Hugh Thomas, Lord Thomas of Swynnerton/Marqués de Tamarón, embajador de España y escritor.
ABC, Martes, 09/May/2017
Hugh Thomas, barón Thomas de Swynnerton, historiador y miembro de la Cámara de los Lores, murió anteayer domingo 7 a los 85 años. Era muy querido tanto en su patria como en España y también en México, y en esos y otros países desde hace muchos años abundan los comentarios elogiosos. Con justicia elogiosos pero también con motivos a veces distintos. Y es que ocurre que el profesor Thomas siempre fue un historiador romántico y a la vez irónico, y la ironía le sirvió de poderosa herramienta para interpretar los vericuetos de la Historia, en particular la del último medio milenio. Como la ironía suele acompañar a la inteligencia, esa combinación puede conducir a reconsiderar ciertos acontecimientos, y así fue el caso de Edmund Burke, que pasó de ser un liberal defensor de la Revolución Americana a ser liberal opuesto a la Revolución Francesa, a la vista de los horrores que la acompañaron.
Tal vez Hugh Thomas recorrió un camino similar aunque menos visible al de Edmund Burke siglo y medio antes. Como joven liberal romántico empezó viendo la Guerra Civil española con cierta atracción hacia el bando de izquierdas. Pero pronto cambió su inclinación general lo cual incluso se reflejó en las sucesivas ediciones de su historia de nuestra guerra. Lo hizo con honradez y con tiento, virtudes que también aplicó en su carrera política. Fue miembro del Partido Laborista hasta 1974, cuando pasó al Conservador y después en 1998 fue al Partido Liberal Demócrata, si bien ha sido hasta el final crossbencher o independiente. Su paso al Partido Conservador debió mucho a la admiración que le causó Margaret Thatcher, que lo nombró presidente del Centre for Policy Studies.
Antes había trabajado en el Ministerio de Negocios Extranjeros en cuestiones de desarme. Esa formación política, unida a sus estudios en Cambridge y en la Sorbona, le dio una solidez intelectual y política que se refleja en la gran variedad de sus publicaciones y estudios posteriores a su
Guerra Civil española. Abarcan desde una monumental historia de Cuba hasta trabajos sobre Goya o Beaumarchais, pasando por libros sobre la política internacional del siglo XX e incluso tres novelas. Pero quizá donde concentró más esfuerzo e ilusión fue en sus investigaciones sobre el Imperio Español en las Indias. Vasto panorama que escudriñó con microscopio de erudito y galanura de creador literario, como corresponde a un gran historiador romántico.
–Hugh, ¿por qué no escribes una novela de Historia alternativa?
–Ni hablar, no creo en eso que es poco serio y nunca lo haré. –Pero Hugh, si ya lo has hecho. En tu libro El Señor del Mundo, haces cábalas sobre lo que hubiera podido ser la conquista de China por Felipe II y cómo hubiera cambiado la Historia Universal. –Bueno, bueno… Tal mezcla de rigor científico e imaginación literaria conduce a páginas de una gran belleza, comparable al estilo de Gibbon pero sin su cinismo dieciochesco. De hecho sopesa y juzga todo el trasfondo moral de la historia de España en América, sin rehuir censuras o elogios. De particular interés es su cita de la carta del Emperador Carlos V a Pizarro, declarándole el disgusto regio porque había matado a Atahualpa, un monarca, y lo había hecho en nombre de la justicia. Thomas no es el primero en distinguir entre el comportamiento de Hernán Cortés en México y su pariente Francisco Pizarro en el Perú, pero lo hace con todos los matices necesarios.
Esa misma mesura lo lleva a responder a la pregunta que casi todos los historiadores del Imperio español se hacen para explicar la duración de éste, tan superior a la de los demás imperios de la era moderna, como el británico o el francés, con la única excepción del portugués. Es difícil explicar este fenómeno sin reconocer que para mantener el dominio con tan pocas fuerzas militares hace falta ejercer el poder con una cierta capacidad administrativa bastante ajena a la mera fuerza bruta.
La mirada de Hugh Thomas sobre los principales fenómenos de la historia de España trae a la mente lo que dice Feijoo (en el siglo XVIII) del Padre Mariana (del siglo XVI), a modo de resumen de las virtudes necesarias en un historiador: «Sobre los demás talentos –que tenía el Padre Mariana– necesarios para la Historia, era sumamente sincero y desengañado». Y luego cita a su vez lo que decía del propio Mariana el Cardenal Baronio: «El Padre Juan de Mariana, amante fino de la verdad, excelente sectario de la virtud, español en la patria pero desnudo de toda pasión, con estilo erudito, dio la última perfección a la historia de España».
Este conjunto de virtudes –en el sentido antiguo de la palabra virtud– atribuidas a Juan de Mariana constituyen algo cada vez más necesario en un historiador moderno. Pocos son (o fueron) todo esto: sinceros, desengañados, amantes finos de la verdad, excelentes sectarios de la virtud, españoles en la patria pero desnudos de toda pasión, con estilo erudito.
No sólo cabe atribuir a Hugh Thomas estas cualidades anticuadas en apariencia sino que tuvo otra que mantuvo contra viento y marea cuando el espejismo de Hegel, Kojève y Fukuyama más brillaba. Éstos creyeron que la Historia se había acabado. Hugh Thomas nunca creyó tal cosa. No necesitó esperar a catástrofes como las del terrorismo islamista para percatarse de que la Historia no se había terminado. Esa certidumbre no sólo aparece en sus escritos. Cualquiera que haya tenido ocasión de pasear con él sabe hasta qué punto la Historia era para Thomas algo vivo. Y triste, a veces. Pero ese lado melancólico sabía nuestro historiador mitigarlo porque tenía otra gran virtud muy necesaria para los historiadores, el sentido del humor.
En el verano de 1994, en un seminario en Santander, Hugh Thomas dio una magnífica conferencia. Fuimos a cenar después con unos señores de países nórdicos y uno de ellos le dijo:
–Entonces usted está trabajando ahora sobre las atrocidades de los españoles en México.
–De verdad, si usted cree que los aztecas eran socialdemócratas suecos descendientes de Rousseau, me temo que está equivocado.
Por último, Hugh Thomas estaba por completo desprovisto de ese feo vicio, la Schadenfreude, alegría del mal ajeno. No aparece en ninguna línea escrita por él ni palabra dicha. Ni siquiera se alegró de los males de los enemigos de su país. Tuvo una talla moral insólita también en cualquiera que comenta la Historia. Fue un hombre sabio y, más importante aún, un hombre bueno. Un maestro.
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