Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Publicado en El País |21 de octubre de 2012
Gitta Sereny,fallecida en junio de 2012 a los 91 años, fue una de las más importantes periodistas del siglo XX, autora de varios libros extraordinarios que tratan de desentrañar una pregunta fundamental y obsesiva: ¿de dónde nacen el odio, la violencia, el crimen? Si suponemos, como ella, que esos comportamientos son la encarnación del mal y que, por otra parte, no existen dos subespecies humanas, la de los monstruos y la de los normales, ¿cómo explicar que se cometan esos actos destructivos? Sereny pensaba que era posible comprender incluso los crímenes más atroces reconstruyendo la vida de su autor, sus relaciones y contactos con otras personas a su alrededor, las circunstancias en las que se había encontrado: su identidad no era más que su historia. Y quien desee impedir que se repitan los crímenes debe intentar comprenderlos.
Sereny nace en Viena en 1921, en una familia de artistas; estudia en Inglaterra y en 1938 se instala en París, con el sueño de ser actriz. Al estallar la guerra, empieza a trabajar para una organización caritativa que se ocupa de los niños abandonados y de los fugitivos. En 1941 tiene que huir, consigue atravesar la frontera española y se embarca rumbo a Estados Unidos. Cuando vuelve a Europa, a comienzos de 1945, empieza a trabajar para la UNRRA, la Administración de Naciones Unidas para el Auxilio y la Rehabilitación, el organismo de la ONU encargado de ayudar a los refugiados de guerra y las personas desplazadas. Los dos años siguientes van a decidir su vocación.
La envían a la Alemania ocupada por los ejércitos occidentales, con la misión de ocuparse de los niños arrancados de sus lugares de origen. Entonces descubre un crimen insospechado. Al día siguiente de la ocupación de Polonia, las autoridades alemanas habían empezado a fijarse en los niños de aspecto “ario” (rubios y con ojos azules), a secuestrarlos y llevárselos a Alemania, donde los más próximos al modelo racial eran adoptados por familias y los otros estaban destinados a convertirse en trabajadores esclavos. Se calcula que los “niños robados” de Polonia fueron 200.000, a los que hay que añadir otros capturados en Ucrania y otros lugares. El crimen exigía una reparación, ¿pero cuál? Los niños habían sufrido un primer choque cuando, con tres, cuatro o cinco años, les habían separado de sus padres, su lengua y su país; al acabar la guerra, cuando tienen 8, 9 o 10 años, vuelven a arrancarlos de sus familias adoptivas, en las que habían estado rodeados de amor, para devolverlos a un país que no conocen, con adultos de los que no se acuerdan y donde se habla una lengua que no entienden. La situación se complica aún más por motivos políticos: en la situación de guerra fría que ha sucedido a la guerra real, ¿no sería mejor para los niños enviarlos al paraíso occidental que al infierno comunista? ¿No les convendría más una tercera familia, transatlántica? No es de extrañar que algunos de esos niños después desarrollen comportamientos asociales y tendencias violentas.
Después de dos años, Sereny deja la UNRRA; a partir de entonces, consagrará su vida a intentar comprender dos fenómenos colosales: la violencia que desembocó en los crímenes nazis y la violencia cometida contra los niños y, a veces, también por ellos. Empieza a trabajar como periodista, se instala en Londres y escribe su primer trabajo de investigación sobre Mary Bell, una niña de 11 años que en 1968, con ayuda de una cómplice, mata a dos niños de tres y cuatro años. El crimen conmociona a Inglaterra: ¿cómo es posible cometer un acto tan odioso? Sereny pone en práctica su método: interroga a todas las personas involucradas y reúne una información exhaustiva (The Case of Mary Bell, 1972). Veinticinco años más tarde, cuando Mary ya haya salido de la cárcel y esté viviendo bajo una identidad nueva, volverá a entrevistar a la joven convertida en adulta para ahondar en el examen de unos actos y unas circunstancias aparentemente vulgares que transformaron a una niña en asesina. De ahí sale lo que hoy es una obra de referencia sobre la criminalidad infantil (Cries Unheard, 1998).
Esa misma necesidad de descubrir las fuentes del mal empuja a Sereny en otra dirección. En 1970 entra en contacto con Franz Stangl, el antiguo responsable de Treblinka, el mayor campo alemán de exterminio. Stangl está condenado a cadena perpetua, pero acepta responder a las preguntas de la periodista. Cuando llevan poco más de 70 horas de entrevistas, Stangl fallece; Sereny prosigue su investigación preguntando a sus familiares, allegados y víctimas supervivientes. El resultado es un libro excepcional (Desde aquella oscuridad: conversaciones con el verdugo Franz Stangl, comandante de Treblinka, 2009), que permite abordar este enigma: ¿cómo es posible que una persona normal pueda cometer un crimen semejante? Y, si no le excluimos del género humano, como hacía él con sus víctimas, ¿a qué conclusión debemos llegar sobre la naturaleza de la humanidad?
Años después, Sereny reanuda su búsqueda con un libro sobre Albert Speer (Albert Speer, su batalla con la verdad, 2006), el arquitecto y ministro favorito de Hitler, un hombre de mente brillante, situado al otro extremo de la cadena de exterminio, al que somete a un interrogatorio preciso con el que establece su complicidad. Una tercera obra, El trauma alemán (2004), reúne el resto de sus investigaciones sobre los crímenes nazis y añade un comentario autobiográfico.
Algunos se han preguntado si Sereny no se acercó demasiado a los sujetos que aparecen en sus libros, Mary Bell, Stangl, Speer, si no los “humanizaba” demasiado. Desde luego, no los excluía del círculo de la humanidad y, al escucharles y transcribir sus palabras, construyó un marco común que les englobaba a ellos y a nosotros. Quienes adoptan la fórmula del miembro de las SS con el que se cruza Primo Levi en Auschwitz,“Aquí no hay un porqué”, corren el riesgo de no saber apreciar sus libros. Para juzgar y condenar a los individuos, la empatía no es indispensable y puede ser incluso molesta. Pero no podemos prescindir de ella si el objetivo de nuestra investigación es comprender las razones oscuras de nuestros actos, por odiosos que sean.
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