La
vida no tiene precio/Luiz Inácio Lula da Silva, expresidente de Brasil, trabaja ahora en iniciativas globales con el Instituto Lula, y se le puede seguir en facebook.com/lula.
© 2013 Instituto Luiz Inácio Lula da Silva.
Distribuido por The New York Times Syndicate.
Traducción del inglés de Juan Ramón Azaola.
Publicado en El
País | 26 de noviembre de 2013
En
todo el mundo, en los países ricos, en los países en vías de desarrollo y en
los países pobres, el acceso a una más avanzada asistencia sanitaria supone un
desafío cada vez mayor. Los altos costes impiden a muchos de los enfermos
acceder a innovadores cuidados médicos que podrían curarles o prolongar sus
vidas.
La
cuestión ya no es si existe una cura para una determinada enfermedad —en muchos
casos, la hay—. La cuestión es si el paciente es capaz de pagarse esa cura.
Millones de personas se enfrentan a una situación desesperada, sabiendo que hay
un tratamiento que podría salvarles o aliviar su sufrimiento, pero sabiendo
también que no pueden acceder a él debido a lo prohibitivo de su coste.
Una
contradicción frustrante e inhumana afecta hoy a la medicina más avanzada, en
la que tienen lugar maravillosos descubrimientos científicos, pero cuyo uso
público está limitado exclusivamente a unos pocos.
A
un lado de la ecuación de la asistencia sanitaria están las compañías
farmacéuticas, que elaboran medicinas que requieren elevadas inversiones y unas
pruebas experimentales sofisticadas y rigurosas. En el otro lado están los que
pagan los tratamientos médicos: los Gobiernos y los sistemas de asistencia
médica en el sector público y las compañías de seguros médicos en el sector
privado. En medio está el paciente, luchando por su vida, pero sin medios para
pagar: si no puede pagar, no puede sobrevivir.
En
Estados Unidos, el presidente Barack Obama ha luchado durante años contra la
oposición conservadora para extender los beneficios de la asistencia sanitaria
a millones de personas. En Europa, con frecuencia, hasta los generalmente
accesibles sistemas públicos de asistencia sanitaria no pueden garantizar un
pleno acceso a los más novedosos tratamientos, incluso en países ricos. En
Brasil, el Gobierno necesita cada vez más fondos para comprar medicamentos que
suministra gratuitamente, incluidos algunos fármacos de primera generación. En
África, el VIH aflige a partes enormes de su población, y enfermedades
tropicales perfectamente evitables —como la malaria— que continúan siendo
causas principales de muerte, ya no suponen una prioridad de investigación para
las compañías farmacéuticas.
Un
vídeo que estuvo circulando por Internet, hecho por una compañía de teléfonos
móviles, emocionó a espectadores de todo el mundo al mostrarles los dramas
interrelacionados de un muchacho de Tailandia que roba para proporcionarle a su
madre el medicamento que necesita, y de una mujer joven que, años más tarde, se
enfrenta a unas astronómicas facturas de hospital para salvar a su padre.
Viví
en persona el drama de perder a seres queridos debido a la carencia de un
tratamiento médico decente. En 1970 perdí a mi primera mujer y a mi primer hijo
en el parto, como resultado de una mala práctica hospitalaria. Los años de pena
y dolor que siguieron fueron uno de los periodos más difíciles de mi vida.
Por
otra parte, en 2011, siendo presidente, me convertí en un superviviente del
cáncer gracias a los modernos recursos de un hospital excelente, cubierto por
mi plan de salud privado. El tratamiento fue largo y doloroso, pero la
competencia y los cuidados de los doctores, y el empleo de una medicación
avanzada, me ayudaron a superar la enfermedad.
Es
fácil ver a las compañías farmacéuticas como a los malos del caso, pero eso no
resuelve el problema. Esas compañías suelen casi siempre cotizar en Bolsa, sus
actividades están en buena medida financiadas por la venta de acciones en los
mercados de valores. Compiten entre ellas y con otros tipos de negocios para
poder financiar sus crecientes costes de investigación y de experimentación. El
principal atractivo que ofrecen a los inversores es el beneficio, una
motivación que choca con la de atender a las necesidades de los pacientes.
Para
obtener la ganancia deseada antes de que expire su patente, los medicamentos se
venden a menudo a precios completamente fuera del alcance de muchos pacientes.
Algunos tratamientos para el cáncer, por ejemplo, cuestan hasta 40.000 dólares
al año. Contrariamente al escenario habitual del libre mercado, la competencia
no hace que se reduzcan gradualmente los precios, que aumentan y aumentan con
cada nuevo fármaco. Ese modelo lucrativo lleva a que las compañías
farmacéuticas prioricen la investigación de enfermedades que ofrecen un mejor
rendimiento financiero.
El
alto coste del tratamiento hace que, con frecuencia, los seguros privados
busquen justificaciones para limitar su acceso. Los gestores de sistemas
públicos de salud, ante unos recursos limitados, se enfrentan a un dilema:
¿mejorar el sistema de asistencia sanitaria en su conjunto, basado en una media
de estándares de calidad, o priorizar un mayor acceso a tratamientos de
tecnología punta, que son los que en muchos casos salvan vidas?
El
absurdo precio de esas nuevas medicaciones se ha interpuesto en el camino de
las llamadas economías de escala. En lugar de haber unos pocos pacientes
pagando precios muy altos, las medicaciones generarían ingresos suficientes —y
demostrarían ser más útiles— si fueran accesibles a un mayor número de
pacientes.
No
hay una solución fácil, pero no podemos aceptar sin más esta situación. Cada
vez más gente demandará, con toda razón, un acceso más democrático a la
medicación innovadora ¿Quién podría, en conciencia, darse por vencido en la
lucha por un mejor tratamiento de la enfermedad que sufre su padre, su madre,
su pareja o su hijo, especialmente si discurre con gran dolor y riesgo para la
vida?
Este
problema tiene tanto impacto en las vidas —y en las muertes— de millones de
personas que merece una especial atención de los Gobiernos y de las
organizaciones internacionales, no solo de las agencias de asistencia médica.
No podemos seguir tratando este asunto simplemente como una cuestión técnica o
de mercado. Tenemos que transformarlo en un asunto realmente político,
interpelando a los directamente implicados, así como a otros cuerpos sociales y
económicos, para crear un modelo nuevo y viable, que funcione tanto para las
compañías que producen las medicinas como para los pacientes que se puedan
beneficiar de ellas.
Hoy
no tengo un cargo público. Hablo como ciudadano preocupado por el sufrimiento
innecesario de tanta gente. Creo que un desafío político y moral de esa
importancia debería ser el tema de estudio de una conferencia internacional
patrocinada por la Organización Mundial de la Salud. Allí, todas las partes
concernidas podrían hablar abiertamente de cómo compartir el coste de la
investigación y reducir el precio de los productos finales, situándolos dentro
del alcance de todo aquel que los necesite. Y esto debería hacerse con la mayor
urgencia.
Tenemos
que tomar en consideración los intereses de todos los actores en la ecuación de
la asistencia sanitaria avanzada. Pero las decisiones sobre la vida y la muerte
no pueden depender de un precio.
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