigente al enemigo que convierte al ser humano en una fría máquina de
matar”, por eso en Sierra Maestra vivía “sediento de sangre”; por eso, ya en el
poder, dirigió la prisión de La Cabaña, donde se fusilaba de lunes a viernes.
Él, como el Generalito Banderas, como el Generalísimo Franco, firmaba las
sentencias de muerte.
Desde
1959, han sido fusiladas en Cuba miles de personas; y miles han muerto en el
mar camino de Florida. Quienes defienden el castrismo alegan, por ejemplo, que
en los dos primeros años el analfabetismo descendió del 20% al 3,9%. ¿A cuántos
asesinatos equivale una persona alfabetizada? Una sola ejecución invalida
cualquier misión pedagógica o cualquier sanidad gratuita y universal.
Tres
meses después de acabar la Guerra Civil Española, el conde Ciano —yerno de
Mussolini— visitó nuestro país, asegurando que en Madrid había más de 200
fusilamientos diarios y en Barcelona 150. En la Cuba castrista metían a los
homosexuales en campos de concentración, junto a los católicos y los
delincuentes comunes; en la España franquista eran considerados vagos y
maleantes, y se les encerraba en la séptima galería de Carabanchel, junto a los
presos peligrosos. (En la China de Mao los fusilaban; los metían en manicomios
en la Unión Soviética).
En
el libro de Valle-Inclán se asesina con una abundancia que hace que “los
chingados tiburones ya se aburran de tanta carne revolucionaria”. En la Uganda
de Idi Amin —autoproclamado “Conquistador del Imperio Británico”—, los
cocodrilos estaban tan saciados de devorar cadáveres de adversarios que miles
de cuerpos flotaban en los ríos, obstruyendo presas hidroeléctricas,
oscureciendo pueblos.
Las
tiranías convierten los países en esperpentos, con una frontera extremadamente
frágil que separa lo real de lo imaginario. En el otro gran libro sobre
dictadores, El otoño del patriarca, Zacarías Alvarado —“general del universo”
que le baja los humos a la Divina Providencia— ordena que tiren a los presos a
los fosos de la fortaleza del puerto para que los caimanes se los coman vivos.
Ordena también que el reloj de la torre no dé las doce a las doce sino a las
dos, para que la vida parezca más larga.
En
Paraguay, Stroessner imponía al Instituto Meteorológico que bajara diez grados
la temperatura veraniega para que no huyesen los turistas. Las pitonisas
auguran que Zacarías morirá de muerte natural durante el sueño. Mientras, en
una casa encaramada en la cumbre de los arrecifes, juega al dominó con los
dictadores jubilados de otros países. ¿Será Fidel uno de ellos…? La
conversación imposible: este no escucha y aquel tiene un zumbido en los oídos.
Las pitonisas también auguran que Zacarías vivirá entre 107 y 232 años; 90
acaba de cumplir Castro… A Zacarías, el Sumo Pontífice le regaló medias de
púrpura; Fidel le regalaba a Juan XXIII cajas de Cohiba.
El
primer ministro de Panamá, el general Torrijos, decía que García Márquez tenía
debilidad por los caudillos. En una entrevista, le preguntaron a Gabo cuál era
su ocupación favorita: “Conspirar”. La Cuba del siglo XXI parece una novela de
realismo mágico, con sus autos, dictadores y radios de hace sesenta años.
En
El otoño del patriarca, Zacarías tiene un circuito cerrado de televisión: sólo
él puede ver “las películas arregladas a su gusto en las cuales no se morían
sino los villanos, prevalecía el amor contra la muerte…”. Mussolini veía en su
Villa Torlonia de Roma las películas de Hollywood censuradas para el resto de
italianos. Al dictador norcoreano Kim Jong-il, obsesionado con el cine, no se
le ocurrió otra cosa que secuestrar a su actriz favorita.
A
veces, el esperpento dictatorial pasa del realismo mágico al realismo sucio: el
Gobierno marxista de Mozambique enviaba adoctrinadores a los poblados para
convencerles de la inexistencia de Dios. En uno de ellos, preguntó un anciano:
“¿Por qué las vacas y las cabras comen lo mismo y, sin embargo, cagan distinto?”.
El adoctrinador respondió con el silencio. “Pues si no entiendes de mierda,
¿cómo vas a saber de Dios?”. Los estalinistas de Vietnam del Norte obligaban a
sus siervos a hacer pipí y caca por separado, así podían usar la segunda como
abono agrícola. En Guatemala, para extirpar futuros guerrilleros, el ejército
mataba niños.
Cuando
Fidel Castro cumplió 80 años, Hugo Chávez le regaló una taza de la vajilla de
Napoleón que tenía Bolívar. García Márquez decía de Chávez que era imposible
hablar con él porque no admitía ideas que no fuesen las suyas. Caudillos como
Castro o Chávez, incapaces de escuchar a un solo interlocutor, ¿cómo van a
saber lo que necesita una nación…? Lo confirma el maestro Raúl del Pozo, una de
las últimas leyendas vivas del Café Gijón: “El poeta y el caudillo se parecen
en la desmesurada vanidad. Yo creía que los poetas tenían egos de orangután,
hasta que he conocido el delirio de autorreferencia de los políticos. Te
invitan a comer un filete empanado y no te dejan hablar”.
Adolfo
Suárez, con esa mezcla tan suya de idealismo y chulería, le dijo a Fidel que él
había hecho que la dictadura desembocara en democracia y ganado las primeras
elecciones: “¿Por qué no puedes hacer tú eso…?”. “¿Y si convoco elecciones y
las pierdo?”. Castro sabía que la democracia no es como aquellos partidos de
baloncesto que vio Semprún boquiabierto; por eso, según escribió el poeta
cubano Raúl Rivero (condenado a 20 años de prisión por escribir artículos
contra el Gobierno), “lo único que Fidel permite administrar es el miedo”. La
Historia no absolverá a este ni a tantos otros malditos autores de esperpentos
sangrientos.
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