Michoacán es un Estado secuestrado.
Historias
de Tierra Caliente/Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras Libres.
El
País |12 de febrero de 2014
Las
guerras y revoluciones de México fueron estallidos del subsuelo social, de
enorme fuerza destructiva (y liberadora) que tardaron mucho en aplacarse. Tras
ellas vinieron largos periodos de paz interna y desarrollo económico. ¿Dónde
estamos ahora? Si las reformas económicas aprobadas en 2013 atraen inversión y
se instrumentan con eficacia y honestidad (un gran si), el mayor obstáculo será
la falta de paz interior. La fuerza del crimen organizado y la debilidad de las
instituciones y las leyes en materia penal mantienen algunas zonas de México en
estado de erupción.
A
partir del año 2000 en que transitó a la democracia, este país ha vivido un
nuevo ciclo de violencia, ya no ideológica ni social, sino criminal. Las
escenas que aún circulan en redes sociales son de una crueldad indescriptible.
Aunque los carteles del narco y el crimen organizado (aliados a altos mandos
políticos) venían creciendo desde los años setenta, nadie previó la paradójica
razón de su florecimiento: al limitar el poder casi dictatorial del presidente,
la democracia —un bien en sí mismo, por supuesto— tuvo el efecto centrífugo de
favorecer la autonomía de los poderes criminales ligados a los políticos
locales y a los policías corruptos. Comenzó la guerra civil entre los carteles
y la guerra entre ellos y el Estado. El presidente Fox (2000-2006) pecó por
omision: practicó una política de avestruz; el presidente Calderón (2006-2012)
pecó por comisión: optó por una guerra frontal, apagó el fuego con gasolina. La
espeluznante cifra de muertos rebasa los 80.000.
Muy
poco a poco, en un proceso de regeneración política, policial y social apenas
embrionario, el Estado ha vuelto a recuperar espacios. Algunos de los grupos
más sanguinarios como los Zetas, que han operado en los Estados del golfo de
México, han sido minados y han mudado su base de operación a Centroamérica.
Algunas ciudades clave de la frontera (Tijuana, Ciudad Juárez, Monterrey)
precariamente han comenzado a recobrar un mínimo orden. Pero el debilitamiento
de algunos carteles (Cartel del Golfo, Tijuana) y la muerte o captura de varios
capos ha prohijado grupos armados que actúan por cuenta propia, ya no en el
complejo negocio de las drogas, sino en el más asequible de la extorsión y el
secuestro.
La
actual erupción ocurre en el bellísimo Estado de Michoacán (indígena, colonial,
lacustre, montañoso y… volcánico) al occidente de México, que fue escenario
central de todas las guerras mexicanas del siglo XIX y XX: la Independencia, la
Reforma, la Intervención Francesa, la Revolución y la Guerra Cristera. Ningún
criminal de la era revolucionaria fue comparable al michoacano Inés Chávez
García, cuyas hordas saquearon e incendiaron pueblos enteros. Hace años,
coludido con las autoridades políticas y policiacas locales y estatales,
comenzó a operar un grupo criminal denominado La familia michoacana, cuya
supuesta vocación —inscrita en su nombre— era ayudar a la gente a mejorar sus
vidas y a expulsar a los Zetas de Michoacán.
En el proceso, adquirieron un
inmenso poder y permearon capas enteras de la sociedad. Una de sus líneas de
negocio era la producción de drogas sintéticas en laboratorios secretos de la
escabrosa sierra. Tiempo después, por una misteriosa metamorfosis, La Familia
(o un sector de ella) se transformó en Los Caballeros Templarios. Este grupo
practica la extorsión sistemática a una escala sin precedente. A riesgo de
perder los bienes o la vida, nada ni nadie se escapa: hogares, farmacias,
consultorios, oficinas públicas, industrias, almacenes, tiendas, escuelas,
estaciones de gasolina, agricultores del limón y el aguacate, tortillerías…
Michoacán es un Estado secuestrado.
Hartos
de esta situación, en febrero de 2013 surgieron grupos armados de autodefensa,
compuestos por rancheros o pequeños empresarios, algunos de ellos antiguos
migrantes a Estados Unidos. No son los primeros en Michoacán que deciden tomar
la justicia en sus manos: hace tres años los comuneros indígenas del pueblo de
Cherán desconocieron a las autoridades civiles y decidieron colocar trincheras
y guardias armados en las entradas de sus pueblos para evitar las incursiones
de los talamontes que han diezmado los bosques, patrimonio milenario de esa
comunidad.
El
epicentro de la acción que confronta a Los Templarios con las autodefensas es
la zona llamada Tierra Caliente, que desde tiempos coloniales —por su
aislamiento, su clima tórrido, sus agrestes faunas y floras y la índole
violenta de su gente—, ha sido la sucursal mexicana del infierno. Fray Diego
Basalenque, cronista de Michoacán en la primera mitad del siglo XVII, la
describió así: “Para quien no ha nacido allí, inhabitable, y para los nativos,
insufrible”. Cuando en 1785, Miguel Hidalgo (el libertador de México) solicitó
al obispo alguna parroquia vacante exceptuó prudentemente de su petición las de
Tierra Caliente. A lo largo del tiempo, la región ha visto frustrados varios
experimentos de desarrollo: agrícolas, mineros e industriales. Un inmigrante
italiano, Dante Cusi, fundó ahí a principios del siglo XX las prósperas
haciendas arroceras de Lombardía y Nueva Italia. El general Lázaro Cárdenas las
expropió para ensayar en ellas, sin éxito, un ejido colectivo, una especie de
Kolkhoz mexicano. A fin de cuentas, la propiedad se pulverizó y la región se
pobló de empresas americanas productoras de melón que arrendaban tierras de los
lugareños. La gente siguió siendo ingobernable. No es casual que Tierra
Caliente sea el santuario de Los Caballeros Templarios.
Recientemente,
las fuerzas federales (policía, ejército) han ocupado ese territorio. Tras
desplazar a la corrupta policía municipal, han establecido una cierta
convivencia con los grupos de autodefensa. Aunque hay versiones de que algunas
autodefensas tienen apoyo del cartel rival de Los Templarios (Nueva generación,
de Jalisco) el Gobierno de Peña Nieto parece decidido a propiciar la
incorporación de estas fuerzas de vigilantes a la esfera legal (hasta con una
denominación nueva) como lo hicieron dos grandes presidentes de México, Benito
Juárez y Porfirio Díaz, que respectivamente crearon y desarrollaron el cuerpo
de los Rurales, que pacificó al país en las últimas décadas del siglo XIX.
Esta
integración no será fácil y puede resultar contraproducente si los grupos de
autodefensa —de resultar triunfantes— emulan a los paramilitares colombianos.
Pero ese no es un desenlace inevitable: los vigilantes tienen el apoyo
mayoritario de la población y de respetados sacerdotes, que reconocen en ellos
un movimiento genuino de liberación. Solo el tiempo dirá si la arriesgada
apuesta fue juiciosa.
La
neutralización definitiva de Los Templarios requerirá un trabajo inédito de
coordinación e inteligencia entre las diversas dependencias oficiales, trabajo
que necesariamente llevará tiempo. Y supondrá “rehacer el tejido social”
(eufemismo sobre la necesaria atención a una zona relegada). Peña Nieto ha
prometido una derrama económica sin precedente sobre el Estado. Su intención es
convertir a Michoacán en un ensayo de reconstrucción aplicable a otras zonas
devastadas: Tamaulipas, Guerrero.
La
iniciativa es importante, pero deja al margen la reforma fundamental, la del
Estado de derecho. Nadie sabe cómo abordarla (Gabriel Zaid, el respetado
ensayista, ha sugerido comenzar por modernizar las cárceles). Mientras ocurre,
la vida en algunas zonas de México recuerda la descripción de Hobbes:
“solitaria, pobre, desagradable, bruta y breve”. Pero ahora no podemos ya
recurrir al Leviatán del pasado, el sistema del PRI, que controlaba el crimen a
través de su propia estructura de corrupción y poder. Ahora necesitamos
afianzar un orden democrático que haga cumplir las leyes (sobre todo en el
ámbito penal) y recupere el monopolio de la violencia legítima en los
territorios conflictivos.
Michoacán
puede resultar un buen comienzo y 2014, un año propicio: fue en Apatzingán,
capital de Tierra Caliente, donde José María Morelos, el otro caudillo de la
independencia, inspirado en la de Cádiz, promulgó en 1814 la primera
Constitución de México. Y Apatzingán es, desde el 8 de febrero, tierra libre de
templarios.
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