Reforma, 8 Abr. 12
El bien privado y el público pertenecen a universos contrarios, y creer que quien se ha beneficiado del primero gestionará adecuadamente el segundo ha sido un yerro garrafal
El primero fue un candidato astuto y malicioso: durante meses fustigó a sus adversarios, acusándolos de haber permanecido demasiado tiempo en el gobierno. Una cuidada puesta en escena lo mostró como paladín de una derecha abierta y tolerante; frente a los achacosos sostenedores de la dictadura, Sebastián Piñera se presentaba como un exitoso empresario -antiguo dueño de bancos, medios de comunicación y de la aerolínea LAN; cuarto hombre más rico del país-, capaz de oxigenar el espectro político chileno, jactándose de haber votado contra Pinochet en el plebiscito de 1988.
Pese a que Michelle Bachelet poseía uno de los más altos índices de aprobación en el continente, las más de dos décadas de administraciones de la Concertación pesaban demasiado y su candidato, el expresidente Eduardo Frei, seco y anodino, no despertaba el menor entusiasmo. Majadero y bullicioso, Piñera aprovechó los titubeos de su contrincante -así como la aparición del disidente socialista Marco Enríquez Ominami- y, por primera vez desde el restablecimiento de la democracia, condujo a la derecha a la Moneda. Su triunfo lucía como un mal necesario: a fin de cuentas, había ganado la alternancia.
Los primeros días de su gobierno
dejaron entrever ya su auténtico carácter: una inteligencia sibilina, propia de
un típico hombre de negocios, que resultaba fría y soberbia a la hora de
gobernar. Muy pronto, las virtudes que Piñera demostró en campaña se revelaron
como graves defectos; su discurso impertinente y deslenguado, que contrastaba
con el pasmo de Frei, apenas tardó en volverse torpe y antipático. (El semanario
The Clinic acaba de publicar un tomito titulado Piñericosas, convertido en un
inmediato best-seller).
En su afán por renovarse y exhibir
figuras alejadas de la política, la derecha no ha vacilado en presentar
insignes empresarios como candidatos. Sea con Berlusconi, con Fox o con Piñera,
la lógica es la misma: quien administra exitosamente una empresa -y se hace
rico en el proceso- no tendrá problemas para administrar una nación. Craso
error: el bien privado y el público pertenecen a universos contrarios, y creer
que quien se ha beneficiado del primero gestionará adecuadamente el segundo ha
sido un yerro garrafal de los partidos de derecha, y sus votantes.
Bastó que la economía mundial se
desacelerase, que el modelo capitalista -del que Chile se presentaba como
alumno aventajado- entrase en crisis y que los servicios públicos acentuasen su
descomposición para que Piñera se hundiese en las encuestas. Las movilizaciones
estudiantiles del año pasado, en las cuales surgieron líderes tan carismáticos
como Camila Vallejo, reforzaron la
idea de que los empresarios permanecerán siempre alejados del interés
ciudadano. Incluso en una sociedad tan conservadora como la chilena -uno de
cuyos síntomas ha sido el brutal asesinato del joven Daniel Zamudio a manos de
jóvenes neonazis-, la derecha pura y dura se atasca. Y, cuando el modelo
neoliberal hace agua, la peor opción consiste en confiar el Estado a uno de sus
adalides: parafraseando a Shakespeare, es como dejar que un alemán custodie
nuestra cerveza.
Mario Vargas Llosa, que además de escribir portentosas novelas
ahora se dedica a promover candidatos de derechas -no siempre liberales-, apoyó
sin dudar a Piñera. Hay que decir a su favor que también pidió el voto para
nuestro segundo ejemplo. Un hombre que, al contrario de su colega chileno, no
fue un candidato deslumbrante. Si Juan
Manuel Santos ganó las elecciones en Colombia, se debió a los brutales errores
de Antanas Mockus, su excéntrico
rival. El reacio delfín de Álvaro Uribe, acaso el mayor caudillo de derechas del
continente de los últimos años, no tuvo más que aguardar a que el candidato del
Partido Verde se desbarrancase para obtener una cómoda victoria.
No obstante, una vez en el poder
Santos ha representado una gran sorpresa tanto para sus seguidores como para
sus enemigos. Con los modales suaves y un tanto hipócritas que caracterizan a
los cachacos -tan parecidos a los defeños-, Santos no dudó en distanciarse de
su atrabiliario, bravucón y maniqueo predecesor paisa. En un santiamén, limó
asperezas con Chávez, atacó la corrupción y el autoritarismo uribista y se ganó
las simpatías de sus detractores. Sin ceder un ápice con la guerrilla, cuyos
líderes se encargó de diezmar desde que era ministro de Defensa, ha forzado la
reciente liberación de los rehenes más antiguos de las FARC.
El contraste con Piñera no puede ser
mayor: frente al 24% de aprobación de éste, Santos supera el 60%. ¿Las razones?
Aun siendo ambos de derechas, el colombiano es esencialmente un político; más
que eso: un hombre pragmático, con vocación de estadista, que ha logrado eludir
los excesos ideológicos de Uribe y ha sabido imponerse como el más sagaz -y
maquiavélico- de los gobernantes de América Latina. Enrique Peña Nieto y Josefina Vázquez Mota, nuestros candidatos de
derechas, tendrían en Santos el mejor ejemplo a seguir.
Twitter: @jvolpi
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