La
consagración de la primavera/ Gustavo Martín Garzo
Publicado en El
País |23 de junio de 2013
Ahora
que ya pasó la primavera y con ella gran parte de las ferias del libro de
nuestro país, puede que no esté mal contar lo que me ocurrió la primera vez que
fui a firmar a una de ellas. La historia tuvo lugar en la primavera de 1993, y
el libro que se presentaba en la Feria del Libro de Madrid era mi novela El
lenguaje de las fuentes, que entonces se acababa de publicar. Un tiempo antes
había ganado en León un modesto premio a un libro de relatos. Se titulaba El
amigo de las mujeres, y lo había escrito siguiendo las huellas de Gómez de la
Serna, que es un escritor que me encanta. Marcel Cohen dijo que los libros son
como los juguetes que se dan a los niños chicos, y eso fue siempre Gómez de la
Serna: un infatigable constructor de juguetes.
Acababa
de terminar entonces mi novela y, lleno de euforia por el inesperado premio,
decidí probar suerte a lo grande. Hice seis copias del manuscrito, que envié a
las editoriales que más me gustaban, y me puse pacientemente a esperar. Las
editoriales contestaban entonces religiosamente y, unas semanas después, empecé
a recibir sus negativas. Debo reconocer que me deprimía mucho recibir aquellas
cartas tan corteses como implacables en que me decían que mi libro no se
ajustaba a sus inescrutables planes editoriales. Es un rasgo terrible de mi
carácter, siempre tiendo a pensar que los demás tienen razón cuando critican
mis libros, tal vez porque soy el primero en sospechar que están llenos de
defectos.
Ya
lo daba todo por perdido cuando recibí una llamada de la editorial Lumen de
Barcelona. Querían informarse si me había comprometido con otra editorial y les
dije perplejo que no. Al día siguiente fue Esther Tusquets quien me llamó en
persona. Se disculpó por haber tardado tanto tiempo en dar señales de vida ya
que el manuscrito había esperado varios meses sobre su mesa y no lo había leído
hasta ese momento. Y sin más rodeos me dijo que lo quería publicar. Esther no
era amiga de hablar por teléfono. Decía lo justo y enseguida se despedía de ti.
De modo que me quedé con el auricular en la mano sin dar crédito a lo que me
acaba de suceder. Yo amaba su editorial, y amaba sobre todo aquella colección
Palabra en el Tiempo, en que había leído, entre otros, a Franz Kafka, Virginia
Wolf, Hermann Broch, Samuel Becket, Flannery O’Connor y James Joyce, algunos de
los autores esenciales de la literatura del siglo pasado. Y me parecía
imposible que mi libro pudiera figurar en el mismo catálogo que los suyos.
Es
difícil definir a Esther, nunca sabías por dónde podía salir. Se movía por
filias y fobias, su ley era la ley de la afinidad. Cuando algo la gustaba iba a
por ello sin complejos, como hacen los perros y los niños. El niño quiere vivir
rodeado de las cosas que ama y Esther vivía rodeada de perros, libros, y
preciosas figuras modernistas. Le gustaba viajar, escribir, el cine de Chaplin
y de Bergman, el ballet, y sentía por el juego una pasión infantil e
inagotable. Podía ser la más generosa y divertida de las compañías. Con ella
cualquier cosa podía suceder. Walter Benjamin habló de la sabiduría de la mala
educación, señalando que la verdadera razón de la mala educación es el fastidio
del niño por no poder vivir una vida marcada por lo excepcional. Esther era muy
educada, pero podía ser implacable cuando alguien o algo no la gustaba. En su libro
de memorias nos cuenta que el problema de su vida fue no sentirse
suficientemente amada por su madre. Ella pensaba que el niño que se siente
querido está más preparado para enfrentarse a los problemas del crecimiento y
la vida. “Yo no me sentí querida y me he pasado toda la vida mendigando amor.
Una pesadez”. Por eso la gustaban los animales, sobre todo los perros, porque
le daban ese amor sin medida que necesitaba. Siempre hubo alguno a su lado, y
en una entrevista que le hicieron poco antes de morir declaró que una de las
cosas que más la aterraba de la muerte era preguntarse qué pasaría con sus
perras.
Pero,
en fin, no es de Esther Tusquets ni de lo importante que fue en mi vida de lo
que quería hablar en este momento, sino de lo que me pasó cuando me publicó
aquel libro. Recuerdo cuando recibí el primer ejemplar. Pocas veces he sido tan
feliz. No podía separarme de él, y en los días siguientes lo llevaba conmigo a
todos los lados. Mi mujer, nuestros hijos y yo fuimos a un restaurante para
celebrarlo. Lo eligieron los niños, por lo que terminamos en uno chino llamado
La Gran Muralla. No importaba, nuestra felicidad nos compensó sobradamente del
arroz tres delicias y los rollitos de primavera.
Enseguida
llegó la Feria del Libro de Madrid y Esther me pidió que fuera a firmar a la
caseta de su editorial. Lo hice encantado, aunque ella me advirtió protectora
que no debía deprimirme si no firmaba demasiados ejemplares. Decidí asumir ese
riesgo y viajé hacia Madrid, como el que parte a la conquista del Nuevo Mundo.
Al llegar al paseo del Retiro, se enfrió mi entusiasmo. Ver aquella cantidad de
casetas y los miles de libros que había expuestos en ellas heló mi sangre. ¿Qué
sería de mi pobre libro en medio de aquella selva intrincada y feroz? Firmé dos
ejemplares, del que solo uno fue a parar a una persona desconocida. Mientras
esperaba en la caseta, se acercó Mario Vargas Llosa, del que yo era un devoto
lector. Estuvo hojeando los libros expuestos y en un par de ocasiones su mano
sobrevoló muy lentamente el mío, o al menos eso me pareció, sin llegar a
detenerse en él. ¿Cómo podía pasar a su lado sin verlo? Pensé en identificarme,
en decirle que yo era el autor de aquel libro y que estaría encantado de poder
regalárselo, pero no me atreví. Aun pasó otra cosa, poco antes de irse, Vargas
Llosa se volvió hacia mí y, creyéndome un dependiente, me pidió con amabilidad
que le acercara uno de los libros de un estante lejano, lo que hice tan
resignado como feliz de poder complacerle.
Al
día siguiente, se presentaba el libro en la Fnac y, para mi sorpresa, el salón
estaba lleno a rebosar. Yo no podía entender qué hacía toda esa gente allí,
pues era mi primer libro y nadie me conocía en aquella ciudad, pero como es
lógico me sentí muy halagado y empecé a hablar de mi novela con incontenible
entusiasmo. Pero hablaba y hablaba y mi público no manifestaba interés alguno
ni hacía el mínimo gesto de aprobación o rechazo ante lo que les contaba. Y aún
fue más extraño que, al terminar, nadie se moviera de su asiento. Todo resultaba
bastante incomprensible e inquietante hasta que, al retirarme de la mesa,
alguien de la Fnac que me acompañaba me explicó un poco avergonzado lo que
sucedía. Aquellas gentes no habían sido desposeídos de su condición humana por
ninguna fuerza maligna, sino que justo después de mi acto había otro en que se
presentaba la versión cinematográfica de La pasión turca, y al que habían
prometido su asistencia el director y todos los actores y actrices de la
película, por lo que si habían acudido a mi presentación era solo para guardar
los asientos. El descubrimiento no resultaba demasiado halagador, pero debo
decir que no me importó en exceso. Incluso, pasado el primer sofoco, me sentí
afortunado. Volvía de mi visita a Madrid y de mi primera Feria del Libro con algo
que contar, algo gracioso que haría sonreír a quienes lo escucharan. ¿Qué mejor
bautismo, pensé, para mi recién estrenada vida de escritor?
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