Saber escuchar/Enrique Krauze
Publicado en Reforma, 6 de enero de 2013
En 1986,
cuando dábamos apenas los primeros pasos en la concepción de un México
democrático, leí en The New York Review of Books un ensayo que me impresionó.
Su autor era Albert O. Hirschman, el célebre y heterodoxo economista que para
entonces, después de un larguísimo periplo existencial e intelectual, había
echado raíces en la Universidad de Princeton. Se titulaba "On democracy in
Latin America" y sostenía lo siguiente:
"Muchas
culturas -incluidas casi todas las latinoamericanas que conozco- valoran mucho
el tener opiniones fuertes y preconcebidas sobre casi cualquier cosa, y en
ganar las discusiones; en cambio, no valoran el acto de escuchar. Si lo
hicieran, descubrirían que, en ocasiones, uno puede aprender algo de los demás.
En este sentido, las culturas latinoamericanas están predispuestas a la
política autoritaria, no a la democrática".
Nunca olvidé
la frase, y en estos días, tras la muerte de Hirschman, la he recordado aún
más: creo que encierra una clave, y quizá la clave, de nuestra posible pero
incierta maduración democrática.
Todos los
obituarios que han aparecido reconocen la originalidad de su pensamiento.
Politólogo, economista, pensador y psicólogo social, The Economist considera
que no recibió -como merecía- el Premio Nobel, justamente por el carácter
inclasificable de su obra. Pero si sus libros fueron admirables, su casi
inverosímil trayectoria lo fue más.
Nacido en
1915, su vida temprana coincidió con el ascenso y caída de la República de
Weimar. En 1933, tras la llegada de Hitler, Hirschman salió de Alemania, se
refugió en París, estudió en la London School of Economics, se doctoró en la
Universidad de Trieste, luchó (y fue herido) en el frente aragonés de la Guerra
Civil Española. Al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, se incorporó a la
lucha antifascista y, asentado en Marsella, participó en el heroico rescate de
cerca de 2,000 personas (entre ellas varios artistas como Max Ernst y Marc
Chagall) a quienes franqueó el paso de Francia a España y de España a la
libertad. Walter Benjamin hubiera podido ser uno de esos refugiados, pero la
mala fortuna y la desesperanza lo impidieron. Durante la Postguerra, Hirschman
intervino en la gestación del Plan Marshall, sirvió de intérprete en los
Juicios de Nuremberg y sufrió el acoso del Macartismo.
A partir de
1952, Hirschman dedicó una parte de aquel bagaje vital a una especie de
terapéutica integral para el desarrollo, en particular el desarrollo de
Latinoamérica. En una biografía de inminente salida, Jeremy Adelman -discípulo
suyo en la Universidad de Princeton- aborda en detalle el paso de Hirschman por
nuestros países: ensayos, libros, discusiones, congresos, "think
tanks". Era un economista -o, más bien, un "científico social
interpretativo"- al servicio de la práctica. Sus autores favoritos eran
Montaigne y La Rochefoucauld, observadores curiosos, perceptivos y escépticos
de la condición humana. Por sus lecturas y su vida, Hirschman eludió siempre
las visiones extremas, las ideologías en boga, los determinismos de cualquier
signo, la rigidez académica y la soberbia tecnocrática. Fue un enemigo jurado
de las dictaduras del cono sur y de los gobiernos estadounidenses que las
solapaban, pero no aprobaba al régimen cubano que condenaba a sus habitantes a
salir de la isla o callar sus voces de protesta. En los setenta, tiempos de
fervor revolucionario, siendo amigo cercano de Salvador Allende, aconsejó un
reformismo modesto y gradual. En los ochenta, tiempos de ortodoxia neoliberal,
rechazó que el mercado fuera la panacea. Advirtió que ambas corrientes,
izquierdas y derechas, preconizaban por razones opuestas (unos para destruirlo
con las armas, otros para entronizarlo desde el poder) un mito idéntico:
"el mercado requiere déspotas".En aquel ensayo de 1986, cuando
lentamente América Latina dio visos de orientarse hacia la democracia,
Hirschman vio una rara oportunidad de avance: "El clima parece propicio
para introducción de valores de tolerancia y apertura a la discusión no sólo en
el proceso político sino en la conducta cotidiana de grupos e individuos".
Sostuvo entonces la posibilidad de consolidar un margen de progreso político
sin "esperar" necesariamente un crecimiento económico paralelo o una
mejor distribución del ingreso. Para lograrlo, había que desarrollar, como un
fin en sí mismo, ciertas virtudes políticas. Y una de ellas era la
"aceptación de la incertidumbre":
... aceptar la
incertidumbre sobre la realización práctica de nuestro propio programa, es una
virtud democrática esencial: debo valorar más a la democracia que a la
realización de programas o reformas específicas, por fundamentales que puedan
parecerme para el progreso democrático o económico o de cualquier otro
tipo".
Lo cual, a su
vez, requería de paciencia. La paciencia cerraba el paso a las salidas
dictatoriales o revolucionarias. Pero la paciencia era insuficiente, porque
podía llevar a la inmovilidad de unos y a la excesiva confianza de otros. Una
democracia sana necesitaba voces de crítica y un clima de intensa deliberación
tras la cual las posiciones iniciales -enriquecidas con información fresca y
nuevos argumentos- podían modificarse. Según Hirschman, esta cultura de la
deliberación, llevada a cabo en diversos foros, podía "sustituir las
formas utópicas, Rousseaunianas, la exigencia de unanimidad y voluntad popular,
como sustentos de legitimidad democrática". Y concluía que "la falta
de apertura a nueva información y a las opiniones de los demás representa un
peligro real para el funcionamiento de la sociedad democrática".
Se trataba, en
el fondo, de un ejercicio colectivo: "afinar nuestra concepción del mundo,
para comenzar a cambiarlo". Y todo se resumía en dos palabras mágicas:
saber escuchar.
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