Pedir
acuerdos no es sabotear la victoria/Etgar Keret es un escritor israelí.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
El
País | 29 de julio de 2014;
En
la última semana he visto y oído cada vez con más frecuencia la frase
siguiente: “Dejad que gane el Ejército de Israel”. Se lee en las redes
sociales, en pintadas sobre los muros, se grita en las manifestaciones. Muchos
jóvenes la repiten en Facebook, y parecen creer que son unas palabras nacidas
como respuesta a la actual operación militar en Gaza. Sin embargo, yo soy lo
bastante viejo como para recordar que nacieron hace tiempo como una pegatina
para el coche y han evolucionado hasta convertirse en un auténtico mantra. No
es, por supuesto, un eslogan dirigido a Hamás ni a la comunidad internacional,
sino a los propios israelíes, y encarna la distorsionada visión del mundo que
guía a Israel desde hace 12 años.
El
primer error que se da por supuesto es que en Israel hay gente que está
impidiendo que gane el Ejército. Esos presuntos saboteadores podemos ser yo, mi
vecino o cualquier otro que ponga en tela de juicio la premisa y el propósito
de esta guerra. Por lo visto, todos los bichos raros que nos atrevemos a hacer
preguntas o poner en tela de juicio la conducta de nuestro Gobierno y atamos de
pies y manos a nuestro Ejército con molestos artículos y llamamientos
derrotistas a la compasión y la empatía somos el único obstáculo que separa a
las Fuerzas Armadas de Israel de una victoria perfecta.
El
segundo error que implica el eslogan, mucho más peligroso, es pensar que el
Ejército israelí puede verdaderamente ganar. “Estamos dispuestos a recibir
todos esos misiles sin descanso”, se oye decir a habitantes del sur de Israel
en los programas informativos, “mientras sepamos que vamos a acabar con esto de
una vez por todas”.
Doce
años, cinco operaciones contra Hamás (cuatro de ellas en Gaza), y seguimos con
ese enrevesado eslogan. Jóvenes que empezaban el colegio durante la Operación
Escudo Defensivo son hoy soldados y participan en la invasión de Gaza. En cada
ocasión ha habido políticos de derechas y comentaristas militares que
destacaban que “esta vez tendremos que utilizar todos los recursos y llevarlo
hasta el final”. Al verles en televisión, no puedo evitar preguntarme cuál ese
final al que quieren llegar. Incluso aunque eliminen a todos y cada uno de los
combatientes de Hamás, ¿de verdad alguien cree que la aspiración de los
palestinos a la independencia nacional va a desaparecer con ellos?
Antes
de que existiera Hamás luchamos contra la Organización para la Liberación de
Palestina (OLP), y después, suponiendo y esperando que aún sigamos vivos,
lucharemos seguramente contra otra organización palestina. El ejército israelí
puede ganar batallas, pero la paz y la tranquilidad de sus ciudadanos solo se
logrará mediante acuerdos políticos. Sin embargo, según los poderes patrióticos
que dirigen esta guerra, eso es algo que no debemos decir, porque es
precisamente lo que impide que ganen las Fuerzas de Defensa de Israel. Cuando
termine la operación y se haga el recuento de los muertos, tanto en su bando
como en el nuestro, el dedo acusador se volverá de nuevo contra nosotros, los
saboteadores.
En
Israel, en 2014, la definición de discurso legítimo ha cambiado por completo.
El debate está dividido entre los que están “a favor de las Fuerzas de Defensa
de Israel” y los que están en contra. A los matones de extrema derecha que
gritan “muerte a los árabes” y “muerte a los izquierdistas” en las calles de
Jerusalén y al ministro de Exteriores, Avigdor Lieberman, que llama a boicotear
las empresas árabeisraelíes en protesta por la operación en Gaza, se les
considera patriotas; en cambio, las demandas de que se detenga la incursión o
las simples expresiones de compasión por las muertes de mujeres y niños en Gaza
son una traición contra la bandera y la patria. Nos encontramos ante la falsa y
antidemocrática ecuación según la cual agresividad, racismo y falta de empatía
equivalen a amor a la patria, mientras que cualquier otra opinión —en especial
cualquier opinión que no fomente el uso de la fuerza y la pérdida de vidas de
soldados— es nada menos que un intento de destruir Israel.
A
veces parece como si estuvieran librándose dos guerras. En uno de los frentes,
el ejército lucha contra Hamás. En el otro, un ministro del Gobierno que llamó
“terroristas” a sus colegas árabes en el Parlamento y unos vándalos que
intimidan a los pacifistas en las redes sociales persiguen al “enemigo
interior”: cualquiera que exprese una opinión diferente.
No
cabe duda de que Hamás constituye un peligro para nuestra seguridad y la de
nuestros hijos, pero ¿se puede decir lo mismo de artistas como la actriz cómica
Orna Banai, la cantante Noa o mi esposa, la directora de cine Shira Geffen, a
las que se ha insultado de forma detestable y amenazadora cuando han hecho
pública su desolación por la muerte de niños palestinos? ¿Las terribles
críticas que han recibido son otro medio de defensa necesario para garantizar
nuestra supervivencia, o un mero y siniestro estallido de odio y rabia?
¿Estamos tan debilitados y asustados que hay que acallar cualquier opinión
diferente, para que no suscite amenazas de muerte no solo contra quienes la
emiten, sino incluso contra sus hijos?
Muchas
personas han tratado de convencerme de que no escribiera este artículo. “Tienes
un niño pequeño”, me dijo un amigo el otro día. “A veces vale más ser listos
que tener razón”. Nunca he tenido razón, y tampoco debo ser demasiado listo,
pero estoy dispuesto a luchar por mi derecho a expresar mis opiniones con la
misma ferocidad con que las Fuerzas de Defensa de Israel luchan en Gaza. No es
un combate por mi opinión personal, que puede estar equivocada o ser patética.
Es por este lugar en el que vivo y al que amo.
Esto
no es nada nuevo. El 10 de agosto de 2006, hacia el final de la segunda guerra
del Líbano, los escritores Amos Oz, A. B. Yehoshua y David Grossman celebraron
una rueda de prensa en la que instaron al Gobierno a acordar de inmediato un
alto el fuego. Yo estaba en un taxi y oí la noticia en la radio. El conductor
dijo: “¿Qué quieren estos mierdas? ¿No les gusta que sufra Hezbolá? Estos
cabrones solo quieren mostrar su odio a nuestro país”. Unos días después, David
Grossman enterraba a su hijo en el sector militar del cementerio de Monte
Herzl. Aquel “mierda”, por lo visto, quería unas cuantas cosas que no eran
odiar a su país. Y, sobre todo, quería que su hijo, como tantos otros jóvenes
que murieron en aquellos últimos y superfluos últimos combates, volviera a casa
vivo.
Es
horrible cometer un error verdaderamente trágico, que cuesta tantas vidas. Es
peor aún volverlo a cometer una y otra vez. Cuatro operaciones en Gaza, un
número inmenso de corazones israelíes y palestinos que han dejado de latir, y
seguimos en el mismo sitio. El único cambio que percibo es la tolerancia de la
sociedad israelí ante las críticas. En esta ocasión es evidente que la extrema
derecha ha perdido la paciencia en todo lo relacionado con el escurridizo
término de “libertad de expresión”.
En
las dos últimas semanas, hemos visto a extremistas de derechas que golpeaban
con porras a izquierdistas, mensajes en Facebook que prometían enviar a los
activistas de izquierdas a las cámaras de gas y ataques contra cualquiera cuya
opinión retrasa el avance del ejército hacia la victoria. Resulta que este
camino ensangrentado que va de una operación militar a otra no es tan cíclico
como podíamos suponer. No estamos dando vueltas en círculos, sino cayendo por
una espiral hasta tocar un nuevo fondo que, por desgracia, tendremos que
experimentar.
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