El escrutinio
público de la política cultural/JORGE SÁNCHEZ CORDERO*
Revista Proceso
# 1943, 25 de enero de 2014;
A Juan
Gelman, cuya gallardía debe ser ejemplo
para todos nosotros. In memoriam.
Los fastos del
calendario político mexicano conmemoran ahora con cierto retraso el vigésimo
quinto aniversario de la creación del Consejo Nacional para la Cultura y las
Artes (Conaculta). Como toda conmemoración oficial, estuvo presidida por el
rito burocrático que tiene al gobierno como oficiante, y actúa bajo el
presupuesto de una magnificencia impersonal y afirmatoria que, además, relega
la crítica y las carencias culturales al culto privado y al arcano de la
memoria.
La conmemoración
burocrática se afana en crear certidumbres que se desvanecen y terminan por
resultar efímeras; devendrá en una sacralización pasajera, una más, en una sociedad
desacralizada; será un ritual, uno más, en una sociedad que los ha abandonado.
En este rito
burocrático resaltó como única voz crítica e independiente, y siempre lúcida,
la de Hugo Gutiérrez Vega (La Jornada /18/01/2014), cuya intervención se dio en
pleno paroxismo del modelo neoliberal. Su alocución fue admonitoria: el arte ha
sido históricamente una gran tentación para la clase dominante mexicana.
En la incesante
búsqueda de legitimación y aseguramiento de la ideología dominante de cada
época, el poder en México ha recurrido a la sumisión y a la obediencia de los
creadores artísticos con el afán de generar un impacto en la memoria colectiva.
El Estado mexicano, en su perenne aspiración por la modernidad, ha querido
construirse una imagen innovadora a través de la fusión de un pasado glorioso
con la modernidad para trazar el destino nacional (Rita Eder).
El
apercibimiento de Gutiérrez Vega resulta también claro y no es gratuito. La
clase dominante mexicana ha manipulado el arte para interactuar con la sociedad
y recurre a nuestros símbolos ancestrales para amalgamarlos a la representación
del poder político (Beatriz Tozzi). Al arte y a las antiguallas mexicanas se
les descontextualiza para asociarlos al poder bajo el canon liberal (Renato
González Mello). Ahora, sin embargo, en la retórica del neoliberalismo parece
que al gobierno comienzan a serle embarazosos el nacionalismo de Estado y su
representación en las artes tradicionales (Rita Eder).
Lo relevante
para la clase dominante mexicana es atribuirse símbolos –símbolos que, es necesario puntualizar, le pertenecen a la
historia y por tanto son reconocibles por nuestro corpus social– a efecto de
hacer indeleble su paso por la historia. Un intento, pues, de recuperación de
la historia con el propósito de acreditar la legitimación de la clase dominante.
Las políticas
públicas culturales
Del discurso
político se espera que sea una narrativa de ideas, de valores y de normas de
política pública; que desarrolle la función cognoscitiva y normativa del
gobierno con el fin de hacerla comprensible y de cumplimiento obligatorio para
los agentes gubernamentales, y que posibilite el escrutinio público.
En las
sociedades contemporáneas, la legitimidad en el diseño de políticas públicas en
materia de cultura proviene no solamente del sufragio popular –que en nuestro
régimen constitucional lo tiene en la administración pública exclusivamente el
titular del Ejecutivo federal–, sino de la participación de los diversos
actores sociales involucrados en la acción pública. (Jean Leca). Así lo ordena
el párrafo noveno del artículo cuarto de la Carta Magna.
Es precisamente
este mandato el que legitima la acción pública de los agentes gubernamentales
en materia de cultura.
La imposición
vertical de cualquier decisión desde la cúspide burocrática a los grupos y
comunidades culturales es totalmente contraria, para no decir que está en
contravención flagrante, a los principios de la democracia cultural que se
encuentran tutelados en la Constitución.
No obstante, al
margen de esta tutela constitucional,
los mandarines culturales nos señalan ahora el rumbo y el devenir de la cultura
mexicana. Peor aún, se ha engendrado un orden social cultural que ya no es más
la expresión de una política legítima, cuando justamente el espacio público
necesita constituirse en un lugar de expresiones sociales con nuevos vínculos
entre las comunidades, los grupos culturales y la acción pública. El gran
riesgo es que las políticas en la materia, muchas de ellas en beneficio de la
cultura de élite, generen una estratificación social. Ante los reclamos de los
grupos y comunidades, deben encontrarse nuevas formas de participación cultural
(Jean-Marc Lachard).
El enigma y el
misterio
La publicación
del Programa Especial de Cultura y Arte 2013-2014 (Peca) fue postergada para un
futuro al cual se asocia ahora el programa Cultura para la Armonía, “…que
atenderá de modo especial a las comunidades comprendidas en los polígonos
definidos en el Programa Nacional para la Prevención Social de la Violencia y
la Delincuencia y en la Cruzada Nacional contra el Hambre”. Es la hora en que
no se ha revelado con la debida puntualidad, el contenido del Peca, por lo que
su análisis también tendrá que ser postergado.
El enigma en
este misterio cultural suscita las siguientes interrogantes: ¿De qué manera los
agentes gubernamentales en materia de cultura han podido conocer estos
programas para darles cumplimiento? ¿Cómo pretenden estos agentes ser evaluados
y cómo puede medirse la eficacia de sus acciones? ¿De qué manera debe
escrutarse su desempeño?
La evaluación de
las políticas públicas es un imperativo de todo Estado democrático y el sector
cultural del gobierno no es excepción, máxime que está de por medio dinero
público y de que existe un reclamo en el sentido de que se incremente la
asignación de recursos del contribuyente.
Debe permanecer
claro en nuestro ánimo que hay una marcada diferencia conceptual entre las
realizaciones culturales y los resultados sociales que éstas tienen. Y aquí
radica por cierto el gran déficit de la Cuenta Satélite de Cultura 2008-2011
presentada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) y Conaculta el martes 21 y
que por si sola merece una glosa
crítica…
Uno de los
principios de toda política pública es la coherencia entre sus objetivos, su
metodología para cumplirlos y los instrumentos que se van a emplear para su
consecución. Lo trascendente en este esquema es determinar los marcos de
cumplimiento y las acciones específicas a las que debe ceñirse la burocracia
cultural, así como proveerla de los correspondientes elementos de análisis. La
acción pública cultural debe organizarse dentro de estos marcos, que
constituyen el universo cognoscitivo de los agentes gubernamentales, y ésa es
la única forma de darle a la acción cultural cierta estabilidad en el tiempo.
El diseño de
estas matrices de política pública cultural comporta un proceso cognoscitivo
que permita hacerlas comprensibles para los agentes gubernamentales, y desde
luego para sus destinatarios, y a la vez prescriptivo, que obligue a su
cumplimiento y posibilite evaluar la eficacia en su ejecución. (Pierre
Muller). Las políticas públicas en la
materia deben regirse por disposiciones
que le den sentido al programa político en el que se determine la forma de la
realización de sus objetivos (Pierre Mouliner).
Resulta claro
que el ámbito cultural está dominado por su heterogeneidad consustancial. Visto
así, las responsabilidades correspondientes se ejercen a través de múltiples
funciones que, a su vez, responden a objetivos transversales en todo el ámbito
cultural. Estos objetivos no se reducen a un capítulo más de la acción
gubernamental, sino que tienen una dimensión nacional. La democracia cultural,
por más utópica que pudiera parecer, debe ser una práctica constante en dicho
ámbito, dominado por la falta de rigor y la subjetividad.
La legitimidad
cultural
Confeccionado
por la alta burocracia cultural, el Peca acarrea en su largo peregrinaje un
vicio de origen grave: su falta de legitimidad cultural.
Al respecto cabe
resaltar que la democracia cultural permite proteger y promover la diversidad.
Así pues, la participación activa como parte de este nuevo ejercicio
democrático por parte de los grupos y comunidades culturales les da la
oportunidad de ponderar las decisiones de política que afectan su calidad de su
vida cultural.
Finalmente esta
práctica democrática contribuye a la asignación equitativa de recursos para
hacer viable el acceso a la cultura. En su difícil tránsito social, esta nueva
fórmula democrática, ahora bajo la tutela del artículo cuarto párrafo noveno
constitucional, es el mandato cultural al que a él, y sólo a él, todos debemos
responder.
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*Doctor en
derecho por la Universidad Panthéon-Assas.
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