Adam Lanza, de 20 años, usó las armas de su madre para matarla en su propia casa antes de dirigirse al colegio
Un joven mata a 20 niños y 6 adultos en una escuela primaria en Connecticut
Antonio Caño
El País, Washington 15 DIC 2012 - 23:52 CET826
Alrededor de las nueve de la mañana del viernes, Adam Lanza inició en su casa de Newtown (Connecticut) su macabra misión para vengarse del mundo y dejar para siempre su huella en la historia. Ninguna otra razón más precisa se ha encontrado aún para explicar este sangriento episodio en el que perdieron la vida 28 personas y que ha causado una conmoción particularmente profunda porque 20 de ellas eran niños.
Para abundar en la
complejidad psicológica del asesino, su primera víctima fue su propia madre,
Nancy, a la que mató antes de salir del domicilio y, paradójicamente, con las
mismas armas que ella había comprado, registrado legalmente y guardado en su
hogar con la esperanza, ahora irónica, de que le sirvieran para proteger la
vida de su familia.
Vestido
para matar, con ropa de fatigas y chaleco, cargó en el coche las
armas –una pistola Sig Sauer, una Glock y dos fusiles semiautomáticos de uso
militar- y se dirigió a la escuela de primaria Sandy Hook, en el mismo Newtown.
¿Por qué ese lugar? ¿Era esa la fuente
de su tormento o, simplemente, un sitio como otro cualquiera para dejar su
firma con sangre? Él fue alumno de ese centro en sus primeros años y es
posible que todavía conociera a alguna gente allí. ¿Guarda esto alguna
relación? ¿El objetivo de Adam era el entorno de su infancia o alguna disputa
más reciente? Preguntas sin respuestas todavía.
Llegó
al parking de la escuela en pocos minutos. Cogió los largos
cargadores de que disponía y se distribuyó su poderoso arsenal de la manera más
cómoda para proceder a su trabajo. Llegó a la entrada del recinto antes de las
9.30. Es posible que supiera que, pocos días antes, se había instalado en el
lugar un sistema de seguridad que cerraba automáticamente todas las puertas a
las 9.30 en punto y las mantenía así hasta la hora de la salida.
En todo caso, algo delató sus intenciones y no se le
permitió el acceso al edificio principal. Tal vez su indumentaria o la
expresión de su rostro desataron la alarma. Incluso es posible que, resuelto
como debía de estar a actuar, llevara las armas a la vista, orgulloso de provocar
el pánico con su sola presencia. La policía no ha esclarecido la situación,
pero sí ha confirmado que Adam encontró resistencia al intentar entrar en la
escuela. Allí, se ensañó con los niños, cada uno de ellos recibió varios tiros,
según explicó la policía.
Por los relatos de los testigos y, a falta de confirmación
oficial –la policía contaba con continuar, al menos, durante todo el día de
ayer recolectando pruebas en las dos escenarios del múltiple crimen-, todo
indica que se vivieron en ese momento y en ese lugar acontecimientos heroicos.
Algunas profesoras hicieron frente al criminal sin más armas que su valor. Un
docente de ellos ha contado que una de sus compañeras trató de contener la
puerta con su propio cuerpo para impedir el avance del intruso, que la mató en
el desigual forcejeo. Seis adultos, además de la madre y del autor de la
matanza, están en la lista de víctimas mortales.
La
directora de la escuela, Dawn Hochsprung, es una de ellas.
Estaba a punto de empezar una reunión con sus colaboradores cuando se escuchó
el jaleo. Rápidamente corrió hacia el lugar para averiguar lo que sucedía. La
sicóloga del centro, Mary Sherlach, salió detrás de ella. Hasta dónde llegaron
en el cumplimiento de su responsabilidad –una de ellas intentó conectar los
altavoces del recinto para dar alerta y pedir auxilio-, cómo fueron exactamente
las circunstancias en que cayeron, es aún un misterio, pero los cuerpos de
ambas fueron encontrados más tarde en el pasillo que da acceso a las clases.
Alguien,
en alguna oficina del edificio, llamaba al teléfono de emergencias 911
alrededor de las 9 y media. Otros profesores, alarmados por los
disparos y los gritos, trataban de proteger a los alumnos de cualquier modo,
escondiéndolos en armarios, bajo los pupitres, entre sus propios brazos.
¿Por qué ese lugar? ¿Era esa la fuente de su tormento o,
simplemente, un sitio como otro cualquiera para dejar su firma con sangre?
Fui
inútil para muchos de ellos. El asesino logró entrar en una clase y disparó a
quemarropa contra todos los que encontró. Después se trasladó a
otra aula, en la que aumentó la cuenta de cadáveres, todos entre los 6 y los 7
años, 12 de ellos niñas. Son imaginables los instantes de desesperación que
debieron de vivirse entonces en una escuela en la que, como en todas, solo se
escucha habitualmente el bullicio estimulante de los niños. Algunos se apiñaron
junto a sus maestros, más obedientes que nunca. Otros buscaban escondites, como
en un juego. Uno de ellos consiguió salir por una puerta trasera, y corrió y
corrió y corrió hasta llegar a casi un kilómetro de distancia, donde fue
recogido por un transeúnte.
Quizá porque no encontró más objetivos fáciles a la vista
o quizá por su munición o su energía se habían consumido, Adam disparó contra
sí mismo la última bala. Cuando la policía llegó lo encontró ya tendido en
algún punto de su recorrido. Todo duró alrededor de cinco minutos, según la
memoria confusa de algunos testigos.
Muchos padres, envueltos en sus ocupaciones diarias,
recibieron las primeras noticias de la tragedia como hoy se conocen esas cosas,
en las alarmas de sus teléfonos móviles o de sus ordenadores en el trabajo,
aunque muy pocos podía imaginar la dimensión de lo sucedido.
Cuando llegaron a la escuela, la encontraron rodeada por
las fuerzas de la SWAT, con sus aparatosos uniformes y armamento. Entre éstas y
los maestros, los alumnos fueron conducidos en filas hasta otro edificio más
pequeño del recinto escolar. Fue allí donde los padres pudieron abrazar a sus
hijos por primera vez y comprobar que, a ellos, esta vez, no les había tocado.
La confusión, los llantos, el dolor, la desesperación, obviamente, lo inundaban
todo. Es difícil saber si, en ese momento, es mayor la alegría por ver a tus
hijos vivos o la amargura por la pérdida de tantos otros inocentes.
Ante la evidencia de la tragedia ya inevitable, los
profesionales de la escuela y expertos en psicología se esforzaron por aliviar
la pena de los supervivientes. Es difícil explicarles a niños de seis, siete u
ocho años que es lo que había ocurrido. Padres y maestros intentaron
tranquilizar a los niños, mientras la policía comenzaba a recoger pruebas y se
aseguraba de que no había más víctimas.
El tirador había actuado con dramática precisión. En este
tipo de episodios, desgraciadamente frecuentes en Estados Unidos, suelen
contarse muchos heridos, explicable por el caos de una escena como esta. Adam
Lanza, en cambio, solo dejó uno. Dos de los niños muertos fueron aún subidos
con vida a las ambulancias, pero murieron rápidamente en el hospital. El
pistolero había sido certero, casi infalible, como si se hubiera entrenado
durante mucho tiempo para esta ocasión.
Se desconoce si fue así. Su madre era aficionada a las
armas, y se sospecha que, en alguna oportunidad, había llevado a sus dos hijos a
los ejercicios de tiro a los que ella solía acudir con cierta frecuencia. El
otro hermano, Ryan, fue detenido en New Jersey por la policía, que, tan
confundida como todo el mundo en un primer momento, creyó que podría tener
alguna relación con la matanza. También el padre, Peter Lanza, divorciado de la
madre hace varios años, fue interrogado, aunque no está considerado un
sospechoso ni parece que tenga tampoco ninguna vinculación con el caso.
Todo indica que se trata de un asesino solitario, como
suele ocurrir en la mayoría de estas tragedias. Poco se sabe de Adam Lanza,
como es natural. Es uno de esos personajes de los que hay poco que saber.
Algunos de sus amigos o conocidos lo describen como un tipo extraño, diferente.
Por supuesto, eso no explica nada. La gente diferente no va por ahí matando
niños. Este es una de esos actos cometidos por un ser humano que no tiene
explicación, como tantos.
La policía trata de hacer, no obstante, una reconstrucción
lo más precisa posible de los hechos. Una de las razones para ello es la
descartar cualquier complicidad. Parece que no la hay, más allá de esa
complicidad involuntaria de su madre al comprar las armas del crimen. Otra
razón es la de tranquilizar a los familiares de la víctimas. Parece que las
muertes inexplicables son aún más dolorosas que las demás. Triste consuelo. En
el fondo, no hay mucho que investigar. La versión final del suceso no distará
mucho de lo que sabe hasta hoy. En última instancia, este es un episodio con el
que la gente de Newtown tendrá que lidiar en la monotonía de su vida cotidiana,
y que las familias destrozadas por la pérdida de un hijo tendrán que afrontar
en la intimidad de un hogar desolado para siempre.
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