Terrorismo,
corrupción y caza de brujas/ Juan A. Herrero Brasas es profesor de Antropología filosófica en la Universidad CEU-San Pablo de Madrid y presidente del Foro Social de Ética y Política Pública.
El
Mundo | 15 de diciembre de 2015
Las
medidas de prevención del terrorismo llevadas a cierto extremo plantean serios
cuestionamientos. Casi a diario tenemos noticias de personas detenidas (más de
100 este año en España) o sometidas a espionaje o vigilancia policial por ser
sospechosos de quererse alistar en el Estado Islámico o de intentar reclutar a
otros para alistarse. De hecho, nos los presentan como culpables antes de ser
juzgados.
La
acción policial es aún más agresiva en Francia o Bélgica, y el auténtico estado
de excepción que se vive en esos países ya ha comenzado a generar serias
protestas. Lo que pueda acaecer en las comisarías tras las detenciones es algo
de lo que no tenemos noticias.
España
tiene mucha experiencia con el terrorismo, un terrorismo -el de ETA- que para
nosotros era tan amenazador como puede serlo hoy el yihadista a nivel
internacional, pero nunca en nuestra democracia la lucha contra el terrorismo
desembocó en un estado de excepción, o de emergencia, como prefieren llamarle
las autoridades francesas y belgas… Conviene tener presentes nuestros
escrúpulos democráticos del pasado antes de aproximarnos a políticas que aquí
ni siquiera se pusieron en práctica tras los atentados de marzo de 2004.
terrorismo-corrupcion-y-caza-de-brujasComplementando
este clima de alarma social, los espectaculares casos de corrupción que se han
puesto de manifiesto en los últimos años, y su obsesivo tratamiento en los
medios de comunicación, han contribuido a dar al Estado carta blanca para
llevar a cabo una agresiva política de intrusión en la vida privada de los
ciudadanos. Todo parece valer.
Me
contaba una anciana vecina que le había llegado recientemente una carta de
Hacienda informándole de que no procederían a la devolución que le correspondía
por su declaración de la renta porque, según ellos, no había declarado un
garaje que tenía alquilado para alguna actividad comercial. Como esto era
absolutamente falso, la mujer, muy mayor y con problemas de salud, fue a
Hacienda a pedir explicaciones. La acusación se basaba en que Hacienda había
detectado un consumo alto de luz en ese garaje, un nivel de consumo que, en su
criterio, no se correspondía con el uso normal de un garaje, lo cual les había
llevado a sospechar, y actuar en consecuencia.
La
mujer se vio obligada a demostrar que la plaza de garaje en cuestión no era más
que una pequeña plaza en una zona del aparcamiento comunitario, y que aunque el
gasto de la luz lo paga la comunidad la factura llega a su nombre. Es alarmante
pensar que las sospechas de terrorismo con las que se justifican la intrusión
en la vida privada de las personas y ciertas actuaciones policiales puedan
basarse en la misma lógica que esas sospechas de Hacienda.
Es
de sobra sabido que seguridad y libertad son dos polos opuestos. Cuanto más hay
de lo uno menos hay de lo otro. El equilibro entre ambos principios es lo que
llamamos democracia y libertad. También es sabido que el afán excesivo por la
seguridad se corresponde con mayor amplitud de atribuciones para los cuerpos
policiales y mayor intrusión en la vida privada de la gente. El aparente afán
por protegernos siempre ha servido como justificación para incrementar el
control sobre la vida privada de los ciudadanos.
La
denominada “era McCarthy” en EEUU ofrece la perfecta ilustración de hasta dónde
puede llegar la paranoia con la seguridad y a lo que puede llevar. La caza de
brujas que desató el senador Joseph McCarthy en los años 50 abrió la puerta a
todo tipo de atropellos: espionaje de individuos considerados sospechosos de
ser comunistas, denuncias anónimas (como las que alienta, dicho sea de paso, el
gobierno en España ahora), despidos arbitrarios, calumnias y encarcelamientos.
Hoy día se recuerda aquella época como la peor pesadilla de la democracia
norteamericana. Pero el hecho es que ninguna democracia está a salvo de esas
paranoias y abusos de poder, y mucho menos la española con sus inclinaciones
autoritarias y policiales.
Hay
aspectos en nuestra democracia que evocan un estado policial. No me refiero a
los serios cuestionamientos que plantea la ley mordaza, ya debatidos en su
momento hasta la saciedad, sino a asuntos previos a dicha ley.
¿Sabían
ustedes, por ejemplo, que todos los hoteles, hostales y pensiones en nuestro
país están obligados a transmitir diariamente a la central de la Guardia Civil
los datos de quienes se alojan en ellos? ¿Sabían ustedes que las atribuciones
que concede la ley a la policía en España para parar identificar a quien quiera
cuando quiera y donde quiera por cualquier motivo (o sin él) en otros países se
considera propio de regímenes dictatoriales? ¿Sabían ustedes que hay países de
nuestro entorno donde una población consciente de sus libertades y celosa de su
derecho a la intimidad no permite que se imponga un documento nacional de
identidad obligatorio?
Por
supuesto, nadie duda de lo práctico que es el que la Policía pueda parar a
quien quiera donde quiera y pedirle documentación. Así se pilla a inmigrantes
ilegales y ocasionalmente a algún delincuente. ¿Es necesario que la Policía
sospeche de alguna actividad ilegal para pararle a uno en mitad de la calle?
No. Basta con que usted sea negro, tenga pinta moruna, o que el policía en
cuestión no tenga nada mejor que hacer.
Como
digo, nadie duda de lo prácticas que son esas medidas. Lamentablemente, para
muchos, inconscientes de sus negativas connotaciones para la dignidad humana,
eso es lo único que importa: son prácticas. Y nos parece todo ello normal. Aquí
el ciudadano es dócilmente cooperativo. Ese espíritu excesivamente cooperativo
con la autoridad y con la ley es una patología de la democracia, según H. D.
Thoreau, el gran pensador norteamericano del XIX, y universalmente famoso por
su tratado sobre desobediencia civil, que inspiró a Gandhi, a Martin Luther
King y a Nelson Mandela, entre otros.
Basándose
en la teoría del derecho natural -la idea de que la moral es una, objetiva y
universal- Thoreau afirma que es incompatible ser una buena persona (es decir,
una persona ética) y un buen ciudadano. Uno no puede estar más de acuerdo con
Thoreau. Las leyes en el mejor de los casos contienen siempre una pequeña carga
de inmoralidad, que toleramos y sufrimos en aras de un bien superior que es el
orden social. En el peor de los casos pueden ser gravemente inmorales.
Un
buen ciudadano en lugares y épocas pasadas habría denunciado a las autoridades
a una esposa o esclavo que se daba a la fuga, o al judío que se escondía. Una buena
persona no lo habría hecho. Nosotros, tan ingenuamente como los buenos
ciudadanos de otras épocas, creemos que nuestras leyes son superiores y mejores
que las del pasado. Es decir, exactamente lo mismo que han creído todas las
generaciones. En nuestra ceguera o ingenuidad estamos convencidos de que
nuestra democracia es la democracia moral, la que representa el estado final de
la historia.
Cometemos
un error y damos un paso atrás en la lucha por la liberación humana cuando,
lógicamente horrorizados por la demencia terrorista e indignados por los
grandes casos de corrupción de que hemos tenido noticia en los últimos tiempos,
nos dejamos manipular como dóciles y ejemplares ciudadanos. Cometemos un error
cuando, llevados de un espíritu práctico, cedemos en la defensa y mantenimiento
de nuestras libertades y derechos. Cometemos un error cuando, en nombre de la
seguridad permitimos los desmanes y atropellos propiciados por la ley mordaza,
y ahora intensificados por la paranoia de la amenaza terrorista y de la
corrupción.
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