Autodefensas:
gasolina al fuego/RAFAEL CRODA
Revista Proceso # 1943, 25 de enero de 2014;
BOGOTÁ.- Los
grupos de autodefensa colombianos, que cobraron auge en los ochenta como parte
de una estrategia antiguerrillera auspiciada por empresarios del agro,
políticos y militares, acabaron como ejércitos paramilitares al servicio del
narcotráfico; cooptaron a segmentos significativos del Estado y se convirtieron
en el principal factor de violencia contra la población civil al perpetrar en
dos décadas 8 mil 903 asesinatos selectivos, mil 166 masacres y la mayoría de
las 25 mil desapariciones forzadas que registró el Centro Nacional de Memoria
Histórica (CNMH).
La investigadora
del fenómeno Claudia López sostiene que la creación de autodefensas civiles
para enfrentar a grupos armados ilegales “es algo que, usualmente, sale mal,
muy mal, como lo demuestra el caso de Colombia, porque cuando se empiezan a
formar esos oligopolios de violencia y el Estado pierde la capacidad de ser el
único proveedor de seguridad y justicia, la violencia termina disparándose”.
“La gente”, dice
a Proceso la maestra en administración pública por la Universidad de Columbia
en Nueva York, “arranca con la idea de que sólo se va a autodefender, pero la
lógica siempre es que para autodefenderse tiene que atacar a los demás. Así que
eso, inevitablemente –y tal es nuestra historia en Colombia–, acaba por escalar
la guerra”.
Según el
historiador Carlos Medina Gallego, los orígenes del paramilitarismo en Colombia
“están unidos a las estrategias de lucha contra la insurgencia en el marco del
impulso de los principios y fundamentos de la Doctrina de la Seguridad Nacional
y los Conflictos de Baja Intensidad de Estados Unidos. El Estado y sus fuerzas
militares, con sectores sociales, económicos y políticos regionales, fueron
promotores y agentes dinamizadores de su formación.
“El fenómeno
paramilitar”, agrega el autor de Paramilitarismo en Colombia: lógicas y
procesos, “se dio como un proceso de privatización de ejercicio de la fuerza,
la ley y la justicia por sectores afines a los propósitos y razones de Estado
ante la incapacidad del mismo para operar en contextos regionales dentro del
marco de los parámetros institucionales. En principio se produjo como una
práctica del terrorismo de Estado”.
Sin embargo,
después “fue cooptado por los empresarios y las lógicas de la industria del
narcotráfico y se colocó a su servicio, cumpliendo las tareas de protección de
zonas de cultivo, laboratorios y dinámicas económicas unidas al transporte de
insumos y a la comercialización de la droga. El paramilitarismo se hizo
instrumento de la confrontación entre el narcotráfico y el Estado cuando estuvo
de por medio la extradición y asumió la forma de terrorismo”.
Peor que la
enfermedad
Para Claudia
López, cuyas investigaciones sobre paramilitarismo descubrieron en 2005 una
alianza entre esos grupos y dirigentes políticos que penetró los más altos
niveles de la administración pública y los organismos estatales de seguridad,
no hay duda de que las organizaciones de autodefensa son, en contextos de
violencia como los que viven México y Colombia, un remedio que puede resultar
peor que la enfermedad.
“En la vida
real”, advierte, “cuando un grupito de ciudadanos con cuatro escopetas va a
enfrentar a una banda del narcotráfico, lo que va a pasar es que ese grupito
terminará aliado con algunos de los cárteles del narcotráfico que son enemigos
de su enemigo, porque necesita escalar la capacidad de fuego y violencia de su
adversario para poder defenderse”.
Puntualiza, “en
una guerra donde hay agrupaciones armadas, sean del Estado, privadas o
mafiosas, que tienen semejante capacidad económica y de fuego, como Los Zetas,
como el Cártel de Sinaloa, como los Templarios, quienes quieren defenderse
tienen que escalar la capacidad de fuego y de violencia de sus enemigos, y eso
es algo que no puedes hacer con un grupito y cuatro escopetas. Para poder
defenderte de verdad, te toca aliarte con alguien que tenga la capacidad del
otro, de tu enemigo, y esa capacidad sólo te la da el Estado o el grupo mafioso
enemigo del que te está atacando”.
De acuerdo con
Claudia López, coordinadora del libro Y refundaron la patria… una minuciosa
investigación sobre la llamada “parapolítica” colombiana, “en la desafortunada
lógica de la guerra (…) los grupos de autodefensa terminan siendo como gasolina
para un incendio; lo que hacen, inevitablemente, es acrecentar el incendio”.
El germen
El 12 de
noviembre de 1981, un comando de la guerrilla del M-19 secuestró a Martha
Nieves Ochoa Vásquez, hermana de Jorge Luis, Juan David y Fabio Ochoa Vásquez,
integrantes de la cúpula del Cártel de Medellín. Como respuesta, este grupo
criminal creó un ejército privado denominado Muerte a Secuestradores (MAS), que
rescató a la plagiada sin necesidad de que su familia pagara los 12 millones de
dólares que exigía la organización rebelde por su liberación.
El MAS fue el
germen del moderno paramilitarismo colombiano, pues su modelo cundió por varias
regiones del país, en las cuales ganaderos, políticos, policías, militares y
narcotraficantes decidieron crear sus propios ejércitos para combatir a la
insurgencia. Desde el Magdalena Medio, una extensa y rica zona al nororiente
del territorio, hasta los Llanos Orientales y la estratégica área bananera de
Córdoba y Urabá, proliferaron las denominadas autodefensas con el decidido
financiamiento de los cárteles del narcotráfico, a los que terminaron sometidos
y sirvieron como sus estructuras militares particulares y en calidad de
sicarios.
Medina Gallegos
refiere que uno de los precursores del “narcoparamilitarismo, aquello en lo que
se transformaron las autodefensas, porque fueron cooptadas por el narcotráfico,
fue (el capo de la droga Gonzalo) Rodríguez Gacha (El Mexicano), quien era el
jefe militar del Cártel de Medellín y quien fue creando un ejército particular
que entró en convivencia con la fuerza pública en una guerra contra la
insurgencia, contra el movimiento social, contra los campesinos, contra los
obreros, contra el movimiento estudiantil y contra todo lo que para ellos
representara una amenaza por el solo hecho de hacer oposición”.
En pocos años,
el narcotráfico hizo crecer a las autodefensas, que se diseminaron por la mayor
parte de la nación; las dotó de armamento de alto poder y les brindó
entrenamiento con integrantes de las Fuerzas Armadas y con mercenarios
extranjeros, como el coronel retirado del ejército israelí Yair Klein, quien en
1988 instruyó en guerra anti-insurgente, atentados urbanos y manejo de
explosivos a decenas de paramilitares congregados en una finca de Puerto Boyacá
(150 kilómetros al noroccidente de Bogotá), con la complacencia de las
autoridades civiles y militares de esa región.
De dicha escuela
de la guerra surgió el núcleo duro de las Autodefensas Unidas de Colombia
(AUC), una confederación paramilitar que irrumpió en la escena nacional en la
década de los noventa.
“Convivir”
El Estado
colombiano incluso abrió las puertas de la legalización de las estructuras
mafiosas paramilitares cuando, en 1994, un decreto emitido en el gobierno del
entonces presidente César Gaviria creó las cooperativas de vigilancia rural
(Convivir), que tenían personalidad jurídica, y cuyos empleados podían utilizar
armamento de uso exclusivo de las Fuerzas Armadas para “proteger” a sus
comunidades de la insurgencia.
Bajo la fachada
de estas empresas de seguridad privada, “los grupos paramilitares consolidaron
y expandieron sus redes criminales y sus nexos con sectores económicos,
políticos y estatales”, señaló en octubre pasado una sentencia del Tribunal de
Justicia y Paz de Bogotá.
Un decidido
promotor de las Convivir fue el expresidente colombiano Álvaro Uribe Vélez al
desempeñarse como gobernador de Antioquia, entre 1995 y 1997, periodo en el que
se registró un auge del paramilitarismo en ese departamento, en particular en
la zona bananera de Urabá.
A nivel
nacional, se crearon al menos 529 asociaciones bajo ese esquema –más de 60 de
ellas en Antioquia–, y llegaron a tener 15 mil 300 “empleados” o combatientes
que en su mayoría acabaron al servicio de las AUC.
Las Convivir
desaparecieron luego de que en noviembre de 1997 la Corte Constitucional les
ordenó entregar al Defensor del Pueblo (ómbudsman) las armas de uso privativo
de la fuerza pública que se encontraban en su poder, lo que no tuvo ninguna
incidencia en la expansión del paramilitarismo, que siguió actuando con toda
impunidad.
En opinión del
presidente del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz),
Camilo González Posso, una vez que se abre la puerta a los grupos de
autodefensa, “eso es imparable porque cualquier fórmula distinta al monopolio
de la fuerza por parte del Estado es un camino que conduce al infierno”.
“México debe
tomar esto en cuenta. Aquí se ensayaron fórmulas intermedias a ese monopolio,
como las Convivir, y esto terminó en otro azote, con estructuras legales al
servicio del narcoparamilitarismo, y esto condujo a la degradación del
conflicto. Tal es la experiencia colombiana. Cualquier grupo de autodefensa
rápidamente se pervierte y se convierte en grupo delincuencial”, afirma el
maestro en economía, exministro de Salud y exdirigente del M-19.
Según el autor
del libro La vía ciudadana para construir la paz, aquellos que argumentan que
es legítimo que los ciudadanos se armen para combatir fenómenos criminales
frente a los cuales el Estado los deja indefensos, “incurren en un discurso muy
peligroso porque el ciudadano común y corriente no tiene la capacidad para
estructurar una fuerza especializada, profesionalizada, y cuando saca la escopeta
que tiene debajo de la cama lo único que le queda es enredarse con otros
poderes que le financien el entrenamiento, un mejor armamento y mejor capacidad
de fuego. Lo más seguro es que quede sometido a una mafia, a un poder”.
“Creo que si
México sigue el camino de permitir que los ciudadanos se armen para protegerse
del narcotráfico, y si opta por legalizar a estos grupos, va a tener dos
décadas de violencia parecidas o peores a las que vivió Colombia”, dice. En los
ochenta y noventa ese país alcanzó las mayores tasas de homicidios en el mundo,
con hasta 79 por cada 100 mil habitantes en un año, casi cinco veces más que en
México.
Prevención
social
El
paramilitarismo colombiano creció de tal manera que en 2002, cuando Uribe Vélez
llegó a la presidencia, los jefes de las AUC se habían convertido en los
principales capos del narcotráfico. A pesar de esa realidad, el mandatario les
ofreció un acuerdo de paz que culminó en 2006 con la desmovilización de más de
30 mil combatientes –un pie de fuerza superior a los de las FARC y el ELN– y un
generoso pacto con los líderes, a quienes el gobierno ofreció un máximo de ocho
años de cárcel a cambio de someterse a la justicia, confesar sus crímenes,
ofrecer reparación a sus víctimas y dejar de delinquir.
Los jefes de las
AUC se entregaron y fueron recluidos en la cárcel de máxima seguridad de
Itagüí, en la zona metropolitana de Medellín, y desde allí siguieron manejando
sus negocios criminales, con lo que violaron la ley de sometimiento a la
justicia. Las apabullantes evidencias en su contra y la presión de Washington
obligaron a Uribe Vélez a extraditarlos a Estados Unidos en mayo de 2008 para
que respondieran por delitos de narcotráfico.
El asesor de la
alcaldía de Medellín, Juan Jairo García, observa que, además de radicalizar la
guerra, los grupos de autodefensa “pueden desquebrajar la ética civil, pues sus
prácticas violentas y al margen de la ley tienden a ser bien vistas en
principio por una ciudadanía que se siente desprotegida, pero esto desdibuja la
cultura de la legalidad”.
A juicio de
García, quien en diciembre pasado visitó Jiutepec, Morelos, con el fin de
asesorar a las autoridades de ese municipio en materia de prevención social del
delito, la estrategia del gobierno mexicano frente a los grupos de autodefensa
debe ir mucho más allá de la represión.
“Esta estrategia
–enfatiza– debe acompañarse de políticas de prevención social del delito –es
algo fundamental– y de respeto a los derechos humanos. Si los gobiernos usan
sólo el aparato represivo, generan descontento y eso deslegitima a las
instituciones. La legitimización de éstas requiere afianzar la sociedad civil,
fortalecer las organizaciones y las redes sociales, así como los mecanismos de
participación, de manera que la sociedad sienta que forma parte de un Estado y
que contribuye en la toma de decisiones. Cuando hay una sociedad organizada y
articulada con la institucionalidad, todo el sistema delincuencial disminuye, y
no se hace necesario que los civiles se armen, porque para eso está el Estado.”
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