Aliados
y rivales/OLGA
PELLICER
Revista Proceso # 1909, 2 de junio de 2013
Es
difícil navegar por las aguas de la prensa internacional en estos días. En
ellas se construyen mitos, se crean villanos, se exaltan proyectos que apenas
despegan, se prestigia a líderes, se desconoce a quien ayer se ensalzaba. Todo
ello se puso de manifiesto en la cobertura mediática que se dio a la última
cumbre de la Alianza del Pacífico, formada por Chile, Colombia, Perú y México;
la cita fue en Cali, donde el presidente Santos, de Colombia, tomó por el
próximo año el mando de la organización.
Publicaciones
de tendencia ideológica tan distinta como The Economist y El País coincidieron
en celebrar con gran optimismo lo que llamaron el “nuevo motor para el
desarrollo de América Latina”. En sus comentarios, destacaron las oportunidades
que ofrece este proceso de integración; asimismo, aprovecharon para marcar las
diferencias entre sus miembros, respetuosos del estado de derecho, defensores
del libre comercio y la empresa privada, y los miembros de Mercosur, un
agrupamiento cada vez más estancado, más politizado, menos respetable.
La
cumbre celebrada en Cali tuvo un gran poder de atracción. Acudieron no sólo los
mandatarios de los actuales países miembros; también los de los candidatos a
serlo, como Costa Rica y Guatemala; observadores de Australia y Nueva Zelandia,
y dos primeros ministros: Stephen Harper, de Canadá, y Mariano Rajoy, de
España. Este último atravesó miles de millas y se quedó sólo 24 horas para
recordar la importancia de las inversiones españolas en esa región. Un dato
indirecto de la difícil situación de España y la urgencia de no dejar cerrada
ninguna puerta que pueda abrir
posibilidades a sus empresarios.
Es
muy pronto para saber si las esperanzas en ese “motor de desarrollo” son justificadas.
Por lo pronto, la alianza ya ha tomado acciones que ponen en evidencia que
existe enorme voluntad política: se ha decidido suprimir las visas entre los Estados miembros (lo que quizá dé
muchos dolores de cabeza a México, que
tiene frontera con Estados Unidos, pero al parecer alentará el turismo y las
visitas de empresarios); se han acordado representaciones diplomáticas conjuntas en Ghana, Singapur y Vietnam; se
están explorando medidas para acelerar intercambios académicos mediante el reconocimiento
de estudios realizados en uno u otro país; la alianza se proyecta como un
espacio para ensayar nuevas alternativas de desarrollo en que participen
jóvenes emprendedores y pequeñas y medianas industrias.
Lo
anterior no oculta que hay muchas dificultades. Una simple mirada al mapa lleva
a tomar conciencia de las distancias físicas entre los países de la alianza. A
ello se aúnan otros problemas. Para empezar, se parte de una plataforma de
relaciones comerciales muy débiles. En el caso de México, el comercio con
Chile, Perú y Colombia ha crecido, pero representa un porcentaje pequeño de sus
transacciones internacionales. Las cifras que se han manejado sobre la
importancia de los cuatro países en el comercio internacional son engañosas. El
porcentaje más importante de ese comercio proviene de México, pero se trata del
comercio que mantiene con los países que se encuentran al norte, no hacia el
sur.
Las
interconexiones entre los cuatro países,
con excepción de las vías aéreas, son inexistentes. No hay vías terrestres, y
en el litoral del Pacífico no existen puertos de gran calado que puedan
responder a un creciente comercio entre ellos, y entre ellos y los países
asiáticos. El tráfico que mejor se comunica es el ilegal; quienes sí saben cómo
transportar mercancía desde Perú hasta la frontera con Estados Unidos son los
narcotraficantes.
Las
relaciones extra-regionales de los cuatro países son diversas. Chile y Perú
tienen ya establecida una buena red de relaciones políticas y económicas con
Asia, en particular con China. Por su parte, Colombia y México tienen mucho
camino por recorrer. México apenas empieza a normalizar sus relaciones con ese
país, después de un rezago de 12 años, en los que éstas fueron, o bien
ignoradas, o conducidas con notable descuido.
Ahora
bien, más allá del potencial de esta alianza, lo que mayormente se destacó en
la cobertura que dieron los medios internacionales es la división que produce
en América Latina. Son muchos los datos, por ejemplo, que ofrecen para
demostrar la bondad de la alianza y los defectos de Mercosur. De los miembros
de éste último se señalan bajos índices de crecimiento, desavenencias entre
ellos, tendencias proteccionistas, falta de respeto al estado de derecho.
Aunque hace pocos años Brasil era ensalzado como el líder de la región, hoy,
para los medios de comunicación, empieza a ser el villano de la historia.
Esa
manera de presentar el significado de la alianza conlleva peligros muy serios.
El primero es que cambie la naturaleza de los gobiernos que hoy están a la
cabeza. Si las encuestas sobre el futuro político de Chile son buenas, muy
pronto estará de regreso un gobierno de izquierda en ese país. Hay motivos para
dudar de que Michelle Bachelet mantenga el entusiasmo por una alianza que es
presentada bajo un manto tan de derecha.
Para
México, cuya política hacia América Latina debe mantener el equilibrio entre la
pluralidad de proyectos y liderazgos que se manifiestan allí, esta
interpretación de la alianza como
proceso de integración que fractura a la región y entra en rivalidad con los
países de Mercosur es esencialmente negativa. Brasil es y seguirá siendo el
otro grande de América Latina, y las buenas relaciones mexicano-brasileñas son
una meta a mantener vigente, por difícil que sea alcanzarlas. Poco prometedor
resulta para Peña Nieto que lo identifiquen como líder de un club neoliberal
que pretende convertirse en el portador del único modelo a seguir en esta parte
del mundo. Como reflejo de la política interna, la externa tiene que ser
pragmática y abierta a la conciliación con liderazgos distintos. Ese debe ser el tono para conducir la
relación con América Latina.
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