¿Existen
los narco-caníbales?/ JUAN VELEDÍAZ
La Silla Rota.24/JUL/2013
¿Pueden
los convidados a un festejo del jefe de los Zetas, participar en un ‘banquete’
de carne humana sin oponer resistencia?
El
testimonio es de Juan Sánchez Limón, un reo del penal federal de máxima
seguridad de Puente Grande, Jalisco, quien narró este episodio al reportero J.
Jesús Lemus Barajas, cuando ambos coincidieron en las mazmorras del lugar. El
relato es un ejercicio de la crueldad, donde cada paso adquiere tintes
surrealistas más allá de una labor casi imposible de verificación de datos.
Sánchez
Limón era uno de los jefes de los Zetas en varios estados del centro del país.
Su territorio abarcaba Guanajuato, San Luis Potosí, Aguascalientes, Zacatecas y
Jalisco. Entre sus anécdotas saltan algunas imprecisiones, como el que conoció
a Heriberto Lazcano, jefe del grupo paramilitar, cuando ambos iban al Colegio
Militar. Lazcano, según su hoja de servicios militares, nunca asistió al alma
mater de la milicia mexicana, fue cabo de infantería y realizó diversos cursos,
entre ellos el del Grupo Aeromóvil de Fuerzas Especiales. Sin embargo, esto no
le resta mérito a lo que asegura, presenció.
Recordaba
que después de que conoció a Lazcano en el ejército, lo perdió de vista varios
años, hasta que lo reencontró cuando estaba comisionado a Durango ya con el
rango de teniente. Sánchez Limón refiere que le llegó una invitación, cuando
estaba en esta entidad, para sumarse al grupo de Lazcano que por aquellos años,
finales de los 90, organizaba como cuerpo de seguridad del capo del cartel del
Golfo, Osiel Cárdenas Guillén. Decía que por aquel entonces como oficial del
ejército ganaba ocho mil pesos al mes, y cuando Lazca lo invitó la oferta fue
de 10 mil a la semana. No lo dudó, desertó y fue uno de los tantos oficiales
del GAFE que se sumó al grupo de los Zetas.
El
encuentro lo narra el reportero Lemus Barajas en su libro “Los malditos.
Crónica Negra desde Puente Grande”, publicado hace unas semanas por la
editorial Grijalbo. La charla se dio tiempo atrás, al menos cuatro años antes
de que Lazcano fuera abatido en un choque armado por la Marina en Progreso,
Coahuila, en octubre del 2012.
—
¿Cómo era El Lazca en el trato con ustedes, su gente?—
—Es
un tipo a toda madre. No anda con chingaderas, es estricto pero benevolente.
Muy inteligente, tiene memoria fotográfica, no se le olvida nada y nunca deja a
nadie sin darle una respuesta al favor que le pide. Él sabrá cómo le hace pero
siempre apoya a su gente. (…)
—
¿Es cierto lo que cuentan de él, que posee un rancho en Laredo, en donde tiene
leones y tigres y allí arroja vivos a sus enemigos?
—Ay
pinche periodista, tú y tus mamadas —dice en medio de una risita que apaga de
inmediato para no hacer enojar al guardia del diamante, que ya dos veces nos ha
gritado que guardemos silencio—, todo es imaginación de la gente, no pueden ver
a un hombre que crece dentro de la sociedad porque luego lo hacen mito. Al rato
van a decir que se come vivos a los niños.
—
¿No es cierto entonces lo que se cuenta del Lazca?
—Sé
que tiene un rancho con un zoológico, pero no he sabido que aviente a sus
enemigos a los leones; a esos más bien los ejecuta en forma rápida. A sus
enemigos más bien se los come él.
—
¿Los tortura mucho…
—No,
se los come. Lo que es comer. Tragar pues, para que me entiendas.
—
¿Come carne humana El Lazca?—pregunto dudando a todas luces de la veracidad del
comentario.
—Lo
he visto.
—
¿Tú has estado en reuniones donde El Lazca ingiera proteína humana?
—He
estado en reuniones en las que luego de enjuiciar a alguien y sentenciarlo a la
pena de muerte, antes de ejecutarlo le ordena que se bañe a conciencia, incluso
que se rasure todo el cuerpo, y lo deja que se desestrese por unas dos o tres
horas; hasta les daba una botella de whisky para que se relajen mejor. Después
ordena su muerte en forma rápida, para que no haya segregación de adrenalina y
la carne no se ponga amarga ni dura. (…)
—
¿Cómo preparan la carne para comerla?
—He
visto que El Lazca le gusta comerla en tamales y cocida en limón, en tostadas,
como si fuera carne tártara.
—
¿Qué parte del cuerpo es la que se come?—pregunto asombrado por el curso que ha
tomado mi interrogatorio.
—Solo
la nalga y el chamorro; de allí sacan los bisteces para preparar la comida. Una
vez estuvimos en una reunión en la que se juntó a toda la gente; fue en una
posada que se hizo en Ciudad Victoria, y esa vez mandó hacer pozole y tamales.
Los que colaboraron con la carne fueron tres centroamericanos que se pasaron de
listos. A mí me tocó ver cómo los prepararon para ponerlos en el pozole y en
los tamales.
—
¿Todos los que estaban en la reunión le entraron a la comida de carne humana?
—Todos
sabían que era carne humana y yo no vi a nadie que le hiciera el feo al pozole
ni a los tamales; incluso los militares que llegaron a la reunión, invitados
por El Lazca, le entraron con mucho apetito.
Pocas
veces un relato en primera persona resulta tan escalofriante como el que
realiza Lemus Barajas en esta obra donde, desde el inicio, deja claro que en su
estancia de poco más de tres años en el penal, se le aplicó la más estricta y
severa de las penas. Como procesado, a diario fue víctima por todos los medios
de sesiones de tortura para intentar quebrantar y sobajar su voluntad, su
dignidad y la esperanza de poder salir libre algún día. En todo este tiempo, la
humillación, la vejación y los golpes, fueron la constatación que los derechos
humanos en las cárceles de máxima seguridad del país, son una falacia que
retrata de cuerpo entero al sistema penal mexicano.
Lemus
era director de un pequeño diario, El Tiempo, en La Piedad, Michoacán, cuando
fue detenido en mayo del 2008 acusado de delincuencia organizada y fomento al
narcotráfico. Los cargos nunca tuvieron ningún soporte legal, el ministerio
público no aportó evidencias y ningún testimonio. Su encarcelamiento se debió,
según relata el autor, a una vendeta por la línea editorial de su rotativo que
criticó la política de los gobiernos panistas, como el de Juan Manuel Oliva en
Guanajuato vinculado a la ultraderecha alineada al Yunque, en materia de
seguridad.
Su
proceso y encarcelamiento fue lo más cercano al infierno, relata, en menos de
una semana de una cárcel común en Guanajuato fue trasladado al centro federal
de máxima seguridad de Puente Grande. Fue catalogado por la procuraduría de
justicia guanajuatense como un reo de alta “peligrosidad”, por lo que se pidió
a la autoridad federal su reubicación
A
su ingreso a Puente Grande, lo enviaron a un módulo para reos “peligrosos”,
donde los internos permanecen aislados en sus celdas, desnudos, sin ningún tipo
de pertenencias, sin cobertor ni colchoneta y obligados a dormir en una losa de
concreto a temperaturas casi en cero. De madrugada, a punta de toletazos en
espalda, piernas y brazos, eran obligados a salir a un patio donde por medio de
chorros de agua con manguera a presión, en ocasiones encadenados de pies y
manos, eran forzados a dar una o dos vueltas rodando empujados por el golpe del
agua.
El
libro recoge las vivencia que Lemus tuvo con algunos de los reos más celebres
de la delincuencia en los últimos años. Desde su celda, pared de por medio,
pudo platicar con Daniel Arizmendi, apodado “el Mochaorejas”, sentenciado por
secuestro; con Álvaro Darío de León Avilés, “el Duby”, miembro de los
“narcosatánicos”, célebres por sus crímenes a finales de los años 80 en
Tamaulipas; con testimonios de otros internos reconstruye los días en que
Joaquín “El Chapo” Guzmán estuvo en el penal, y relata cómo fue su fuga, muy
distinta en modo y tiempo a cómo fue consignada por documentos oficiales.
Recoge el escalofriante testimonio de los “caníbales” ligados al narco;
registra la estancia de Alfredo Beltrán Leyva, “el Mochomo”, operador en
Culiacán de lo que fue la Federación de cárteles, cuando se unieron el de
Juárez y de Sinaloa; también cuenta algunas confesiones de Mario Aburto,
sentenciado por el asesinado del candidato del PRI Luis Donaldo Colosio en
1994, como aquella de que la pistola que llevaba el día del magnicidio, en
realidad la iba a vender a un postor que lo citó en el mitin. Hace un retrato
de un enfermo y decaído Rafael Caro Quintero, el capo más célebre de los años
80, devoto y muy disciplinado, quien era visto, hasta antes de su traslado hace
unos años a una cárcel de mediana seguridad, como la autoridad moral del penal.
Fosa
común
El
relato de Lemus coincide con el realizado hace unos días por el reportero
Alfredo Corchado, corresponsal en jefe del diario Dallas Morning News en
México, quien aseguró que Miguel Treviño Morales, el capo y líder de los Zetas
detenido la madrugada del pasado lunes 15 de julio, es un fiel creyente de la
santería y realizaba prácticas macabras, como la de comer el corazón de sus
víctimas. Este ritual, explicó Corchado, autor del libro “Mindnight in Mexico”,
lo realizaba junto a sus hombres con el objetivo de “sentirse más poderosos”.
Twitter:
@velediaz424
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