José Emilio Pacheco
Revista Proceso # 1849, 8 de abril de 2012
¿En dónde está la realidad? ¿En qué consiste la ficción? No sabemos nada de nadie y mucho menos de nosotros mismos. En todo caso, nada más conocemos lo que la otra persona quiere narrarnos. ¿Existen los “recuerdos de infancia”? Tal vez son construcciones imaginativas a partir de lo que la familia nos relata. Estamos hechos, pues, de narraciones, de lo que nos contaron y nos contamos.
Lo que pasa, en el doble sentido de suceder y alejarse, no se puede retener. Es como el agua que cuando intentamos asirla escapa entre los dedos. Ni diarios ni fotos ni videos son capaces de retratar el transcurrir. Tenemos que conformarnos con imágenes, fragmentos aproximaciones.
Sólo el presente
Decimos “el presente” y ya
está ausente cuando no hemos terminado de pronunciar las sílabas iniciales. San
Agustín rechazó la idea de Aristóteles, para quien el tiempo es movimiento con
medida. Escribió que el tiempo es parte del alma porque el pasado ya no existe,
el futuro no es todavía y el presente ya dejó de ser cuando todavía no es.
En el undécimo libro de las
Confesiones, San Agustín escribe: “¿Quién se atreverá a decirme que no hay tres
tiempos como aprendimos de niños y como enseñamos a los niños: presente, pasado
y futuro, sino sólo el presente porque aquellos dos no son? O, por ventura, sí
son pero el presente sale de no sé qué secreto cubil cuando deja de ser futuro
para hacerse presente y va a esconderse en no sé qué oculta madriguera cuando
deja de ser futuro para hacerse pasado”.
No esperar nada
Todo esto que parece tan
abstracto encarna en personajes y circunstancias en la gran narrativa de
Antonio Tabucchi, muerto en marzo un año antes de cumplir sus setenta. Su
desaparición coincide por desgracia con el asesinato de Guillermo Fernández, el
gran traductor de la poesía y la prosa italianas y, sobre todo, el poeta de
Exutorio. Poesía reunida, 1964-2003 (Fondo de Cultura Económica, 2006), apenas
cuatro libros y 240 páginas, sobriedad que obliga a un examen de conciencia a
quienes fuimos sus lectores.
En medio siglo unas cuantas
conversaciones. 1964. Fernández es en aquel momento el único que ha permanecido
hasta el fin en el velatorio donde está el cuerpo de Luis Cernuda en 1963.
Aquella noche, habla de hasta qué punto el gran poeta de La realidad y el deseo
ha sido su maestro de arte y de vida. Él piensa vivirla con las palabras de
Cernuda en 1935: “No creo en nada, no quiero nada, no espero nada”. Este
encuentro se da, a la usanza de la generación y de la época, en interminables
caminatas nocturnas por la Ciudad de México.
El caos y la violencia (1975 y
2012)
Once años después, bajo la
conmoción por el asesinato de Pier Paolo Pasolini, hablamos de lo que él llamó
“el caos” y corresponde casi punto por punto a lo que en 2012 vivimos en este
país. Aquella noche uno de nosotros dice que debemos pugnar para que un crimen
como el de Pasolini no ocurra jamás en México. Un tercero se ríe: “Esas
versiones apocalípticas son ridículas. Es algo específicamente italiano
imposible de reproducirse aquí. Además, la idea pasoliniana de suprimir la
televisión para frenar la violencia me parece utópica y totalitaria”.Y es que en 1975 la llamada “nota roja” aparecía como noticias de otro planeta que jamás iba a colisionar con el nuestro. Cuando la conversación decaía o se exasperaba, alguien recurría siempre al humor negro implícito en los encabezados de la página policial. Qué risa. Eso jamás puede pasarnos a nosotros. Siempre, siempre estaremos a salvo.
Infiernos de ayer y hoy
En 1975 aún no se generalizaba el término “Holocausto” y mucho menos la palabra “Shoá”. Pero se tenía la certeza de que los horrores de 1939-1945 jamás se iban a repetir. En Los gitanos y el Renacimiento (1999) narra Tabucchi su descenso al averno en compañía de Liuba, una señora judía polaca que se refugió en Portugal con sus padres. En derredor de la maravillosa Florencia ha crecido un inferno más terrible que el de Dante.
Los campos de detención están rodeados por alambradas de púas y torres de vigilancia como en Auschwitz. Allí se acercan a una comunidad de religión musulmana, aunque no de etnia árabe, que ha escapado de sus tierras natales en Serbia, Macedonia y Kosovo bajo la amenaza de muerte a manos de la “limpieza étnica”, es decir la nueva “solución final” ordenada por Milosevic.
Un campamento gitano a las afueras de Oporto figura al comienzo de La cabeza perdida de Damasceno Monteiro (1997) y la novela está dedicada a Manolo el Gitano, entidad colectiva coagulada en entidad individual.
“Contrariamente a lo que se cree, la fuerza de la literatura no consiste tanto en prever sino en deducir”, escribió Tabucchi a propósito de Sergio Pitol. A 15 años de su aparición, La cabeza perdida… tiene para nosotros una cercanía escalofriante. Y no sólo por el terror de las decapitaciones a las que se han enfrentado aquí Carlos Fuentes en la novela y Sergio González Rodríguez en el ensayo. También porque en este libro situado en Oporto todo nos suena a las historias que vemos, leemos y olvidamos a diario.
Sin decirlo, Tabucchi ha refutado a uno de sus novelistas predilectos, François Mauriac. El autor de El desierto del amor dijo en sus apasionantes notas literarias que todo novelista “serio” ha sentido la tentación de hacer una novela policial, un relato erótico o un libro de aventuras. A juicio de Mauriac, quien sabía de lo que hablaba, el escritor no debe ceder jamás a esta tentación, pues simplemente no puede competir con los profesionales.
El camaleón y el criminal
En La cabeza perdida… Tabucchi ha escrito un thriller que cumple con todas las reglas del género pero también es una novela política, una discusión sobre los grandes temas humanos, un agudo retrato del Portugal estremecido por la tempestad del neoliberalismo y, como Don Quijote, una obra de crítica literaria. Entre sus páginas, como en tantas otras de Tabucchi, están presentes las comidas y las bebidas de Portugal y aparece como presencia tutelar la sombra de Fernando Pessoa. Ahora es, tan respetuosa como humorísticamente, un camaleón que se llama Pessoa porque como él tiene muchos colores y muchas identidades.
La antigua novela policial, anterior al género negro, estaba sustentada en la convicción de que el mal siempre hallaba su castigo. En nombre de la ley y de la autoridad, el ejecutor y representante de legalidad era siempre el buen policía. Todo esto se acabó para siempre. El asesino y el torturador de Damasceno Monteiro es nadie menos que el sargento de la Guardia Nacional Titanio Silva, héroe de la guerra de Angola que fue también el fin para Portugal de los sueños imperiales.
Titanio, apodado El Grillo Verde porque cuando se exalta brinca sobre un pie y tartamudea, utiliza su puesto para traficar con la letal heroína y actúa según el escalofriante lema de que “antes de matar hay que hacer sufrir”. Frente a él, un joven pobre como Damasceno en vano intentará salir para siempre de la miseria mediante un golpe a la empresa en que trabaja. Al igual que el novelista literario, Monteiro no puede competir con los profesionales.
Otro mérito incontrastable de Tabucchi es su capacidad, digna de los grandes novelistas del ayer, para crear personajes. El más extraordinario de los que aparecen en este libro es Loton, a quien llaman así por su parecido con Charles Laughton, “ese actor inglés gordo que actuaba siempre en papeles de abogado”. En realidad Loton se llama, a la antigua usanza portuguesa, Fernando Diogo María de Jesús de Mello Sequeira. Es un hombre que sabe todo, lo ha leído todo y gasta los últimos vestigios de la inmensa fortuna familiar en la defensa de los desamparados y de las víctimas.
La pugna de Loton es contra la norma absoluta que oprime a los vivos como una pesadilla. No vale el pretexto de obedecer órdenes. Toda persona es responsable de sí misma y de sus semejantes. Aunque Loton triunfe en los tribunales, su conclusión es por completo pesimista: “La tortura no desaparecerá nunca porque no podemos suprimir las pulsiones destructivas”. JEP
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