- Cautivos en el infierno/Marcela Turati.
Revista
Proceso
# 1914, 7 de julio de 2013
Con
el desbordamiento de la violencia del narco en el país también se potenciaron
los secuestros y los levantones. Aunque las autoridades federales
automáticamente dan por muertas a las víctimas de esos delitos, las familias y
organizaciones que buscan a personas desaparecidas recaban cada día más
testimonios de sobrevivientes de casas de reclusión o campos de trabajo
esclavo. Por eso piden que, además de los restos de los muertos, las
autoridades indaguen la pista de los que pueden seguir vivos.
“Mi hermano desapareció cuando tenía 19 años.
Trabajaba en el pueblo, en una carpintería, y un día unos amigos le dicen que
los acompañe a llevar una troca a la sierra, llegando allá con un mueble les
dicen: ‘Ustedes se van a quedar aquí a trabajar’, y les dan armas poderosas y
trocas y los ponen a cuidar al pueblo. Estaban bajo las órdenes de un
comandante, entre la gente, matando. Porque los ponían a matar. Pero mi hermano
nunca mató.”
El
testimonio es de una joven de Chihuahua. No es un relato más de los que se
susurran durante las reuniones de familiares dedicados a la búsqueda de uno de
los suyos –extraviados, levantados, secuestrados o desaparecidos–, de esos que
dan cuenta de que no todos los desaparecidos están muertos, algunos están
vivos, esclavizados; esta historia contiene datos, nombres de pueblos,
descripción de criminales.
“Llegaban
a las casas y así nomás apuntaban con sus armas, violaban a señoras. Los
trataban muy mal, duraban 15 días sin bañarse, de comida les daban puras
Maruchan, los traían robando, armados, dando vueltas por el pueblo.”
–¿Y
cómo sabes eso? –se le pregunta.
–Mi
hermano nos lo contaba.
–¿Cómo?
–Un
día logró ir a un cerro y desde arriba le llamó por teléfono a mi papá para
decir que estaba bien, pero que los trataban muy mal. Otro día apareció en
casa… aprovechó que hubo una balacera… Escapó.
La
joven, aunque habla en voz baja, no se ve nerviosa. Parece que tiene necesidad
de contar su historia. Está en un encuentro de familias de todo el país que
también buscan a uno de los suyos. Aquí supo que su caso no es aislado y acaba
de prometerse que nunca dejará de buscar a ese hermano mayor que regresó del
infierno y se lo describió, pero tuvo que regresar a él, por su propio pie,
para salvar a su familia de ser sometida a un purgatorio, lento, cruel,
salvaje, en esta vida.
“Cuando
escapó, ellos llamaban a mi hermano para decirle que se regresara para que no
nos mataran a nosotros. Mis papás lo mandaron a Chihuahua con un tío, pero él
estaba intranquilo. Duró allá unos días, regresó a la casa, creemos que para
entregarse, y de inmediato vinieron por él y se lo llevaron a la sierra. La
última vez que supimos de él fue un día que habló llorando, decía que no quería
estar ahí, que no aguantaba, que veía cosas, que hacían muchos delitos.
Llevamos dos años sin noticias.”
El
infierno que ella describe es el de una prisión sin rejas. Una cárcel a campo
abierto; su hermano vivía con puros jóvenes, unos reclutados a la fuerza, otros
estaban ahí por su voluntad, en una casa abandonada a las afueras del pueblo.
Se turnaban para dar rondines y vigilar que no llegaran otros a balear. “Ellos
eran la policía del lugar”, dice.
Esos
“policías” estaban armados, patrullaban en camionetas robadas, no tenían
horarios de descanso, comían lo que podían, vivían “bien locos”, estimulados
por mariguana o cocaína y sus excesos con frecuencia terminaban con balazos y
asesinatos entre ellos. No recibían paga y tampoco podían renunciar al trabajo,
ya que sus captores conocen a sus familias.
“De
aquí son muchos jóvenes que los linieros (integrantes de La Línea, brazo armado
del Cártel de Juárez) se han llevado así. A unos los llevan a trabajar a
Cuauhtémoc, Guachochi, San Juanito, Creel, La Junta, Guadalupe y Calvo,
Batopilas, a diferentes lugares, o andan cerca de ahí. Unos se han escapado,
pero si regresan, se los llevan.”
El
acuerdo para esta entrevista es no revelar datos que puedan ayudar a ubicar a
la informante, quien ya vive en otra región del país. Aunque dice que son
tantos los jóvenes reclutados a la fuerza, con la misma historia, que
cualquiera podría haberla narrado.
La
posibilidad de que algunas personas consideradas desaparecidas estén con vida,
prisioneras, trabajando como esclavas, es una certeza para muchas familias que
se han dedicado a investigar el paradero de los suyos y también para
organizaciones de derechos humanos de Chihuahua, Coahuila, Nuevo León, la
Ciudad de México y Guanajuato; personal de los albergues de migrantes y de la
Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal (CDHDF), el obispo de
Saltillo, Raúl Vera, y hasta el gobernador de Coahuila, Rubén Moreira.
La
reportera ha constatado que las familias aportaron a los actuales titulares de
la Procuraduría General de la República (PGR) y de la Secretaría de Gobernación
estos datos, que apuntan a la existencia de ranchos, casas de seguridad y bodegones
donde los grupos del crimen organizado tienen esclavos, en su mayoría hombres
en edad productiva. Muchos migrantes.
El
procurador Jesús Murillo Karam pidió tiempo a las familias para crear una
unidad especializada en búsqueda, que tuviera un área de inteligencia y otra de
fuerza, para liberar a los prisioneros de los cárteles de la droga en
operativos sin muertos. Las familias siguen esperando.
Raúl
Vera está convencido de que las personas desaparecidas no son huesos: “Hay
indicios muy fuertes de que estas personas pueden estar en campos de
concentración, donde están haciendo trabajos forzados. Hemos sabido de gente
que dice: ‘me escapé’ y que estuvieron en campos, los estaban preparando para
usar armas. Por migrantes sabemos que estuvieron secuestrados en casas de
seguridad”.
Según
reportes de las organizaciones civiles, son forzados a trabajar en el halconeo,
el sicariato, la pizca de mariguana, la extorsión, la construcción de túneles,
la limpieza de las casas de seguridad y la alimentación de sus prisioneros, la
esclavitud sexual o la instalación de equipos de comunicación. O a fungir como
policías de regiones tomadas por el narcotráfico.
“Es
muy probable que estén caminando entre nosotros, sueltos, pero vigilados porque
tienen un trabajo que cumplir”, dice Alberto Xicoténcatl, director de la Casa
del Migrante de Saltillo, albergue al que han llegado sobrevivientes de esa
tragedia que la PGR ha calificado como “crisis humanitaria”.
En
México el reporte preliminar de desaparecidos el sexenio pasado es de 27 mil
personas y el registro se sigue engrosando en éste.
Juan
López, abogado de Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en México (Fundem),
estima que una tercera parte de esas personas forzadas a ausentarse pueden
haber sido esclavizadas.
Los
hallazgos de la Marina o del Ejército en las “casas de seguridad” atiborradas
de prisioneros –la mayoría migrantes– confirman que el fenómeno va en aumento.
Sólo el 4 de junio fueron rescatados 165 migrantes en un solo operativo.
Nadie
contesta
El
fenómeno de la desaparición de personas comenzó a evidenciarse a partir de 2007
en los lugares disputados entre bandas del crimen organizado y las fuerzas
federales. Al poco tiempo, organizaciones de derechos humanos escucharon los
primeros relatos sobre personas arrancadas de sus hogares y que luego fueron
vistas con vida.
Uno
de esos testimonios es el del mexicano-estadunidense José Esparza Cháirez, de
la Fuerza Aérea de Estados Unidos, quien dijo a la periodista Carmen Aristegui
que al buscar a sus tres hermanos desaparecidos en enero de 2009 en Cuencamé,
Durango, varias personas le informaron que los habían visto trabajando como
sicarios por la región, disfrazados con uniformes de la Policía Judicial.
Datos
como ese eran difíciles de creer y los defensores los atribuían a la esperanza
de las familias de que sus seres queridos estuvieran vivos. La hipótesis era
que los cárteles mataban pronto a quien levantaban. Con el tiempo, conforme más
familias comenzaron a agruparse y detectaron tipologías similares en los casos,
la teoría cambió.
Blanca
Martínez, la directora del Centro de Derechos Humanos Fray Juan de Larios, que
cobija a la organización de familiares de Fundem/Fundec, creada en 2009 en
Coahuila, señala: “Tardamos un rato para llegar a esta hipótesis del trabajo
forzado. Fuimos muy cuidadosos de no fomentar una utopía. Sabíamos que las
familias, en su dolor, tienen que aferrarse a cualquier esperanza, pero después
tuvimos algunos indicios de que es posible”.
–¿Cómo
cuáles?
–Las
familias reciben llamadas telefónicas en fechas íntimas muy significativas,
como el cumpleaños de la madre, algún aniversario. Suena el teléfono y nadie
contesta del otro lado. Las madres comienzan a charlar, porque creen que son
sus hijos que se están reportando aunque no hablen, porque los tienen de manera
forzada, y lo hacen así para no arriesgar a la familia.
En
varios casos algún familiar dice haber visto en la calle al pariente
considerado desaparecido, con quien sólo puede hacer contacto visual para no
ponerlo en peligro. A la par, la red nacional de albergues de migrantes ha
tomado testimonios de personas fugadas de esos lugares.
“Decían
que estuvieron en casas de seguridad, en el campo, en espacios poco
urbanizados, junto a otras personas capturadas y sin permiso de hablar entre
ellos. A diario los sacaban a trabajar. Unos duraron seis meses, otros un año,
en un estado de terror porque cada semana juntaban a todos y asesinaban a uno.
Pudieron escaparse cuando había un operativo de la Marina, en la confusión podían
correr”, relata Alberto Xicoténcatl.
La
Comisión Nacional de los Derechos Humanos registró testimonios similares en
2010, en su informe sobre el secuestro de migrantes. Sólo de 2009 a 2013, la
Sedena liberó en 531 operativos a 2 mil 352 personas cautivas, 855 de ellos
migrantes, según un reporte obtenido mediante la ley de transparencia. La
mayoría de los municipios-prisiones donde se encontraron decenas de
secuestrados están en Nuevo León, Coahuila, Veracruz, Tabasco, San Luis Potosí,
Michoacán y principalmente en Tamaulipas.
Doblemente
desaparecidos
El
abogado Juan López dice que aunque han sabido de personas que “aparecen” en
otros estados, no han podido entrevistar a ninguna: “La gente que escapa queda
descompuesta, psicológicamente rota. Se sabe que aparecieron, pero no dónde
están. Es tan estrujante la experiencia que alcanzan a llegar a sus casas,
toman sus cosas y huyen. Se fuerzan a desaparecer y empezar su vida lejos”.
El
sacerdote Pedro Pantoja, fundador de la Casa del Migrante de Saltillo, quien sí
ha tratado con los sobrevivientes de ese infierno, los describe:
“Llegan
flacos, maltratados, horrorizados porque los tuvieron ‘trabajando’. No siempre
pueden hablar, y si lo hacen es con terror de lo que vivieron en esos hoteles,
bodegas o almacenes donde los tienen, donde veían llegar a la policía. Algunos
fueron torturados, otros llegan casi con pérdida de personalidad.”
Es
tal el trauma de estos hombres y mujeres que debió crear un área de salud
mental para atenderlos.
Las
organizaciones de derechos humanos del país registran que la mayoría de los
desaparecidos en las zonas disputadas por los cárteles son hombres en edad
productiva (de 19 a 35 años) y muchos de ellos hacían un trabajo especializado.
Un ejemplo son los 12 técnicos dedicados al mantenimiento e instalación de
antenas de telecomunicación desaparecidos, 10 de ellos en Tamaulipas y dos en
Coahuila.
“Entre
los que buscamos hay ingenieros, y lo piensas cuando ves que descubrieron los
llamados narcotúneles con trabajo de ingeniería. También hay veterinarios,
albañiles, y varios con habilidades que los hacen susceptibles de trabajar en
una gran empresa como la delincuencia organizada”, dice Blanca Martínez.
Alfonso
y Lucía, padre y madre del ingeniero en sistemas defeño Alejandro Moreno Baca,
desaparecido el 27 de enero de 2011 tras pasar la caseta de Sabinas Hidalgo
rumbo a Texas, comparten la hipótesis de muchas familias: “Ellos (los
criminales) necesitan de todo tipo de gente para que la maquinaria funcione. Es
por lógica. Necesitan médicos, enfermeras, ingenieros, obreros, albañiles, por
eso se los llevan”.
La
pareja descubrió que los tripulantes de otros cuatro autos desaparecieron en el
mismo tramo carretero. Pero no fue sino hasta agosto de 2011, a partir de que
dos policías federales fueron degollados en la zona, que el Ejército y la
Policía Federal realizaron operativos en esos municipios nuevoleoneses
colindantes con Tamaulipas y encontraron un campamento donde entrenaban unos
200 futuros sicarios, ranchos ocupados por zetas, 38 antenas en Escobedo y 43
repetidoras en Saltillo. Tuvieron un enfrentamiento en El Vallecillo, donde 20
“sicarios” fueron asesinados y 40 escaparon.
Mientras
muestra esas noticias, Alfonso Moreno reflexiona: “Alguien tiene que estar
operando las antenas que usa la delincuencia organizada, no sabemos si ahí
traen a los jóvenes, obligados a trabajar, o si a mi hijo lo obligaron a ser
sicario y es uno de los que la nota dice que escaparon”.
No
lo dice, pero deja claro ese miedo que expresan muchas familias: “¿Y si uno de
ellos es mi hijo y el Ejército dispara a matar sin darle tiempo de decir
nada?”.
El
5 de junio pasado, tras varios meses de entrevistas con familiares de Fundec,
el gobernador Rubén Moreira, quien ha reconocido que en su estado han desaparecido
2 mil personas, anunció que su gobierno busca también a los vivos. Contra la
lógica nacional, no sólo busca restos.
Los
indicios se manifiestan en todo el país. En el Distrito Federal, Carlos Cruz,
director de la organización Cauce Ciudadano, que acompaña a jóvenes en riesgo,
relata que en un tutelar de menores (se reserva la ubicación por seguridad)
encontró un grupo de adolescentes de 15 años que fueron levantados de sus
barrios en Nuevo Laredo y durante 90 días llevados de pueblo en pueblo hasta
terminar en un campo de entrenamiento en armas de Los Zetas.
La
defensora Malú García, de la organización chihuahuense Nuestras Hijas de
Regreso a Casa, dice que a partir de 2008, cuando el Ejército y la Policía
Federal ocuparon Ciudad Juárez, los integrantes de la pandilla Los Aztecas, al
ver mermado el narcomenudeo, se dedicaron también a la trata de mujeres. Al
menos 30 de ellas han desaparecido y la organización presume que mientras sean
negocio, las mantendrán vivas.
Teresa
Ulloa, directora en México de la Coalición Contra el Tráfico de Mujeres y Niñas
en América Latina y el Caribe, dice que en todas las regiones disputadas por
narcotraficantes se registra la desaparición de jovencitas que probablemente
sean usadas como esclavas sexuales de los capos o sus tropas.
Un
defensor de derechos humanos, que pide no ser identificado, recrea el
testimonio de un sobreviviente de la reclusión en Tamaulipas: “Dice que les
daban camioneta y armas y los ponían a cobrar. Tenía que entregar una cantidad
mensual de dinero y hacerle como pudiera si quería vivir. Entonces ellos
extorsionaban a todos y obligaban a los de la gasolinera a llenarles el tanque.
Y aunque traían camionetas y armas, no estaban libres, estaban en una cárcel
abierta y tenían que pagar cuota al presidente municipal y la policía. La gente
los consideraba parte de los malos. ¿Cómo iba a escapar?”.
Un
defensor de Chihuahua consultado para este reportaje mencionó que han tenido
noticias sobre jóvenes enganchados para trabajar en la pizca de legumbres en
Sinaloa. Ahí mismo los hicieron prisioneros y los obligaron a sembrar
mariguana. Pocos tienen la oportunidad de escapar en esos campos vigilados por
matones armados.
Otro
defensor que pide no ser identificado cita el relato de una persona que para buscar
a su hijo entró disfrazado a una bodega en las afueras de una ciudad, también
del norte, donde vio personas hacinadas (“a más de 200”), escuchó sus lamentos,
respiró ese olor concentrado de orines, excrementos y sudores. Quedó traumado.
Un
integrante de la red nacional de albergues de migrantes dice que este año
tomaron la declaración a un hombre que dijo haber estado en un rancho en
Tamaulipas donde tenían retenidas a personas en jaulas hechas con mallas “como
de gallinero, donde los tenían día y noche, hiciera sol o lloviera, comiendo
pan y agua una vez al día, hasta que sus familiares pagaran rescate”. Él escapó
una noche que sus guardias estaban demasiado drogados.
Testimonios
como esos son recibidos cada vez con más frecuencia por las organizaciones de
derechos humanos, pero nadie se atreve a decir “yo estuve desaparecido” por
miedo a los victimarios, que sí están protegidos.
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