Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
El País |21 de octubre de 2012
Mientras el Gobierno griego piensa en vender algunas de sus islas para ayudar a pagar sus deudas, dos grandes constructoras españolas —Dragados y Judlau, su socio en esta operación conjunta— han obtenido un jugoso contrato en Nueva York para reconstruir el sistema de transportes de la ciudad. Por supuesto, no se puede generalizar, y dividir el Mercado Común Europeo sotto voceen países del norte (industriosos) y países del sur (inestables) es una sórdida forma de prejuicio geográfico. Y, de todas formas, España no es verdaderamente un país del sur, igual que Alemania no siempre fue en el siglo XX, por decirlo con palabras suaves, un modelo de moralidad. Alemania no se reconstruyó por motivos éticos, sino porque necesitábamos un parachoques contra Rusia. No conozco las negociaciones que mantuvieron la Autoridad de Transportes y las empresas españolas, pero por fin, por fin, ahora que Wall Street y los bancos están en una situación de debilidad, hemos decidido prestar atención a la reconstrucción física del país (cosas tan anticuadas como túneles y puentes). ¿Y quién sabe hacerlo? El alcalde Bloomberg está ocupado con nuestra necesidad de inmigrantes (tanto cualificados como no cualificados) y está muy comprometido en el empeño de impulsar proyectos de ley que faciliten a los estudiantes extranjeros realizar posgrados en nuestras universidades y luego quedarse en ellas. Mientras tanto, Dragados está terminando una tarea proyectada desde hace casi un siglo.
Un día de agosto de hace casi 100 años —el 1 de agosto de 1918, para ser más exactos—, los ingenieros más brillantes de Nueva York dieron el último paso necesario para la modernización de la vía rápida de la ciudad en la estación diagonal del cruce de la calle 42 y Park Avenue, el mismo sitio en el que se lleva a cabo la reconstrucción actual. La atmósfera era de júbilo. La hazaña se comparó con el histórico instante en el que los ferrocarriles de vapor de todo Estados Unidos se cambiaron al ancho de vía estándar en un solo día, una proeza de ingeniería que The New York Times había calificado de éxito inmenso: “En un plazo increíblemente breve de tiempo, las vías de ferrocarril por las que circulaba el tráfico más pesado del mundo se cambiaron por completo y la capacidad de soportar tráfico se duplicó…”. La nueva línea H de metro en la zona este de Manhattan conectaba las que iban de este a oeste con las que iban de norte a sur, y algunas zonas que hasta entonces no habían tenido acceso al suburbano se encontraron con que llegaba casi a su puerta. Mi madre, entonces una adolescente, escribió a su hermano mayor, que estaba destacado en Francia (en la I Guerra Mundial), varias cartas muy descriptivas sobre las festividades con las que se festejó el acontecimiento.
Por el contrario, en los años sesenta, la ciudad se había convertido en el paraíso de los okupas: seguía habiendo excéntricos como yo, artistas, actores, pequeños grupos de intelectuales y profesionales, rodeados de una plétora de proxenetas, prostitutas y tráfico de drogas. Se derribó la vieja y encantadora Estación de Pennsylvania (Jackie Onassis consiguió salvar la Estación Central) y, para asombro de mis amigos europeos, yo vivía en un enorme piso de altos techos en la zona oeste, con vistas a Central Park, por una miseria. La delincuencia campaba por sus respetos. Los“ciudadanos responsables” se habían mudado a las afueras y se burlaban de los neoyorquinos. Y nada de arreglar metros, trenes ni túneles. Se consideraba que los trenes eran algo decimonónico, y además Nueva York, que de pronto se convirtió en el símbolo del mal, estaba en bancarrota. Washington se negaba a ayudarnos y tuvo que ser el Sindicato de Profesores quien pagara las deudas de la ciudad. Nueva York se había convertido en una ciudad turbia y pecaminosa, con una población que seguramente no necesitaba ferrocarriles. El poder político del país se había trasladado al sur, a Tejas, al oeste, lugares en los que la gente tenía coches y aviones. Yo no tenía coche y los microbuses no se habían puesto aún de moda. Un fin de semana de verano que tuve que ir a Long Island, la lluvia entraba por las goteras en el techo del vagón del tren, el aseo estaba en el vagón siguiente y tuve que saltar el ancho espacio entre uno y otro con un periódico encima de la cabeza; una aventura complicada.
Poco a poco, la ciudad revivió, pero sigue existiendo una grave escasez de mano de obra cualificada para construir puentes y túneles. Nueva York se reconstruyó gracias a artistas, estudiantes audaces, europeos e inmigrantes de otros países. Cuando se produjo el 11-S, Manhattan y Brooklyn estaban ya en medio de una expansión imparable.
No vivo en España (aunque sí con la imaginación) ni soy economista. Pero me atrevo a dar un consejo espontáneo. No dejen que la crisis actual les humille ni les obligue a entonar un mea culpa. El bienestar de los países no se traduce automáticamente en una lista de sus mejores valores. Piensen en lo que tienen de bueno. La lengua española —que no se menciona mucho en Europa cuando se discute sobre el euro— es un activo fantástico en Estados Unidos, Centroamérica, Latinoamérica y todo el mundo. Hoy es imposible ganar unas elecciones en Estados Unidos sin ella. Julián Castro, alcalde de San Antonio, Tejas, ha sido el primer hispano que ha pronunciado el discurso central en la convención demócrata (el mismo lugar en el que comenzó la trayectoria de Obama hacia la presidencia hace ocho años). Se habla de él como un posible futuro presidente. Y el poder de la lengua hablada es que se multiplica.
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