Momentos estelares del periodismo/Mercedes Monmany, escritora.
ABC, 4 de julio de 2016
¿ Existió una «edad de oro» de los periódicos
durante el pasado siglo? Por increíble que parezca hoy día, en que tan
insistentemente se habla de la decadencia de la prensa escrita, en la que fue
llamada «ciudad-prensa», en el Berlín de entreguerras, en 1927, llegó a haber
147 diarios.
Una edad de oro, con unos medios
escritos que competían ferozmente unos contra otros, mientras se disputaban
ansiadas firmas de cabecera, que tuvo su esplendor sin igual sobre todo en la
época de la República de Weimar. Una República, un paréntesis de precaria paz
antes de un conflicto sin precedentes, que duró desde el fin de la Primera
Guerra Mundial hasta la llegada de los nazis, y que encarnó todo lo mejor –una
febril efervescencia artística e intelectual–, pero también lo peor, con
extremismos que campaban a sus anchas, provocando frecuentes enfrentamientos,
ajustes de cuentas, algaradas y asesinatos, a derecha o izquierda, ya fueran
nacionalsocialistas o comunistas.
Lo más excelso del articulismo
literario, en la forma de los famosos feuilletons que adoptarían
entusiásticamente tanto periódicos vieneses como alemanes, tomando la palabra
del francés, se daba cita en aquellos días en los mejores diarios,
repartiéndose un número realmente espectacular de conocidos novelistas,
filósofos, reporteros, dramaturgos o críticos. Desde Walter Benjamin, Joseph
Roth, Siegfried Krakauer, Ödön von Horváth, Carl von Ossietzky –director del
semanario Die Weltbühne y premio Nobel de la Paz 1936, torturado por la Gestapo
y muerto tras ser internado en un campo de concentración en 1938–, Egon Erwin
Kisch –denominado «el reportero frenético», cuyo lema era «nada más excitante
que la verdad»– y Franz Hessel –padre del célebre autor de ¡Indignaos!,
Stéphane Hessel– hasta Kurt Tucholsky, uno de los más brillantes estilistas de
la época, que tras huir de los nazis acabaría suicidándose en Suecia.
Todos estos autores, entre otros
muchos, están reunidos en un espléndido volumen recopilatorio, editado ahora
con el título de La eternidad de un día (Clásicos del periodismo literario
alemán, 18231934). Su selección y traducción ha sido llevada a cabo por
Francisco Uzcanga Meinecke. Auténticas joyas del periodismo que arrancan por
Heinrich Heine, pasando por grandes novelistas del XIX como Theodor Fontane,
por activistas de la izquierda como Rosa Luxemburg, Heinz Pol o Else Feldmann,
o por gigantes de la literatura del pasado siglo como Thomas Mann, Alfred
Döblin, Gottfried Benn, Robert Walser, Stefan Zweig o Max Frisch, además de los
anteriormente citados. Unos nombres que se alternan con figuras, hoy menos
conocidas, pero en aquella época de una fama descomunal, verdaderos maestros de
las piezas breves, adorados por un público que devoraba cotidianamente sus
artículos. «Escritores de cafés», donde se reunían con sus acólitos y
seguidores, y que eran auténticos orfebres de los tesoros del lenguaje en
miniatura: fulminantes, amenos, de un estilo sumamente elaborado, colorista,
incisivo, aforístico, más o menos pesimista, irónico, crítico o intrascendente,
dependiendo de la ocasión y de quien lo firmara.
Uno de aquellos célebres ídolos de
los cafés vieneses sería Peter Altenberg. Otro, Alfred Polgar (Viena
1873-Zurich 1955). De Polgar se incluye en este volumen su deliciosa «Teoría
del Café Central», que dice así: «El Café Central no es un café como los demás,
es una forma de contemplar el mundo (…) Un asilo para aquellos que necesitan
matar el tiempo y evitar que el tiempo los mate a ellos». Colaborador de
diarios de Berlín, Viena, Praga y Budapest, como sucedía con muchos de aquellos
famosos periodistas-estrella, para los que Europa realmente carecía de
fronteras antes de la llegada de los nazis, y en especial durante la época de
seguridad y civilización antes de la barbarie que sería el Imperio
Austrohúngaro, Polgar huiría a los Estados Unidos tras la llegada de Hitler,
trabajando en Hollywood como guionista de la Metro Goldwyn Mayer. Franz Kafka,
gran admirador suyo, diría de él: «Sus frases son tan suaves y complacientes
que uno se toma su lectura como una suerte de distendida conversación en sociedad,
sin darse cuenta de lo que están influyendo y educando».
Desde el siglo XIX, y a lo largo de
todo el XX, se producirá muchas veces una curiosa paradoja: aunque a menudo
criticaran el mundo supuestamente «inferior», masivo, demasiado efímero y tendiente
a lo «espectacular» del periodismo, los más grandes escritores de los dos
siglos (desde Dickens, Victor Hugo, Zola, Balzac, Clarín, Galdós, Joyce, Mann,
Unamuno y Hesse hasta Camus, por citar solo algunos) estuvieron siempre en
contacto directo con la prensa, sin poder prescindir de ella. «Condenados» a
escribir en sus páginas para vivir, o bien para alcanzar más grandes públicos,
algunos de ellos, paradójicamente, no se privaron de criticarla amargamente.
Ese sería el caso de Flaubert, que siempre se negó a responder a las preguntas
de un periodista, pero cuyo destino como escritor estaba ligado directamente al
escándalo por la publicación de Madame Bovary en la Revue de Paris. También se
mostró siempre muy huraño con la prensa el no menos célebre autor de El hombre
sin atributos (1932), Robert Musil. Aunque siempre renegara de los escritores
que se veían obligados «por motivos pecuniarios» a ejercer «la actividad
obscena» de colaborar en la prensa, eso no le impidió escribir durante más de
dos décadas, sin cesar, en los más influyentes diarios de Viena, Praga,
Fráncfort o Berlín.
También el austríaco y apocalíptico
Karl Kraus, uno de los intelectuales más influyentes de su época, hasta límites
hoy difíciles de imaginar, detestaba tanto el deterioro del lenguaje, la
«banalidad del mal» y la vulgaridad corrosiva de la sociedad del espectáculo,
que para remediarlo en 1899 creó su propio periódico, Die Fackel, del que sería
a partir de 1911 hasta su muerte prácticamente el único redactor. La prensa, según
él –como recuerda Adan Kovacsics en su ensayo Karl Kraus en los últimos día de
la humanidad– tan sólo «adormece a los hombres a través de titulares y frases
hechas», privándoles de todo criterio y capacidad de juzgar cualquier hecho por
nimio que sea.
Pero no sólo tendría lugar en
Alemania, entre los años 20, 30 y 40 del pasado siglo, la época dorada del
periodismo literario. En Inglaterra, con escritores, a la vez que reporteros y
colaboradores casi permanentes de la prensa, del nivel de los míticos Evelyn
Waugh o Rebecca West, o en Francia con el genial Albert Londres y con el
aventurero Joseph Kessel, o en España con Wenceslao Fernández Flórez, Julio
Camba, Carmen de Burgos, Corpus Barga, Azorín, Pla, Cunqueiro, Mariano de Cavia
o Chaves Nogales, el género dio lo máximo de sí a lo largo de unas décadas
realmente gloriosas. Por otro lado, nunca fueron fáciles las relaciones entre
literatura y periodismo. En muchas ocasiones se miraron con recelo. Pero si
tenemos que escoger una pieza que defienda como pocas este seductor género
mixto, el periodismo literario, tan «inmortal» como otros supuestamente más
nobles, es necesario citar el bello texto en su defensa que le dedica en este
volumen recopilatorio el austríaco Joseph Roth, autor de inolvidables novelas a
la vez que grandísimo periodista y reportero. El artículo es de 1925 y lleva
por título La irrupción de los periodistas en la posteridad: «Un periodista
puede ser, debe ser, un “escritor del siglo”. La verdadera actualidad no se
limita a veinticuatro horas; concierne a la época, no al día (…) No logro
entender por qué el conocimiento de la naturaleza humana, la agudeza, la
capacidad de orientación, el don para cautivar y otras flaquezas semejantes que
se les atribuyen a los periodistas hayan de estar reñidas con la genialidad. El
genio no vive de espaldas al mundo, se encamina hacia él. No es ajeno a su
tiempo, está inmerso en él».
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