La profecía de Orwell era yanqui/Gregorio
Morán
La
Vanguardia, 1 de noviembre de 2016.
Se
acuerdan de aquel magnífico filme alemán, La vida de los otros? Teníamos el
corazón en un puño y la indignación a flor de piel ante aquellos espías de la
Alemania Oriental que lo controlaban todo. No sólo las conversaciones, sino
hasta los actos más íntimos, para que nada quedara fuera del control del
Estado. Era la profecía de George Orwell que predijo en un libro, 1984, y que
evocaba los países comunistas del este de Europa. El Gran Hermano que lo
controla todo, que lo sabe todo de todos, que maneja la información
privilegiada hasta imbuir la cobardía absoluta.
Vayan
a ver un filme extraordinario de Oliver Stone. Lleva por título el nombre del
protagonista, Snowden, un niñato de 29 años que sólo tiene una inclinación,
los ordenadores. Ni siquiera terminó el bachillerato, la gente como él no
necesita planes de estudios. Lo descubrieron los servicios de información
norteamericanos porque tenía las piernas jodidas y no podía ser un buen “G.I.”.
Un mirlo blanco para ser mayordomo del nuevo Gran Hermano. Hasta su familia
tenía pedigrí de soldados patriotas defendiendo la civilización occidental; es
decir, la suya. Una novia con tendencia a la simplicidad, cuyas tetas acabarán
convirtiéndose en objetivo de la seguridad nacional de Estados Unidos, y que
demostrará ese valor y ese talento que no sé por qué razón las películas gringas
tratan de ocultar tras las patatas fritas, las hamburguesas y las barbacoas. Si
me atuviera a los filmes que salen de Hollywood –este no es el caso–, las
familias blancas de Estados Unidos se reúnen más en barbacoas humeantes que en
los parques, los bares o los clubs.
Esta
es una historia de jóvenes casi treintañeros, superdotados en las altas
tecnologías de ordenadores encriptados, dirigidos por asesinos de Estado con
una barriguita que no ha conseguido evitar sus horas de golf. Así de sencillo.
Pero dominan el mundo. No el mundo en general, que es la aspiración de todo
imperio, sino el mundo absoluto. Los ordenadores que sirven para avanzar la
tecnología, las relaciones humanas, son para estos individuos –sería ofensivo
llamarles caballeros– un objetivo bélico. Conseguir matar al adversario antes
de que se dé cuenta de que le van a matar.
La
magistral película de Oliver Stone puede contemplarse pasivamente como un filme
con momentos de caída del ritmo, obsesivamente minuciosa. Por supuesto, sobre
todo si usted la visiona sentado en un sofá y de vez en cuando se levanta para
ayudarse con un whisky, un hielo y un poco de soda. Pero le recuerdo, imbécil,
que si tiene abierto el móvil le están contemplando mientras hace sus
necesidades más perentorias, orinar por ejemplo. Detectarán hasta sus problemas
de próstata. Hasta para hacer el amor y para evitar que la central registre
cualquier inclinación o gusto erótico, lo mejor es apagar el televisor, apagar
el móvil que se ha dejado encima de la mesita de noche y cubrirlos con una
manta. ¡Añorado Orwell, jamás habrías soñado que los tuyos, los que defendían
la libertad del individuo frente al adocenamiento de las masas rojas, irían tan
lejos!
Pero
existe algo que se llama la conciencia, en casos muy puntuales, que está por
encima de religiones, credos y salarios desbordantes. Y un día este
gilipollas, con aspecto de no romper un huevo y menos aún freírlo, empieza a
detenerse en los mensajes encriptados que se van cruzando por el mundo,
empezando por el suyo, los Estados Unidos de América. Y descubre que la mayoría
de los materiales que maneja no son más que juegos de guerra, para matar o para
organizar y justificar las matanzas. Que no se trata de seguridad nacional
alguna sino de tener a la ciudadanía, valga la expresión, bajo el control ni
siquiera del Estado, o de las instituciones, sino de unos tipejos formados para
el crimen y sobre todo para servir a los poderes intocables.
La
añagaza del terrorismo islámico es la coartada perfecta para construir un
Estado invulnerable, consciente de que no lo conseguirán jamás. “Nunca nos
volverá a pasar lo de las Torres Gemelas”. ¡No sean cínicos! La mayoría de los
participantes, colaboradores y ejecutores del acto terrorista más importante
de la historia, el que inició el siglo XXI en Nueva York, estaba formada por
colaboradores suyos, los pagaba un Estado que era su principal aliado en
Oriente Medio, y para mayor ludibrio imperial, los sacaron en aviones apenas
terminadas las matanzas por las repercusiones geopolíticas que pudieran tener
para la economía y la relación de fuerzas de Estados Unidos, entonces dirigidos
por un deficiente mental con serios problemas para distinguir dónde estaba
Afganistán y dónde Arabia Saudí, un Bush, probablemente el más tonto de la
familia, por más que haya otro aspirante que se lo disputa. ¿Qué mejor para los
grandes emporios económicos de las armas y las letras de cambio, si tal figura
existe aún, que tener un presidente idiota? De esto sabemos nosotros bastante.
Evito
narrar por lo menudo la odisea de este profesional llamado Snowden desde el
momento que decide tirar de la manta y llevarse hasta la cama. ¡Él sí que es el
héroe de nuestro tiempo! Llegará un día que nadie se acuerde de las mentiras de
Obama, competidor adelantado de aquel Richard Nixon al que llamaban El
mentiroso, pero que hizo con China lo mismo que hoy Obama hace con Cuba. No se
escandalicen. Los estados no tienen amigos, ya lo dijo alguien que tenía
experiencia en el asunto, los estados sólo tienen intereses.
Ahora
bien, cómo es posible que este país inmenso y riquísimo, con una de las tasas
de pobreza más altas del mundo, donde la Seguridad Social se considera una
reivindicación comunista, sea capaz de mantener una cárcel en condiciones
inauditas, la de Guantánamo, sin acusaciones ni penas para los reos. Hay una
secuencia en el filme, que podría pasar desapercibida y que protagoniza ese
chaval, que no debe de ser experto en historia pero que tiene la cultura del
listo que no lee. Recuerda al Tribunal de Nuremberg. Ni uno solo de esos
caballeros bien peinados, mejor casados, amantes en sus últimos golpes de
gloria con damas a mil dólares, podrá evitar pensar, cosa infrecuente en ese
tipo de oficios, que ninguno de ellos se salvaría de sentarse en Nuremberg.
Nuestro
mundo ha cambiado, frase eufemística para decir que nuestro mundo está hecho
una mierda y que los poderosos vuelven a tener el aire del siglo XVIII,
resumido en la amante de Luis XVI en vísperas de la Revolución: “Si no tienen
pan, por qué no comen rosquillas”. Incluso en aquel tiempo había dónde
esconderse, aunque fuera discretamente, pero que Snowden tuviera que escapar a
Rusia porque ninguno de los países democráticos que el viejo George Orwell
consideraba su referente lo acogiera, y que al final tras múltiples peripecias
tuviera que asentarse en el lugar-símbolo de todo lo que detestaba Orwell, esa
es la paradoja más asombrosa que un analista, o un ciudadano, no digamos un demócrata,
hubiera podido imaginar.
Que
un hombre que ha demostrado su capacidad heroica en defensa de la verdad, que
no es otra cosa que la manifestación esencial de la democracia, tenga que huir
de todo el mundo para asentarse en el aeropuerto de Moscú, bajo la protección
de un individuo como Vladímir Putin, va mucho más allá de lo que nuestra
imaginación podía calcular. ¿Y qué me dicen de Julian Assange, refugiado en la
embajada londinense de Ecuador, país donde el periodismo no goza precisamente
de buena salud democrática, y al que el señor John Kerry, secretario de Estado
norteamericano, ha exigido, como en la época de las cañoneras, que le corten la
línea de internet porque afecta con sus informaciones veraces y brutales a la
campaña de Hillary Clinton. Y así se ha hecho. Confío que si gana Hillary, le
repongan la línea. Uno en Moscú y el otro en la embajada de Ecuador. ¡Voltaire
ha vuelto, pero carece de fondos!
No hay comentarios.:
Publicar un comentario