Recordando a Cortázar/Andrés Amorós, escritor y crítico taurino de ABC.
Publicado en ABC
|11 de febrero de 2014;
Lo
primero que llamaba la atención, al saludar a Julio Cortázar, era su estatura,
casi de gigante. (En una vieja fotografía, yo apenas le llego al hombro). En
seguida, los ojos claros, la amabilidad para tratar a todo el mundo, desde el
colega pedante hasta el joven tímido que le abordaba por la calle. Y algo muy
sorprendente, su aspecto juvenil: aparentaba veinte o treinta años menos de los
que en realidad había cumplido. Sólo a una distancia muy corta comprobaba uno
la huella inexorable del tiempo en las arruguitas, debajo de los ojos, y en sus
manos envejecidas…
Se
cumple este año un doble aniversario de Cortázar: el 12 de febrero, treinta
años de su muerte, en 1984; el 26 de agosto, cien años de su nacimiento, en
1914. Como tantos narradores, está pasando su «purgatorio»: sus juegos
vanguardistas deslumbran ya menos a los críticos y algunos escritores reprochan
su –para ellos– excesivo sentimentalismo… Pero nadie discute la perfección
implacable de su técnica y muchos jóvenes siguen emocionándose con sus relatos.
Al
charlar con él, te acostumbrabas pronto a su deje suave, al frenillo –no
afrancesado– que le impedía pronunciar las erres; su sencillez y su cortesía te
hacían sentir cómodo. Me suelen preguntar de qué hablaba con él, creyendo que
se trataría de cuestiones literarias. No era así. Charlábamos de todo:
especialmente, de música y de cine, sus grandes aficiones. Y de la vida, en
general: es decir, de la literatura, tal como él la sentía.
En
el cine, buscaba lo que podía tener en común con su técnica narrativa: el
contraste de puntos de vista; la suma de imágenes, aparentemente inconexas, que
apuntan a un misterio; las historias paralelas; los saltos en el tiempo…
Le
fascinaban las aparentes coincidencias: puertas abiertas a otra realidad,
apenas vislumbrada. En un viaje –me contó–, por llenar un rato vacío, entró en
un cine a ver una película, de la que no tenía noticia alguna: una modesta
«serie B», de habla hispana. Sólo después se enteró de que, en inglés, su
título era «Hopscotch»; es decir, «Rayuela»: igual que su novela, con la que no
tenía nada que ver. Son los sorprendentes hilos del azar…
Le
gustaba, sobre todo, hablar de música, su gran pasión. De toda la música:
clásica, jazz, tangos… O casi toda. Con cierta vergüenza, me confesaba que él
se había quedado en los Beatles y los Rollings Stones: no lograba ir más allá,
le aburrían las repeticiones puramente mecánicas, sin melodía. Y prefería los
Beatles a los Rollings (también en eso coincidíamos).
Su
conocimiento de la música clásica era superior al de un buen aficionado. En
«Rayuela», aludía tanto a olvidados músicos franceses del XIX (Edouard Risler,
por ejemplo) como a «Cielito lindo», «Le temps de cérises» y los «Kindertoten
lieder», de Mahler. A la vez, se burlaba de los «arpegios orgiásticos» que
puede producir la música a «Las ménades» y de la cursilería a la que llega una
pianista como Berthe Trépat.
Es
bien conocida la pasión de Cortázar por el jazz: para él, significaba el reino
de la libertad. Apreciaba especialmente a las figuras de los orígenes, del
be-bop y a los grandes clásicos: Bix Beiderbecke, Jelly Roll Morton, Lester
Young, Dizzy Gillespie, Bill Coleman, Earl Hines, Lionel Hampton… Escribió
páginas magistrales sobre Louis Armstrong, «enormísimo cronopio» (la tribu de
sus amigos preferidos). Y, sobre todo, logró una auténtica obra maestra con su
relato «El perseguidor», inspirado en Charlie Parker: un ejemplo del artista auténtico,
que busca siempre «la posibilidad de encontrar otra vida»…
En
Madrid, Cortázar descubrió la Tauromaquia y se convirtió, según sus palabras
textuales, en «un aficionado entusiasta». Podía aburrirse, si la corrida era
mala, pero le parecía algo único: «Se podrá hablar un día entero de la
decadencia de la Tauromaquia… pero hay algo que queda en pie y es la hora de la
verdad». En el patio de arrastre de Las Ventas lo saludé personalmente, por
primera vez, después de habernos escrito. Viajando por España, le emocionaron
especialmente Toledo, Salamanca, las iglesias románicas castellanas, los
«pulpos gloriosos» que comió en Santiago de Compostela, el río Miño…
Cuando
lo conocí, sentía la angustia de la falta de tiempo, por los compromisos
profesionales o amistosos. Podía esbozar un cuento –me decía– aprovechando los
huecos de un viaje, en el aeropuerto, en una noche de hotel, pero una nueva
novela requería tiempo, tranquilidad, dedicación. Él se consideraba narrador,
no estaba de acuerdo con los que criticaban sus novelas y limitaban su maestría
a los relatos cortos.
Empezó
a publicar tarde, con un amplio bagaje de lecturas. Venía de la poesía, de la
influencia liberadora del surrealismo. Quisieron vincularle, primero, a una
línea muy argentina, la de la literatura fantástica y Borges. Aunque lo
respetaba mucho, no se sentía su seguidor. Cortázar no buscaba una literatura
intelectual sino humana, cordial, entrañable. No quería huir de lo cotidiano
para refugiarse en mundos imaginarios. Para él, el misterio se encuentra en la
experiencia más banal, si sabemos advertirlo. En vez de «la vuelta al mundo en
ochenta días», proponía «la vuelta al día en ochenta mundos». Solía repetir una
inscripción que leyó en un templo oriental: «Si el paraíso existe, está aquí, está
aquí, está aquí…».
En
un momento dado, sintió el riesgo de «la peligrosa perfección del cuentista»
que se limita a los juegos formales. Buscaba algo más: ritos, saltos, signos;
llaves, puentes, ventanas que se abren a otra realidad… Sabía que, para alcanzarla,
la inteligencia no basta: son indispensables los sentimientos auténticos,
profundos.
Creía
firmemente que el humor es el camino necesario: un humor que no excluye nada
(«is all pervading or is not», decía, con buscada pedantería), ni al propio narrador.
Por eso, inventó el «glíglico», un lenguaje musical («apenas él le amalaba el
noema…») y el «Rayuel-O-Matic»: un mueble para que el lector pueda descansar a
gusto, si cae dormido, a mitad de la novela…
Cuando
le hablé de su romanticismo, me dio toda la razón: «Soy un tipo increíblemente
cursi: una balada escocesa me arranca lágrimas y, una vez por semana, salgo
llorando del cine o del teatro…».
El
mundo que crearon esas manos arrugadas ha conectado especialmente –él lo decía–
con los que poseen una sensibilidad «todavía no resecada por las experiencias
de la vida». Hoy mismo, muchos jóvenes siguen acudiendo a su tumba, en el
cementerio parisino de Montparnasse. Dejan, allí, flores frescas y frases;
también, algunas tizas, para dibujar, en el suelo, una «rayuela», intentando
pasar de la «tierra» (la primera casilla) al «cielo» (la última). Leyendo a
Julio Cortázar, ése es el juego que todos seguimos jugando.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario