Revista Proceso...
LA REDACCIÓN , 14 MARZO, 2010
En 2005 falleció el general de división Salvador Rangel Medina, uno de los personajes centrales de la novela Guerra en El Paraíso, de Carlos Montemayor. Militar atípico, afecto a la escritura, comenzó una especie de memorias que suspendió al llegar a la década de los setenta, cuando manifestó su desacuerdo con la estrategia antiguerrillera del gobierno. En el libro El general sin memoria. Una crónica de los silencios del Ejército Mexicano, publicado por el sello Debate, de Random House Mondadori, Juan Veledíaz explora la causa profunda de ese silencio y reconstruye su biografía con testimonios y documentos que, además, arrojan luz en torno a secretos del Ejército que se mantuvieron guardados por más de medio siglo. He aquí una reseña escrita por el propio autor.
Ellos pensaban que estaban solos, pero el diputado no sabía que una cámara secreta estaba filmando todo
El diferendo reventó en junio de 1974, en los días más álgidos de la campaña militar contra la guerrilla y la población civil en la Costa Grande del estado de Guerrero, donde el general Salvador Rangel Medina se desempeñaba como comandante de la 27 zona en Acapulco. Testigos del episodio narran que, luego de tomarle una llamada telefónica a Hermenegildo Cuenca Díaz, entonces secretario de la Defensa Nacional, la voz de Rangel se elevó más de lo habitual, tanto que llegó a escucharse afuera de su oficina.
–¿Tiene usted una idea de cuántos civiles van a morir? –cuestionó Rangel–. ¡Cómo quiere que autorice cosas con las que no estoy de acuerdo! –reclamó al secretario, según el testimonio de allegados suyos que presenciaron el altercado.
Las diferencias de criterio sobre los métodos que el Ejército empleaba en el terreno para intentar acabar con la guerrilla de Lucio Cabañas salieron a relucir desde los primeros días de diciembre de 1973, cuando llegó de comandante a Acapulco por orden del presidente Luis Echeverría. Su designación nunca fue del agrado del general Cuenca, con quien no se dirigía la palabra desde hacía décadas. Las diferencias entre ambos se traducían en una relación fría, distante. Rangel lo había reconfirmado en 1971, en los primeros meses del nuevo gobierno, cuando fue relevado del mando territorial en Durango y fue enviado “a la banca”, es decir, a disposición del Estado Mayor de la Defensa sin cargo ni comisión por órdenes del secretario. A partir de entonces sus allegados sabían que fue el presidente quien lo había sacado de la “congeladora” para darle mando de zona.
Desde que llegó al puerto, sus discusiones con Cuenca subieron de tono a raíz de las visiones confrontadas entre los dos. “El general Rangel Medina se opuso a los bombardeos, se opuso a una serie de acciones violentas que llevó a cabo el Ejército Mexicano en aquel entonces, según refieren libros, notas, reportajes; se opuso, (pues) no era la manera de poder capturar a una gavilla, decía; no era la manera de proceder, proceder como militares ni como mexicanos obligados a seguir un marco jurídico; no era la manera de hacer las cosas, según su entender”, recuerda uno de esos allegados.
La campaña militar en Guerrero se convirtió en el escenario –que hasta ahora había permanecido oculto– de esas visiones confrontadas acerca de lo que debería ser el uso de la fuerza armada para resolver conflictos.
Testimonios y documentos militares inéditos sobre Rangel y episodios diversos muestran a un militar “disidente” frente a la estrategia contra la guerrilla. Su formación era representativa de los ideales que cimentó la Revolución en las Fuerzas Armadas. Durante su carrera se caracterizó por buscar la cercanía con el pueblo al que, decía, el Ejército se debía. Privilegió el diálogo y la negociación antes que el uso de la fuerza. Ese era su estilo desde que en los años cincuenta y sesenta intervino, por órdenes presidenciales, para desactivar conflictos sindicales y estudiantiles y convencer a líderes guerrilleros, como Rubén Jaramillo, para que depusieran las armas.
En el gobierno de Echeverría, Rangel confrontó a la cúpula militar que había adoptado la doctrina proveniente de la Escuela de las Américas, aquella que tomó a la “guerra sucia” puesta en práctica en Vietnam –con su método de represión, tortura y desapariciones de civiles– como el referente para afrontar los problemas de la época.
Las reglas rotas
El escritor Marco Aurelio Carballo, entonces reportero del periódico Excélsior, dirigido en aquel tiempo por Julio Scherer García, recuerda que, en Guerrero, Rangel parecía un militar al frente de un ejército ajeno al conflicto. Por esos días de junio de 1974 Carballo estaba de enviado especial en Chilpancingo para cubrir el secuestro de Rubén Figueroa Figueroa, “el camionero que luego fue gobernador”, quien fue capturado por la guerrilla cuando buscó un acercamiento con Cabañas para convencerlo de que depusiera las armas.
Desde la capital del estado, el reportero contactó vía telefónica a la comandancia militar de Acapulco, solicitó una entrevista con el general Rangel, y sin mayor trámite se la concedieron. El Ejército tenía entonces el control absoluto de la información y de los periodistas que cubrían el conflicto, patrullaba poblados y caminos, y en la carretera que comunicaba con el puerto instaló retenes escalonados.
Sin embargo, cuenta Carballo, al parecer había una orden previa para que él pudiera pasar por los puestos de control sin contratiempo alguno. Llegó a la zona militar y, sin mayor espera, fue llevado a la oficina del comandante. Lo recibió un hombre vestido de manera impecable, con su uniforme verde olivo bajo el que se distinguía una silueta delgada, pero fuerte: “… me dio una buena entrevista, sobre todo porque dijo varias frases. Una de ellas, ‘Si me lo ordenan, capturaré a Cabañas’, me llamó mucho la atención”.
Las declaraciones de Rangel, publicadas en la portada de Excélsior aquel miércoles 5 de junio, rompieron la “regla de oro” de la milicia según la cual ningún militar, salvo orden superior, puede declarar ante la prensa. Al general poco le importó esa regla: en sus dichos había un mensaje cifrado que iba más allá del malestar en el interior del Ejército por la manera en que el conflicto se estaba manejando y que dejaba entrever el papel “indefinido” que desempeñaba como comandante de zona, pues sus planes no eran tomados en cuenta.
Al día siguiente, el secretario manifestó que Rangel se había “extralimitado”, pues “asumió funciones que no le correspondían”, ya que sólo la Defensa o el presidente de la República podían opinar sobre “asuntos de tal naturaleza”.
Así, las diferencias entre uno y otro general comenzaban a hacerse públicas; semanas después, a principios de agosto, los dos militares se enfrascaron en otro altercado telefónico, que acabó en forma abrupta cuando Rangel colgó el auricular. Según un testigo, la discusión terminó con un recordatorio materno al titular de la Secretaría de la Defensa.
La tarde de ese mismo día Rangel redactó un radiograma, dirigido al presidente Echeverría, con copia al general Cuenca, donde solicitaba que lo relevara del mando por no estar de acuerdo, entre otras cosas, con la “evacuación de la población civil”. Comenzó entonces una persecución en su contra que inició con un proceso ante una corte militar; se le catalogó como un “apestado” dentro del Ejército, al punto de que incluso se estableció la prohibición de acercársele. Estuvo “congelado” hasta el fin del sexenio.
Con la llegada de José López Portillo al poder, fue rehabilitado en el mando de zona en Acapulco, lo que constituyó un hecho inédito en el Ejército, y su imagen creció ante la actitud que asumió frente a la “guerra sucia”.
El radiograma fue encontrado en el archivo privado del general Rangel Medina, quien murió a los 92 años de edad en una cama del Hospital Central Militar en diciembre de 2005, y forma parte de una serie de informes castrenses desconocidos hasta la fecha sobre lo ocurrido durante la guerra sucia en Guerrero. Por primera vez un general de tres estrellas, con una fuerte ascendencia dentro del Ejército, aportaba detalles de aquello que consideró “torpezas del mando” al referirse a la manera en que se conducían las operaciones contra la guerrilla en esa entidad. Fue el único militar en activo que en su momento advirtió que la actuación de las tropas tendría un costo muy alto para la institución frente a la sociedad.
Cuidadoso registro
Entre los documentos del archivo de Rangel están los informes elaborados a su llegada al puerto, cuando asumió la comandancia militar. A uno de esos reportes lo denominó Panorama que presenta la zona. Es un escrito de 10 fojas que redactó el 15 de diciembre de 1973; ahí consigna los testimonios que recogió en la zona serrana de Atoyac –comunidad distante dos horas de Acapulco, donde se estableció el puesto de mando del teatro de operaciones–, además de exponer un análisis social, político y militar que realizó para contextualizar el problema de la guerrilla.
Ahí apuntó que, como no era del agrado del general Cuenca, cuando recibió la comandancia de zona, no le fue proporcionado ningún tipo de información de inteligencia, por lo que tuvo que valerse de sus propios recursos para allegarse de información sobre lo que ocurría en el terreno. Anotó que las unidades que participaban en las operaciones estaban mal preparadas y no tenían una idea sobre la naturaleza del “enemigo”. Reveló que varios militares de distinto rango, como el comandante al que relevó, estaban al servicio de los caciques y narcotraficantes desde tiempo atrás, y contribuían al clima de terror que imperaba en la región al abusar de la población civil.
Rangel fue muy cuidadoso en el momento de registrar los asesinatos extrajudiciales, las torturas y las desapariciones atribuidas al Ejército. Nunca cita a sus colegas por sus nombres y da todo el crédito a los pobladores que le narran los sucesos. En uno de esos pasajes, posteriores a una emboscada de la guerrilla contra soldados cerca de la comunidad de Yerbasantita ocurrida en noviembre de 1973, el general escribió:
“Hace unos días aterricé en un caserío para que me orientaran por dónde me encontraba, y me pareció muy sospechoso y extraño que no obstante la presencia del helicóptero ninguna persona se acercara a verlo, como ocurre en cualquier ranchería, aun cuando observaba que salía humo de las chozas.
“Tras mucho tiempo de espera y una vez que despaché a otro lado al aparato, en busca de una escolta, vi pasar una persona que al llamarla resultó ser la autoridad del poblado. Identificado con él, me informó que la gente no salía por temor a que los federales los fueran a matar. Con su ayuda y en vista de que yo me encontraba solo, fue posible reunir al poblado frente a la escuela y tras escuchar los más graves insultos de hombres y mujeres y el llanto de numerosas familias, logré que me explicaran la causa de aquella actitud, sabiendo que unos días antes de mi arribo a la zona y a resultas de la emboscada sufrida por las tropas en Yerbasantita, habían arribado unas tropas a las que dieron alojamiento, y en pago, acusándolos de haber participado en la emboscada, sacaron a varios hombres de sus casas, incluyendo al evangelista del pueblo, dándoles muerte.
“Casi en vilo me condujeron hasta el sitio donde fue cometido el asesinato de aquellas personas que ninguna participación habían tenido y me mostraron las tumbas recién abiertas en el panteón del lugar. Unos días antes de la emboscada, habían pasado también la brigada o miembros de la brigada y les habían robado cuanto tenían.”
Perfil de una época
El general Rangel Medina era un militar atípico: le gustaba escribir y, además de la literatura, su pasión siempre fue la aventura. No tomaba ni fumaba, y practicaba deporte. Fue una de las fuentes que Carlos Montemayor utilizó para su novela Guerra en El Paraíso y trabó amistad con él desde los años ochenta. Su vida representó el prototipo de la medianía, pues vivió sin grandes lujos, aunque formó parte de la élite castrense durante más de 30 años; rechazaba la pompa de los homenajes institucionales; sentía inclinación por el servicio para ayudar a las poblaciones indígenas y a gente de escasos recursos. Formaba parte de la camada de oficiales que se graduaron en 1934 en el Colegio Militar, en aquella época en la cual llevó la batuta de la educación castrense el legendario general revolucionario Joaquín Amaro, fundador del Ejército moderno.
Parte de sus 49 años de carrera militar quedó narrada en un borrador de sus memorias, que dejó inconclusas. Su relato inicia cuando entró al Colegio Militar; registra sus vivencias como oficial de infantería en los treinta y cuarenta, décadas en que el Ejército dejó las asonadas para convertirse en la institución modelo sobre la que se cimentó el presidencialismo.
Abandonó el manuscrito cuando éste se refería a los setenta, la época en que se desempeñaba como comandante en Acapulco. Su trabajo no vio la luz pública debido a la “censura” impuesta por el alto mando del Ejército a mitad del gobierno de Ernesto Zedillo (1994-2000), cuando la Secretaría de la Defensa era encabezada por uno de sus antiguos subordinados, el general Enrique Cervantes Aguirre.
Tiempo después se enteró de que el motivo para prohibir la publicación de sus memorias fue la manera en que “desmitificó” al general Joaquín Amaro y a Lázaro Cárdenas, dos referentes en la milicia mexicana. Tampoco fueron bien vistos los “usos y costumbres” del Ejército que registró y que exhibían por primera vez cómo era la vida en los cuarteles.
Causó mucha molestia el testimonio sobre su propia participación en actividades de control de movimientos sociales y acerca de su rol protagónico en las negociaciones mediante las que se buscaba que el líder guerrillero Rubén Jaramillo se desistiera de la lucha armada. Su paso como comandante del batallón 49 de infantería en Michoacán, al inicio de los años sesenta, quedó asentado como el primer registro de un jefe del Ejército en una campaña contra el narcotráfico.
A sus escritos los llamó Pláticas de un soldado. Decía que eran charlas informales sobre su experiencia de militar en servicio y nunca se preocupó por aclarar el léxico castrense ni por citar el nombre completo de sus contemporáneos. Siempre rechazó que se tratara de unas memorias, a pesar de que tenían un alto valor testimonial por el detalle con el que describía los rasgos de la personalidad de tres secretarios de la Defensa: Matías Ramos Santos (1952-1958), Agustín Olachea Avilés (1958-1964) y Marcelino García Barragán (1964-1970), de quienes fue cercano colaborador y “protegido”.
Interrumpió su relato cronológico cuando llegó el momento de abordar su estadía en Guerrero. De un día para otro puso en práctica “el olvido activo”, como se le conoce en el medio militar al recurso mediante el cual alguien “olvida” algo, no porque no sea importante, sino porque “es muy importante”. Mantuvo el silencio hasta el día de su muerte, y en su condición de militar en retiro nunca aceptó entrevistas para hablar del tema ni quiso recordar detalles de aquello que llamó “el show Cabañas”.
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