8 abr 2012

¿Seguir al colombiano Juan Manuel Santos?

Dos derechas /Jorge Volpi
Reforma, 8 Abr. 12
El bien privado y el público pertenecen a universos contrarios, y creer que quien se ha beneficiado del primero gestionará adecuadamente el segundo ha sido un yerro garrafal
El primero fue un candidato astuto y malicioso: durante meses fustigó a sus adversarios, acusándolos de haber permanecido demasiado tiempo en el gobierno. Una cuidada puesta en escena lo mostró como paladín de una derecha abierta y tolerante; frente a los achacosos sostenedores de la dictadura, Sebastián Piñera se presentaba como un exitoso empresario -antiguo dueño de bancos, medios de comunicación y de la aerolínea LAN; cuarto hombre más rico del país-, capaz de oxigenar el espectro político chileno, jactándose de haber votado contra Pinochet en el plebiscito de 1988.

Pese a que Michelle Bachelet poseía uno de los más altos índices de aprobación en el continente, las más de dos décadas de administraciones de la Concertación pesaban demasiado y su candidato, el expresidente Eduardo Frei, seco y anodino, no despertaba el menor entusiasmo. Majadero y bullicioso, Piñera aprovechó los titubeos de su contrincante -así como la aparición del disidente socialista Marco Enríquez Ominami- y, por primera vez desde el restablecimiento de la democracia, condujo a la derecha a la Moneda. Su triunfo lucía como un mal necesario: a fin de cuentas, había ganado la alternancia.

Los primeros días de su gobierno dejaron entrever ya su auténtico carácter: una inteligencia sibilina, propia de un típico hombre de negocios, que resultaba fría y soberbia a la hora de gobernar. Muy pronto, las virtudes que Piñera demostró en campaña se revelaron como graves defectos; su discurso impertinente y deslenguado, que contrastaba con el pasmo de Frei, apenas tardó en volverse torpe y antipático. (El semanario The Clinic acaba de publicar un tomito titulado Piñericosas, convertido en un inmediato best-seller).

En su afán por renovarse y exhibir figuras alejadas de la política, la derecha no ha vacilado en presentar insignes empresarios como candidatos. Sea con Berlusconi, con Fox o con Piñera, la lógica es la misma: quien administra exitosamente una empresa -y se hace rico en el proceso- no tendrá problemas para administrar una nación. Craso error: el bien privado y el público pertenecen a universos contrarios, y creer que quien se ha beneficiado del primero gestionará adecuadamente el segundo ha sido un yerro garrafal de los partidos de derecha, y sus votantes.

Bastó que la economía mundial se desacelerase, que el modelo capitalista -del que Chile se presentaba como alumno aventajado- entrase en crisis y que los servicios públicos acentuasen su descomposición para que Piñera se hundiese en las encuestas. Las movilizaciones estudiantiles del año pasado, en las cuales surgieron líderes tan carismáticos como Camila Vallejo, reforzaron la idea de que los empresarios permanecerán siempre alejados del interés ciudadano. Incluso en una sociedad tan conservadora como la chilena -uno de cuyos síntomas ha sido el brutal asesinato del joven Daniel Zamudio a manos de jóvenes neonazis-, la derecha pura y dura se atasca. Y, cuando el modelo neoliberal hace agua, la peor opción consiste en confiar el Estado a uno de sus adalides: parafraseando a Shakespeare, es como dejar que un alemán custodie nuestra cerveza.

Mario Vargas Llosa, que además de escribir portentosas novelas ahora se dedica a promover candidatos de derechas -no siempre liberales-, apoyó sin dudar a Piñera. Hay que decir a su favor que también pidió el voto para nuestro segundo ejemplo. Un hombre que, al contrario de su colega chileno, no fue un candidato deslumbrante. Si Juan Manuel Santos ganó las elecciones en Colombia, se debió a los brutales errores de Antanas Mockus, su excéntrico rival. El reacio delfín de Álvaro Uribe, acaso el mayor caudillo de derechas del continente de los últimos años, no tuvo más que aguardar a que el candidato del Partido Verde se desbarrancase para obtener una cómoda victoria.

No obstante, una vez en el poder Santos ha representado una gran sorpresa tanto para sus seguidores como para sus enemigos. Con los modales suaves y un tanto hipócritas que caracterizan a los cachacos -tan parecidos a los defeños-, Santos no dudó en distanciarse de su atrabiliario, bravucón y maniqueo predecesor paisa. En un santiamén, limó asperezas con Chávez, atacó la corrupción y el autoritarismo uribista y se ganó las simpatías de sus detractores. Sin ceder un ápice con la guerrilla, cuyos líderes se encargó de diezmar desde que era ministro de Defensa, ha forzado la reciente liberación de los rehenes más antiguos de las FARC.

El contraste con Piñera no puede ser mayor: frente al 24% de aprobación de éste, Santos supera el 60%. ¿Las razones? Aun siendo ambos de derechas, el colombiano es esencialmente un político; más que eso: un hombre pragmático, con vocación de estadista, que ha logrado eludir los excesos ideológicos de Uribe y ha sabido imponerse como el más sagaz -y maquiavélico- de los gobernantes de América Latina. Enrique Peña Nieto y Josefina Vázquez Mota, nuestros candidatos de derechas, tendrían en Santos el mejor ejemplo a seguir.



Twitter: @jvolpi

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