La
doctrina del resentimiento/Timothy Garton Ash, es profesor de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford e investigador titular en la Hoover Institution. Su último libro es Los hechos son subversivos: escritos políticos para una década sin nombre.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Publicado en El
País | 21 de julio de 2014
A
veces, solo a veces, conviene prestar atención a las insufribles palabras de
los pelmazos en las reuniones importantes.
En
1994, estaba quedándome medio dormido en una mesa redonda que se celebraba en
San Petersburgo, Rusia, cuando un hombre fornido y de baja estatura, con cara
de ratón, que parecía ser la mano derecha del alcalde, empezó a hablar. Dijo
que Rusia había entregado de forma voluntaria “inmensos territorios” a las
antiguas repúblicas soviéticas, entre ellas zonas “que históricamente han
pertenecido siempre a Rusia”. Se refería “no solo a Crimea y el norte de
Kazajstán, sino también, por ejemplo, al área de Kaliningrado”. Rusia no podía
abandonar a su suerte a esos “25 millones de rusos” que habían pasado a vivir
en el extranjero. El mundo debía respetar los intereses del Estado ruso “y del
pueblo ruso como gran nación”.
Aquel
hombretón irritante se llamaba —como habrán supuesto— Vladímir V. Putin, y sé
exactamente lo que dijo en 1994 porque la organización, la Fundación Körber de
Hamburgo, Alemania, publicó la transcripción completa. Lo que yo he traducido
como “pueblo” ruso es, en la transcripción alemana, volk. Putin tenía y sigue
teniendo una definición völkisch, amplia y racial, de los rusos: ahora habla
del russkiy mir, literalmente, el “mundo ruso”. La transcripción muestra
asimismo que yo hice una pequeña broma sobre las consecuencias que podía tener
la visión del desconocido funcionario municipal alcalde, cuando dije: “Si
atribuyéramos la nacionalidad británica a todas las personas que hablan inglés,
tendríamos un Estado algo mayor que China”.
No
podíamos adivinar que, 20 años más tarde, aquel vicealcalde de San Petersburgo,
hoy zar sin corona de todos los rusos, iba a apoderarse de Crimea por la
fuerza, alimentar de forma encubierta el caos y la violencia en el este de
Ucrania y promover descaradamente su decimonónica visión völkisch como política
de un Estado del siglo XXI. El Kremlin actual posee su propia visión
distorsionada de la doctrina humanitaria desarrollada por Occidente y
consagrada por la ONU sobre la “responsabilidad de proteger”. Rusia, insiste
Putin, tiene la responsabilidad de proteger a todos los rusos que están en el
extranjero, y él decide quién es ruso.
Por
supuesto, debemos evitar lo que el filósofo Henri Bergson llamaba las ilusiones
del determinismo retrospectivo. La historia no suele discurrir en línea recta.
Después de su ascenso al poder supremo del Estado ruso, que comenzó cuando se
convirtió en primer ministro en 1999, Putin experimentó con otros modelos de
relaciones con Occidente y el resto del mundo. Durante unos años, intentó la
modernización y la cooperación con Occidente. Celebró la incorporación al G-8,
uno de los incentivos que Estados Unidos y Europa ofrecieron para ayudar a
Rusia en las dificultades inevitables de su camino posimperial. El presidente
George W. Bush se equivocó cuando dijo que le había “mirado a los ojos” en
2001, pero sería poco riguroso llegar a la conclusión de que en 2001 Putin ya
estaba planeando en secreto recuperar Crimea y desestabilizar el este de
Ucrania.
Aunque
los historiadores deberían investigar esas posibilidades alternativas, resulta
fascinante ver que los principios fundamentales de la doctrina del Estado
protector de Putin, basada en el resentimiento, estaban ya presentes en 1994,
aunque todavía no contaran con el refuerzo de las citas ideológicas de
pensadores rusos como Ivan Ilyin.
Hubo
un tiempo en el que existía la doctrina Bréznev, que apelaba a la “ayuda
fraternal” para justificar acciones como la invasión soviética de
Checoslovaquia en 1968. Mijaíl S. Gorbachov la sustituyó por la doctrina
Sinatra —que cada uno lo haga a su manera, como explicaba el portavoz del
Ministerio de Exteriores, Gennadi I. Gerasimov— en sus relaciones con Europa
del Este. Ahora tenemos la doctrina Putin.
No
debe quedar ninguna duda de que estamos ante una amenaza no solo contra los
vecinos de Rusia en el este de Europa y Asia Central, sino contra todo el orden
internacional creado desde 1945. Todos los países del mundo cuentan con hombres
y mujeres que viven en otros Estados pero a los que consideran, en cierto
sentido, “su gente”. ¿Y si, como ha sucedido en el pasado, las minorías chinas
de los países del sureste asiático fueran víctimas de la discriminación y la
ira popular, y China (donde, durante una visita que hice en primavera, oí
frases de admiración hacia la actuación de Putin) decidiera asumir su
responsabilidad de madre patria y ejercer su responsabilidad völkisch de
proteger?
Para
dejar claro por qué una cosa así es totalmente inaceptable y constituye una
grave amenaza contra la paz mundial, debemos empezar por ponernos de acuerdo
sobre los legítimos derechos y responsabilidades de una madre patria. Mi
pasaporte británico contiene la vieja y resonante fórmula de que el ministro de
Estado de su majestad británica “solicita y exige” a las potencias extranjeras
que me dejen paso “sin trabas ni cortapisas”, y si me encontrara en algún
momento en dificultades, por ejemplo, en Transnistria, esperaría (aunque no
necesariamente con mucha confianza) que, en efecto, lo exigiera. Más en serio,
Polonia ha expresado su preocupación por la situación de los ciudadanos de
habla polaca en Lituania. Hungría ha dado el pasaporte y el derecho de voto en
elecciones nacionales a ciudadanos de países vecinos a los que considera miembros
del pueblo húngaro. En resumen, para identificar qué es ilegítimo, debemos
explicar con más claridad qué es legítimo.
En
el momento de escribir estas líneas, las autoridades estadounidenses y ucranias
afirman, con sólidos argumentos, que con toda probabilidad fue un misil
antiaéreo disparado desde territorio controlado por los separatistas prorrusos
el que derribó el vuelo 17 de Malaysia Airlines, una nueva cosecha de aflicción
en los campos ucranios ensangrentados por la historia. Todavía no ha quedado categóricamente
establecido quién lo disparó. Pero Putin demuestra una hipocresía de dimensión
orwelliana cuando dice, como hizo el viernes, que “el Gobierno del territorio
en el que ha sucedido esta terrible tragedia es el responsable”. Es evidente
que muchos de los que se identifican como rusos en el este de Ucrania sienten
un amargo resentimiento, pero la violencia de sus protestas se ha debido en
gran parte al relato mentiroso que ha aireado la televisión rusa, y la Rusia de
Putin ha apoyado —por no emplear un término más fuerte— a sus paramilitares,
por ejemplo, con la presencia de miembros o exmiembros de las fuerzas
especiales rusas.
Para
dictar un juicio más firme sobre las causas de la tragedia habrá que esperar a
tener más pruebas, pero parece verosímil pensar que un Ejército regular
(ucranio o ruso), normalmente, habría identificado la imagen de radar de un
avión de pasajeros que volaba a 11.000 metros, y que un grupo compuesto solo
por combatientes locales (incluso aunque tuvieran experiencia militar) no
habría tenido la tecnología ni las aptitudes para lanzar semejante ataque sin
ayuda externa. Son precisamente las contradicciones y ambigüedades generadas
por la versión étnica de la “responsabilidad de proteger” las que permiten unas
posibilidades tan desastrosas. Putin socava y pone en tela de juicio la
autoridad del Gobierno de un territorio soberano y luego le culpa de las
consecuencias.
Por
consiguiente, si un vicealcalde desconocido empieza a decir cosas alarmantes en
alguna reunión en la que estén presentes, mi consejo es que presten atención.
Los que despotrican de esa manera, en su mayoría, no suelen luego llegar a la
cima. Pero, cuando llegan, sus ideologías del resentimiento pueden acabar
plasmadas en sangre.
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