26 ene 2014

Muere José Emilio Pacheco, el poeta amado por los mexicanos



 Muere José Emilio Pacheco, el poeta amado por los mexicanos
Nota de PABLO DE LLANO 
El País, México Df 27 ENE 2014 - 02:21 CET2:
El poeta mexicano José Emilio Pacheco ha muerto este domingo en la Ciudad de México según ha informado a través de su cuenta de Twitter Rafael Tovar y Teresa, director de Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (CONACULTA). El escritor, de 74 años años, fue hospitalizado en la tarde del sábado.

Un hombre sencillo, sin vanidad. La imagen pública de José Emilio Pacheco (Ciudad de México 1939-2014) era la de un poeta sin pretensiones. Cuando recogió el Premio Cervantes en 2010 en España hizo un comentario sobre eso que se andaba diciendo de que él era uno de los mejores poetas latinoamericanos. “Pero si ni siquiera soy uno de los mejores de mi barrio. ¿No ven que soy vecino de Juan Gelman?”.
Los dos vivían en el barrio de la Condesa, en México DF. Últimamente apenas se veían porque estaban ambos ya bastante achacosos como para andar de caminata por una ciudad tan apabullante. En abril se vieron en la presentación de un libro. Pacheco le dijo a Gelman: “Te vería más si vivieras en Buenos Aires”.

El poeta argentino se adelantó unos días a su amigo José Emilio Pacheco en dar el paso al otro mundo. Falleció a los 83 años el pasado 14 de enero. Dos semanas después, toca despedir a Pacheco, otro de los grandes poetas latinoamericanos de las últimas décadas. El escritor Carlos Fuentes, otro de los grandes de las letras en español, escribía así sobre él en 2009: “Su obra es una obra universal, y participa de la gloria de las letras de todos los tiempos”.
Pacheco era un ídolo discreto en México. Aparecía poco, pero era una figura siempre presente en el altar de los devotos de la literatura. Uno de sus poemas, Alta Traición, era, es, será una de las máximas referencias de la cultura mexicana para entender a su propio país y a los sentimientos contradictorios que genera en muchos mexicanos.
 No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.
Pacheco estudió Derecho y Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México. Fue traductor de autores ingleses (Tennesse Williams, T. S. Eliot…), colaborador de prensa, ensayista (El derecho a la lectura, 1984; La hoguera y el viento, 1994), escribió cuentos como La sangre de Medusa (1955), El viento distante (1963) o El principio del placer (1973) y novelas como Morirás lejos (1967) y Las batallas en el desierto (1981).
 Pero su género fue la poesía, o, como escribió una vez Carlos Monsiváis con su ironía: “José Emilio Pacheco, poeta, narrador, periodista cultural, traductor, antologador, dramaturgo ocasional, es, sobre todo un poeta”. Gran parte de su obra poética está recogida en el volumen Tarde o temprano (Poemas, 1958-2000), editado por el mexicano Fondo de Cultura Económica.
 Para José Emilio Pacheco la escritura era su ser. “La lengua en la que nací constituye mi única riqueza”, dijo en 2010 cuando recogió el Cervantes.
 Antes de eso, en una entrevista con este periódico en 2009, decía sobre el efecto íntimo de hacer una buena frase: “Uno se siente muy satisfecho, sí, eso sí”. El hombre que componía versos excelentes no era de puertas para afuera un orador epatante. Decía palabras normales, humildes, como su presencia de señor tranquilo de pelo blanco y gafas cuadradas. Colaborador del semanario Proceso, en esa publicación durante décadas su columna Inventario se convirtió a un mismo tiempo en una brújula para orientar a la sociedad mexicana.
 La escritora Elena Poniatowska, que ganó el Cervantes el año pasado, escribió esto en EL PAÍS cuando se lo dieron cuatro años antes a su admirado Pacheco. “Siempre espero ansiosa el regreso de José Emilio. Me hace falta. En torno a él, el aire se vuelve cálido, familiar, verdadero. No hace frases solemnes, no excluye a los otros, los estudiantes lo rodean, las muchachas se enamoriscan de él, no fabrica una capilla, no trata de apantallar con su presencia, sus comentarios son caseros: ‘Creí que iba a perder el tren’, ‘no encontré taxi’…”.
 Otro detalle que definió la incompatibilidad sustancial de Pacheco con el boato ocurrió en la entrega del Cervantes. Al premiado se le cayeron los pantalones al entrar en el claustro de la Universidad de Alcalá de Henares. Al acabar el acto dijo que nunca se había vestido “de pingüino” y que no tuvo en cuenta que hubiera sido bueno ponerse unos tirantes.
 Aquel fallo de protocolo hubiera sido de pena capital en el México encorsetado y grandilocuente de su infancia; un México que describió magistralmente en Las batallas del desierto:
 La cara del Señor presidente en dondequiera: dibujos inmensos, retratos idealizados, fotos ubicuas, alegorías del progreso con Miguel Alemán como Dios Padre, caricaturas laudatorias, monumentos. Adulación pública, insaciable maledicencia privada. Escribíamos mil veces en el cuaderno de castigos: Debo ser obediente, debo ser obediente, debo ser obediente con mis padres y con mis maestros. Nos enseñaban historia patria, lengua nacional, geografía del DF: los ríos (aún quedaban ríos), las montañas (se veían las montañas). Era el mundo antiguo. Los mayores se quejaban de la inflación, los cambios, el tránsito, la inmoralidad, el ruido, la delincuencia, el exceso de gente, la mendicidad, los extranjeros, la corrupción, el enriquecimiento sin límite de unos cuantos y la miseria de casi todos.

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