4 jul 2016

El perdón de Rivera Carrera

“Desde lo mas profundo de mi ser pido perdón al Señor y a su Pueblo Santo por mis debilidades y pecados y por mis omisiones y frialdades….“NRC.
 Homilía pronunciada por Norberto Rivera C., Arzobispo Primado de México, en la Catedral Metropolitana de México.
Domingo, 03 de julio de 2016.
“Cuando entren en una casa digan: Que la paz reine en esta casa... Curen a los enfermos que haya... Díganles: ya se acerca el Reino de Dios”.
Su Santidad el Beato Paulo VI comenzaba su homilía el día 3 de julio de 1966 con estas palabras: “imposible aislar el momento de reflexión sobre la Palabra del Señor, que la Liturgia nos da, de la consideración de las circunstancias en las cuales este gran rito se cumple.
Una de las circunstancias era que el Papa había decidido ordenar 72 Sacerdotes para enviarnos a Evangelizar en América Latina., la mayor parte de los ordenados eran de Europa, Estados Unidos y Canadá y otros pertenecientes a la misma América Latina y que estábamos en Roma para prepararnos precisamente para el Ministerio Sacerdotal.

Ahora, por feliz providencia, se nos ha narrado el envío, la misión, de los primeros discípulos. Es importante notar en el evangelio que Jesús no sólo envía a “los doce” sino a los setenta y dos discípulos, es decir, a todos aquellos que en ese momento lo estaban siguiendo. En la Iglesia de Cristo el envío, la misión, no está reservada a unos cuantos. Todo el pueblo cristiano necesariamente debe ser misionero.
Si releemos atentamente el evangelio que acabamos de escuchar, nos damos cuenta que Jesús envía a sus primeros setenta y dos discípulos, y sigue enviando a sus discípulos actuales, principalmente, a tres tareas: a anunciar la paz, a sanar a los enfermos y a predicar el Reino de Dios. “Cuando entren en una casa digan: Que la paz reine en esta casa... Curen a los enfermos que haya... Díganles: ya se acerca el Reino de Dios”.
Cuando uno penetra en el significado de la palabra Shalom -paz-, cae en la cuenta de que Jesús nos envía por la tierra para anunciar, desear y procurar a los hombres y mujeres que están en nuestro camino “el conjunto de bienes espirituales y materiales necesarios y convenientes para la vida humana”. No podemos olvidarnos de que el saludo y el anhelo cristiano de paz debe traducirse en un trabajo serio y constante por crear un clima de justicia y de amor donde florezca necesariamente la paz de una convivencia humana cálida, lejos de la coexistencia en guerra fría.
Esta no es una tarea fácil para el discípulo de Cristo en los actuales momentos de nuestra gran ciudad y de nuestra patria, donde experimentamos “amargamente, hasta los extremos”, la fuerza del pecado, flagrante contradicción del Plan de Dios. Este planteamiento cobra matices de ineludible urgencia ante la creciente violencia, las sangrantes opresiones, marginaciones, injusticias y angustias que sufre nuestra ciudad, y especialmente los amplios sectores sobre los que recae con toda crudeza la miseria, y ante lo que no es lícito permanecer pasivos. Nos lleva a excluir radicalmente la postura de quienes permanecen indiferentes, así como la de quienes poseídos de una visión conflictual, se integran en la lucha, buscando exasperar las oposiciones, acentuar las polarizaciones en una dinámica negativa, de muerte, que lleva en su seno la promesa cierta de mayores opresiones e injusticias. Sólo una opción por la paz, sólo un trabajo serio por la reconciliación, sólo una convocatoria honesta a la unidad, puede transformar nuestra ciudad capital en el espacio vital y humano que todos anhelamos, a condición de que el anuncio de paz y reconciliación no se le desfigure como una exhortación insincera a una resignación alienante para los que sufren, y un ofrecimiento tranquilizador para quienes, satisfechos de su propia situación de privilegio, no desean hacer sacrificios por los demás.
Otra circunstancia mencionada por el Papa fue que la ceremonia se celebraba “en la inesaurible fascinación de la grandeza, de la belleza y de la sacralidad de la Basílica de San Pedro”. Precisamente, sobre el lugar de su martirio y de su sepulcro.
En donde están los restos del Príncipe de los Apóstoles, aquel que recibió de Cristo promesas fatídicas, no podemos olvidar que ahí está el fundamento que no cede y no envejece, el fundamento en el cual se sostiene todo el edificio que Cristo construye con todo material humano y a través de los siglos, ahí están las llaves, la potestad del gobierno de la salud, que en la tierra se cumple y en el cielo se celebra.
Hoy celebramos cincuenta años de aquella imposición de manos que nos transformaron y nos enviaron a la Misión, lo celebramos en esta grandiosa y bellísima Catedral que por siglos ha sido centro de la Misión confiada por Cristo y que en otros tiempos llegó hasta las Filipinas.
La misión de curar a los enfermos tiene páginas gloriosas en nuestra Iglesia de México –Tenochtitlan, ahí están como testigos elocuentes los edificios de los primeros hospitales, ahí están las numerosas órdenes y congregaciones que recibieron de Dios ese carisma de atender a los enfermos, ahí están los millares de cristianos que en sus propios hogares, y fuera de ellos, continuamente han estado al lado de enfermos y moribundos.
Es maravilloso ver a miles de ministros extraordinarios de la Eucaristía que continuamente llevan a Jesús Eucaristía y esperanza a nuestros enfermos. Pero el deber de sanar sigue gravitando con fuerza sobre los que nos decimos seguidores de Cristo y que continuamente resuena en esta Catedral. Ahora se trata de curar las llagas del cuerpo social, de rehacer el tejido social: de luchar contra el hambre y la pobreza extrema que sufren tantos hermanos nuestros, de buscar remedio para las epidemias que todavía se ceban sobre la parte más débil de nuestra sociedad, de luchar contra el analfabetismo, indigno de personas libres; de cubrir la desnudez de los que no tienen vestidos ni techo;  de darles calor de hogar a todos los niños de la calle y de las coladeras, fruto de la irresponsabilidad, de la ignorancia y de los egoísmos. El seguidor de Cristo que ha descubierto el llamado misionero que recibió el día de su bautismo y que con mayor urgencia siente el que participa del Orden Sacerdotal sabe que aquí tiene enormes retos: Anunciar con dichos y hechos el Evangelio de la vida, curar y fortalecer a la familia tan herida por nuestra cultura.
Pero, aceptando y cumpliendo esta obligación de la misión cristiana, los discípulos de Jesús no podemos quedarnos en una mera filantropía natural, en un humanismo chato de alcances meramente temporales.
Para el enviado por Jesús está muy claro que el esfuerzo por resolver los problemas temporales es incompleto e insuficiente si se olvida de esa vertiente infinita del corazón humano hambriento de bien y felicidad eterna. Por esto, Cristo y sus discípulos, con ocasión y sin ella, debemos anunciar el Reino de Dios y sus valores.  Si queremos ser dignos sucesores de aquellos setenta y dos discípulos enviados por Jesús, seamos constructores de paz y no de violencia, promotores de salud y no de muerte, propagadores del Reino de Dios y no de ideologías.
Amados hermanos: muchas gracias por acompañarme en estos cincuenta años de vida sacerdotal.
Ayúdenme a dar Gracias a Dios por haberme elegido sin mérito alguno y sin tener la capacidad para tan gran Misión.
Desde lo mas profundo de mi ser pido perdón al Señor y a su Pueblo Santo por mis debilidades y pecados y por mis omisiones y frialdades.
Y juntos imploremos al Señor para que siga haciendo maravillas con los dos panes y cinco peces que desde nuestra pequeñez le podemos ofrecer.


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