Muere
José Emilio Pacheco, el poeta amado por los mexicanos
Nota de PABLO
DE LLANO
El País, México Df 27 ENE 2014 - 02:21 CET2:
El
poeta mexicano José Emilio Pacheco ha muerto este domingo en la Ciudad de
México según ha informado a través de su cuenta de Twitter Rafael Tovar y
Teresa, director de Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (CONACULTA). El
escritor, de 74 años años, fue hospitalizado en la tarde del sábado.
Un
hombre sencillo, sin vanidad. La imagen pública de José Emilio Pacheco (Ciudad
de México 1939-2014) era la de un poeta sin pretensiones. Cuando recogió el
Premio Cervantes en 2010 en España hizo un comentario sobre eso que se andaba
diciendo de que él era uno de los mejores poetas latinoamericanos. “Pero si ni
siquiera soy uno de los mejores de mi barrio. ¿No ven que soy vecino de Juan
Gelman?”.
Los
dos vivían en el barrio de la Condesa, en México DF. Últimamente apenas se
veían porque estaban ambos ya bastante achacosos como para andar de caminata
por una ciudad tan apabullante. En abril se vieron en la presentación de un
libro. Pacheco le dijo a Gelman: “Te vería más si vivieras en Buenos Aires”.
El
poeta argentino se adelantó unos días a su amigo José Emilio Pacheco en dar el
paso al otro mundo. Falleció a los 83 años el pasado 14 de enero. Dos semanas
después, toca despedir a Pacheco, otro de los grandes poetas latinoamericanos
de las últimas décadas. El escritor Carlos Fuentes, otro de los grandes de las
letras en español, escribía así sobre él en 2009: “Su obra es una obra
universal, y participa de la gloria de las letras de todos los tiempos”.
Pacheco
era un ídolo discreto en México. Aparecía poco, pero era una figura siempre
presente en el altar de los devotos de la literatura. Uno de sus poemas, Alta
Traición, era, es, será una de las máximas referencias de la cultura mexicana
para entender a su propio país y a los sentimientos contradictorios que genera
en muchos mexicanos.
No
amo mi patria.
Su
fulgor abstracto
es
inasible.
Pero
(aunque suene mal)
daría
la vida
por
diez lugares suyos,
cierta
gente,
puertos,
bosques de pinos,
fortalezas,
una
ciudad deshecha,
gris,
monstruosa,
varias
figuras de su historia,
montañas
-y
tres o cuatro ríos.
Pacheco
estudió Derecho y Filosofía en la Universidad Nacional Autónoma de México. Fue
traductor de autores ingleses (Tennesse Williams, T. S. Eliot…), colaborador de
prensa, ensayista (El derecho a la lectura, 1984; La hoguera y el viento,
1994), escribió cuentos como La sangre de Medusa (1955), El viento distante
(1963) o El principio del placer (1973) y novelas como Morirás lejos (1967) y
Las batallas en el desierto (1981).
Pero
su género fue la poesía, o, como escribió una vez Carlos Monsiváis con su ironía:
“José Emilio Pacheco, poeta, narrador, periodista cultural, traductor,
antologador, dramaturgo ocasional, es, sobre todo un poeta”. Gran parte de su
obra poética está recogida en el volumen Tarde o temprano (Poemas, 1958-2000),
editado por el mexicano Fondo de Cultura Económica.
Para
José Emilio Pacheco la escritura era su ser. “La lengua en la que nací
constituye mi única riqueza”, dijo en 2010 cuando recogió el Cervantes.
Antes
de eso, en una entrevista con este periódico en 2009, decía sobre el efecto
íntimo de hacer una buena frase: “Uno se siente muy satisfecho, sí, eso sí”. El
hombre que componía versos excelentes no era de puertas para afuera un orador
epatante. Decía palabras normales, humildes, como su presencia de señor
tranquilo de pelo blanco y gafas cuadradas. Colaborador del semanario Proceso,
en esa publicación durante décadas su columna Inventario se convirtió a un
mismo tiempo en una brújula para orientar a la sociedad mexicana.
La
escritora Elena Poniatowska, que ganó el Cervantes el año pasado, escribió esto
en EL PAÍS cuando se lo dieron cuatro años antes a su admirado Pacheco.
“Siempre espero ansiosa el regreso de José Emilio. Me hace falta. En torno a
él, el aire se vuelve cálido, familiar, verdadero. No hace frases solemnes, no
excluye a los otros, los estudiantes lo rodean, las muchachas se enamoriscan de
él, no fabrica una capilla, no trata de apantallar con su presencia, sus
comentarios son caseros: ‘Creí que iba a perder el tren’, ‘no encontré taxi’…”.
Otro
detalle que definió la incompatibilidad sustancial de Pacheco con el boato
ocurrió en la entrega del Cervantes. Al premiado se le cayeron los pantalones
al entrar en el claustro de la Universidad de Alcalá de Henares. Al acabar el
acto dijo que nunca se había vestido “de pingüino” y que no tuvo en cuenta que
hubiera sido bueno ponerse unos tirantes.
Aquel
fallo de protocolo hubiera sido de pena capital en el México encorsetado y
grandilocuente de su infancia; un México que describió magistralmente en Las
batallas del desierto:
La
cara del Señor presidente en dondequiera: dibujos inmensos, retratos
idealizados, fotos ubicuas, alegorías del progreso con Miguel Alemán como Dios
Padre, caricaturas laudatorias, monumentos. Adulación pública, insaciable
maledicencia privada. Escribíamos mil veces en el cuaderno de castigos: Debo
ser obediente, debo ser obediente, debo ser obediente con mis padres y con mis
maestros. Nos enseñaban historia patria, lengua nacional, geografía del DF: los
ríos (aún quedaban ríos), las montañas (se veían las montañas). Era el mundo
antiguo. Los mayores se quejaban de la inflación, los cambios, el tránsito, la
inmoralidad, el ruido, la delincuencia, el exceso de gente, la mendicidad, los
extranjeros, la corrupción, el enriquecimiento sin límite de unos cuantos y la
miseria de casi todos.
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