El derecho a vivir en su país/Antonio Garrigues Walker, jurista.
ABC | 11/11/2015
Un sirio, como todos los ciudadanos del
mundo, tiene el derecho absoluto a vivir en su país. Si se le taja de raíz ese
derecho, surge entonces el derecho absoluto a emigrar. Esa es la síntesis de
una situación que se ha convertido en uno de los grandes problemas de Europa y
del mundo y que irá creciendo en intensidad y en dramatismo.
El «dramatis personae» del conflicto
sirio puede resumirse así: el dictador Bashar al-Assad, un chií en un país de
mayoría suní; una oposición al dictador muy dividida y por ello con una
capacidad de acción limitada; Rusia e Irán, que apoyan con decisión y con armas
el régimen actual por razones geopolíticas y económicas; los Estados Unidos,
que se oponen a ese régimen y apoyan a una oposición a la que es muy difícil
ayudar; una Europa que está en la línea de Estados Unidos, pero que carece de
capacidad de respuesta pronta, unida y eficaz; unos países árabes ricos que
ayudan económicamente, pero se niegan a aceptar refugiados; y, por fin, el
yihadismo que ya controla parte del territorio y áreas importantes de la
producción petrolífera y que ataca tanto al régimen como a la oposición.
Esta
situación ha generado cuatro millones de refugiados, 7,6 millones de
desplazados internos y alrededor de 230.000 muertos. Es mucho más que una
guerra civil, es una guerra total alimentada por fanatismos e intereses
políticos, económicos y religiosos que ha convertido a Siria en el país donde
el riesgo de morir es sin duda el más alto del mundo.
Por fin parece que Rusia y Estados
Unidos están intentando, todavía con escaso rigor, acercar posturas para
encontrar una salida política –sin exigir la salida del dictador– por vía de un
gobierno de unidad nacional que es por lo que se abogaba en el proceso de
Ginebra de 2012. Pero el juego de intereses es muy complejo y no permite
confiar en una solución rápida y eficaz, ni a corto ni a medio plazo, una
solución que sería, sin duda, la única forma de evitar el flujo imparable de
refugiados y desplazados, porque la práctica totalidad de los seres humanos
prefieren quedarse en su país si pueden hacerlo en condiciones mínimamente
aceptables.
Unos seres humanos que están amparados
por la Convención Internacional del Estatuto de Refugiados de 1951, el
protocolo adicional de 1967 y la Convención de la Organización de Unidad
Africana (OUA) de 1969. En virtud de estas normas, ningún estado que las haya
asumido –es el caso de España y de la gran mayoría de los países europeos–
podrá por devolución o expulsión situar a un refugiado en las fronteras o los
territorios donde su vida o su libertad peligren por causa de su raza,
religión, nacionalidad, pertenencia a un grupo social determinado u opiniones
políticas. Todos los sirios que huyen de su país tienen, por principio, la
condición de refugiados y, en consecuencia, todos los países firmantes de los
acuerdos antes citados tienen que asumir la obligación de acogerlos. Es este un
dato clave que no podemos olvidar.
Pero el tema rebasa con mucho los
aspectos legales. La historia de la humanidad, desde el Paleolítico hasta
nuestros días, es la historia de las migraciones, ya sea para mejorar las
situaciones económicas a nivel individual o de grupo, ya sea para evitar el
riesgo de perder la vida por cualquiera o varias de las razones antes mencionadas.
Recordemos ahora la gran migración europea a Estados Unidos desde 1800 a 1950,
cuando millones de ciudadanos pobres buscaban la posibilidad de un futuro
asumible. Algunos países europeos llegaron a perder el 70 por ciento de su
población. Y recordemos también en España los refugiados que generó nuestra
guerra civil y los emigrantes económicos a Europa en el periodo 1850-1973 que
con sus remesas a nuestro país permitieron financiar decisivamente nuestro
desarrollo económico. De hecho, ningún proceso migratorio ha tenido
consecuencias negativas para los países de origen o de acogida, sino justamente
todo lo contrario, y esta realidad la han vivido la gran mayoría de los países
del mundo y todos los países europeos.
Esta Europa lenta, terriblemente lenta,
envejecida aceleradamente como consecuencia de los bajos índices de natalidad y
una longevidad creciente, dominada por nacionalismos ciegos y primarios,
incapaz de levantar la cabeza hacia el futuro, no tiene otro remedio que
reaccionar con grandeza, sin reservas ni miedos, y prepararse no solamente para
acoger, sino para integrar este proceso migratorio de Siria (el de Afganistán
ya está también en marcha), y en general el de un mundo africano que ha sufrido
la ignorancia y el abuso europeos durante muchos siglos.
Angela Merkel merece un especial
reconocimiento. Ha dado un ejemplo de grandeza pública. Ha sabido estar a la
altura de los tiempos afrontando riesgos que pueden debilitar su posición
política y reacciones xenófobas y racistas verdaderamente necias y vergonzantes
para la dignidad europea. Merece un reconocimiento especial porque su actitud
ha forzado a otros países europeos –incluyendo España– a reaccionar con más
solidaridad y mejorar la pobre imagen que estábamos dando.
Podemos aceptar el argumento de que
tiene que existir algún límite al número de emigrantes que Europa puede asumir
sin daños graves a la estabilidad social. Pero las cifras de las que estamos
hablando en estos momentos son perfectamente asumibles si se establece una
mínima estrategia común tanto de acogida como de integración. Lo que tenemos
que aceptar es que Europa –lo queramos o no, nos guste más o menos– va a ser
una zona geográfica de emigración intensa. En otros temas quizá se pueda seguir
esperando, en este no. Si pretendemos defender nuestra civilización y nuestros
valores morales, Europa debe tener una sola voz, una sola política y unas
reglas comunes. En otro caso avanzaremos con decisión hacia un caos perfecto,
incluyendo fenómenos de radicalización política y social extremadamente
peligrosos. Es un riesgo que se está haciendo visible cada día que pasa.
Las imágenes que vemos todos los días
de este éxodo no pueden convertirse en una rutina que nos acabe aislando y
anestesiando frente a una realidad tan dramática. Estas gentes maravillosas no
pueden caminar solas. Tenemos que estar a su lado. Son lo que en su día fuimos
nosotros. Somos, de hecho, nosotros mismos.
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