Cervantes,
Argel y la ‘lingua franca’/Juan Goytisolo es escritor.
El
País, 25 de mayo de 2013
El
cautiverio de Cervantes es un tema recurrente en la historiografía de la época
y en razón de los enigmas que encierra, seduce y seguirá seduciendo a los
investigadores tanto en España como fuera de ella. Herido en Lepanto durante la
batalla naval que enfrentó el creciente poder otomano a la Santa Liga formada
por España, Venecia y el Papado romano, no abandonó por ello los servicios a
don Juan de Austria, a quien siguió en sus expediciones a Túnez y La Goleta. En
su viaje de regreso a la Península nuestro primer escritor y su hermano Rodrigo
fueron capturados por los corsarios turco-berberiscos y conducidos a Argel.
La
historia de sus cuatro tentativas frustradas de evasión, de sus relaciones
abruptas con el codicioso y cruel bey Hasán Veneciano y de las arduas
negociaciones de rescate por los monjes trinitarios se hallan bien documentadas
gracias a su amistad con Antonio de Sosa, cautivo como él y autor de la
imprescindible Topografía e historia general de Argel. La estancia forzada
durante cinco años del autor del Quijote en la orilla africana y su aportación
a su rica y variada creación literaria han originado, como dijimos, una
abundante bibliografía y cervantistas profesionales y universitarios se han
esforzado en exponer desde muy distintos enfoques las diversas facetas de su
experiencia argelina. A la lucidez y conocimiento profundo en la materia de Francisco
Márquez Villanueva, en la estela fecunda de Américo Castro, se han agregado en
las últimas décadas obras de obligada referencia como la de Emilio Sola y José
F. de la Peña (Cervantes y la Berbería) y de María Antonia Garcés (Cervantes en
Argel). La enumeración sería larga y la detengo aquí.
Criado
en un mundo en el que se imponía como un dogma la “limpieza de sangre” y en el
que la Inquisición velaba por la pureza de la fe católica y reducía a cenizas a
disidentes y herejes, el contacto con la sociedad de Berbería —la convivencia
con la diversidad étnica y religiosa de turcos, moros, cristianos, judíos,
conversos y renegados— le procuró una experiencia y una visión del ser humano
en las antípodas de las que le inculcaron en el espacio social, político y
religioso de la España de su tiempo. El mestizaje cultural y lingüístico de
Argel, el tránsito de una fe a otra, ya fuera por convicción, ya por razones
pragmáticas, configuraron su labor de escritor y aportaron su sello a lo que él
mismo llamaba su “rara” invención. El mundo bullicioso y abigarrado en el que
vivió a veces en semilibertad y a veces en las temibles mazmorras, era para él
una alternativa que nunca desapareció de su horizonte vital y literario cuando
regresó a España y no recibió la recompensa condigna a su valentía en las armas
y a su genio en la escritura.
Cervantes
no dice gran cosa acerca del idioma en el que se comunicaban gentes de tan
distintas naciones y origen social (la palabra nación no tenía entonces el
significado de ahora). En Los baños de Argel pone en la boca de un morillo:
“¡Rapaz cristiano / non rescatar, non fugir; / don Juan no venir, / acá morir /
perro, acá morir!”, y al hablar de la esclavizada Leonisa y de su dueña Halima
en El amante liberal menciona su uso de la lengua cristiana, pero sin
especificar su contenido. Habrá que esperar el “Relato del cautivo” intercalado
en la Primera Parte del Quijote —los tres capítulos en los que suspende el hilo
argumental de la novela y concede la palabra al narrador de “aquel discurso
verdadero” en la venta de Maritornes— para que, a través de él, Cervantes nos
lo aclare.
“Me
dijo en lengua que en toda la Berbería y aun en Constantinopla, se habla entre
cautivos y moros, que ni es morisca, ni castellana, ni de otra nación alguna,
sino una mezcla de todas las lenguas, en la cual todos nos entendíamos”.
La
referencia cervantina a esa “lengua franca” gráficamente descrita por Antonio
de Sosa en su Topografía como “jerigonza” que al igual de los tuits de hoy
servía de esperanto pragmático para todos los miembros de aquel vasto crisol de
identidades mutantes, aparece igualmente en las relaciones de viaje de otros
cautivos y de comerciantes y aventureros que navegaban de norte a sur y de
poniente a levante del Mediterráneo.
La
importancia del tema exigía un registro minucioso de dicha jerga y hay que
agradecer a la historiadora francesa Jacqueline Dakhlia que haya acometido
dicha tarea con exhaustiva erudición y rigor. En su lingua franca. Histoire
d’une langue métisse en Mediterranée, cuyo análisis se extiende de la toma de
Constantinopla por los otomanos al siglo XIX, la autora describe con numerosos
ejemplos un argot compuesto principalmente por vocablos italianos y españoles,
con aportaciones menores judeoportuguesas, francesas, provenzales, árabes,
bereberes y turcas, jerga cambiante y de sintaxis rudimentaria, con los modos y
tiempos verbales reducidos al infinitivo. Las fuentes citadas lo pintan como un
italiano esquemático o de “negro bozal”: un habla carente de lógica interna en
la que primaba la adaptación rápida al oído ajeno.
Tal
galimatías se prestaba fácilmente a la parodia literaria, como hizo Juan del
Encina en el divertido villancico en el que evoca la peregrinación a Tierra
Santa con los mendigos autóctonos pidiendo limosna —“y Ala ti da bon matin”,
(que Dios te dé un buen día)— y en fecha mucho más tardía, como el mismísimo
Molière, citado por Jacqueline Dakhlia, en El burgués gentilhombre, con su
parodia de la embajada otomana despachada por el sultán a la corte de Luis XIV:
“Si ti sabir / ti respondir; / si non sabir, / tazir, tazir” (si sabes,
responde; si no sabes, calla, calla).
La
deformación del idioma de origen derivaba hacia una discontinuidad balbuceante,
no sujeta a regla alguna y ceñida a la mera expresión individual del sujeto
parlante. La lista de ejemplos de la autora es elocuente y sabrosa, como
muestra el glosario que acompaña la obra, inspirado en gran parte en el laboreo
previo de Alan Corré y Guido Cifoletti. Contrariamente al lenguaje literario,
la lengua franca (la jerga esperántica, la de las redes sociales) es híbrida, a
menudo monosilábica y, en todo caso, efímera: cambia de una persona a otra,
pero tiene la virtud de revelar las vicisitudes de la adaptación léxica y a
veces sintáctica del propio idioma al del auditor o destinatario. Como la
mayoría de los cristianos que corrieron su suerte, Cervantes no intentó
adentrarse en las complejidades de la lengua de la Berbería y permaneció en la
tierra de nadie en la que se imponía el uso de aquel habla fluida y mestiza.
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