La
Historia como síntoma/Jesús Torrecila, profesor de Literatura en la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA).
ABC, 19 de agosto de 2016.
La
Historia nos ayuda a interpretar el pasado. Eso es lo que todos creemos. Lo que
no solemos pensar es que también nos ayuda a comprender el presente. No sólo
porque su magisterio resulte valioso para analizar la realidad actual, sino
porque la forma en que se escribe refleja el universo mental de sus autores. El
historiador, al elaborar la interpretación de los hechos, no puede sustraerse a
proyectar sobre ellos sus deseos, sus temores y sus fobias. El pasado que
supuestamente refleja no es con frecuencia sino una imagen del futuro que a él
le gustaría construir. Por eso, cuando en un país se producen versiones
radicalmente diferentes, esa discordancia evidencia la existencia de una
fractura que se debería corregir.
Veamos,
a modo de ejemplo, lo que sucedió en la España de principios del XIX. Los
ilustrados habían sido tachados en el siglo anterior de tibios y afrancesados,
pero ahora, con las tropas francesas en territorio nacional, la acusación
adquirió una mayor gravedad. Napoleón justificó la agresión afirmando que quería
ayudar a los españoles a modernizarse y consiguió con ello el apoyo de una
buena parte de las élites cultas. Pero facilitó también que, al final de la
guerra, los conservadores aprovecharan la ocasión que se les brindaba y, con el
apoyo de Fernando VII, intentaran monopolizar el sentido mismo de lo español.
Sin preocuparse por diferenciar entre afrancesados y liberales, a pesar de que
los últimos habían luchado contra el invasor, acusaron a todos de traidores y
los enviaron a las cárceles o al exilio.
En
esas circunstancias, viendo cuestionada su condición de españoles, y todo por
querer sacar al país de su atonía, algunos liberales comenzaron a pensar que
necesitaban arraigar sus ideas en suelo español. Con ese fin, elaboraron una
nueva interpretación de la historia nacional que era una copia invertida de la
que existía en esos momentos. A la España del Altar y el Trono, tutelada por
Castilla y dominada por la Iglesia católica, opusieron otra articulada en torno
a tres mitos centrales: los comuneros, los fueros medievales y al-Andalus. Los
comuneros y los fueros medievales representaban en ese esquema una idea pactada
de la nación, democrática y respetuosa con la identidad de los distintos
pueblos que la componían, que era genuinamente española y sólo pudo ser
destruida por la llegada al poder de dinastías extranjeras (Austrias y
Borbones). Al Andalus, por otra parte, comenzó a encarnar para algunos de los
exiliados un modelo alternativo de país, avanzado, culto y tolerante, que era
sospechosamente similar al que ellos querían construir. La denominada
Reconquista, eje articulador de la España tradicional, fue reinterpretada como
una guerra civil entre conservadores y progresistas. Una guerra que, al igual
que estaba sucediendo ahora, había perdido el bando que menos lo merecía.
Estas
dos versiones de la historia nacional, opuestas e irreconciliables, marcan el
nacimiento de una fragmentación extrema en la identidad española (las «dos
España») que explica la proliferación de guerras civiles en los dos siglos
siguientes. La responsabilidad inicial de que así sucediera recae
principalmente en los representantes de la España tradicional. Con su actitud
cerrada e intransigente, se propusieron monopolizar en exclusiva el espacio
nacional, expulsando de él a todos los que no comulgaban con sus ideas.
Intentaron hacer con los liberales lo que habían hecho antes con judíos y
musulmanes. Al excluirlos física y simbólicamente del país, los obligaron a
crear uno nuevo. La pugna por controlar el espacio nacional se desplazó así al
terreno de las tradiciones inventadas y de los mitos. La España actual es en
gran parte resultado de ese enfrentamiento que culminaría en la guerra civil
del 36.
Los
acontecimientos que sucedieron a la muerte de Franco hicieron pensar a muchos
que, escarmentados por la magnitud de la tragedia vivida, finalmente los
españoles habían hecho un gran esfuerzo para superar la polarización. Durante
la Transición, las principales fuerzas que componen el panorama político (izquierdas,
derechas y nacionalistas) parecieron dispuestas a ceder una parte de sus
aspiraciones para alcanzar acuerdos mínimos que posibilitaran una convivencia
estable. Pero, paradójicamente, en la nueva España democrática, la escritura de
la Historia se fragmentó más que nunca. Dependiendo de quién controlara los
mecanismos del poder, en las diversas autonomías aparecieron versiones del
pasado que no sólo eran diferentes, sino en gran parte incompatibles. Lo que
evidencia dos cosas. Por una parte, que hubo grupos que, en contra de lo que
dieron a entender, nunca estuvieron dispuestos a ceder una parte de sus
aspiraciones para crear un proyecto viable de país. Sus concesiones no
significaron una muestra de flexibilidad, sino la aplicación de una estrategia coyuntural.
Por otra, que los españoles que se involucraron honestamente en la creación de
un país nuevo, no comprendieron la importancia de negociar la escritura de una
historia común. No fueron conscientes de que la interpretación del pasado no es
una actividad inocua. La historia que se enseña en las escuelas, al igual que
los mitos y los símbolos que de ese modo se crean, implican la formulación de
un proyecto.
En
esa situación es en la que ahora nos encontramos. Si queremos crear un país
nuevo, tenemos que negociar la escritura de una historia integrada. Una
historia de ese tipo es muy probable que no sea totalmente satisfactoria para
nadie (ni es bueno que así sea), pero debería ser mínimamente aceptable para
todos. Si queremos un futuro común, necesitamos crear un pasado común. Ese
pasado puede escribirse de muchas maneras, sin duda, pero si no conseguimos
ponernos de acuerdo sobre la manera de hacerlo, difícilmente podremos encontrar
formas de convivencia que superen la polarización política de los dos últimos
siglos. Los que se oponen a cualquier proyecto de convivencia que afecte a
todos los españoles tienen derecho, sin duda, a defender sus ideas. Pero los
que creemos en la posibilidad de construir un país nuevo, democrático e
incluyente, no podemos considerar ingenuamente que la escritura de la historia
es una actividad secundaria. Porque no lo es.
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