Calderón quiso
implicar a AMLO con el narco/Anabel Herández,
Revista
Proceso
# 1914, 7 de julio de 2013
En
el ocaso del sexenio pasado al menos uno de los mandos militares falsamente
señalados de tener vínculos con el crimen organizado –y que ya está libre– fue
presionado para inculpar a Andrés Manuel López Obrador y al gobernador de
Veracruz, el priista Javier Duarte. Un Ministerio Público federal lo “invitó” a
que dijera que ambos estaban implicados con los cárteles de la droga. Querían
manchar a la oposición a como diera lugar. El militar se negó, pese a que lo
amenazaron con que perdería a su familia.
Durante
las campañas electorales del año pasado el entonces presidente Felipe Calderón
–en la debacle de su gobierno– quiso que la Procuraduría General de la
República (PGR) inventara cargos de narcotráfico y crimen organizado contra el
candidato de las izquierdas, Andrés Manuel López Obrador, su contendiente en la
elecciones de 2006 y quien competía también en 2012.
Para
lograrlo intentó que uno de los mandos del Ejército –falsamente acusados de
tener vínculos con el narcotráfico– lo acusara.
Hasta
ahora se ha conocido sólo una parte del caso de estos militares –el general de
división y exsubsecretario de la Defensa Nacional Tomás Ángeles Dauahare; el
general de división Ricardo Escorcia Vargas; los generales de brigada Roberto
Dawe González y Rubén Pérez Ramírez; el teniente coronel Silvio Hernández Soto
y el mayor Iván Reyna Muñoz– a quienes la PGR fabricó cargos de complicidad con
la delincuencia organizada en el sexenio pasado.
Y
sólo ahora –con la exoneración de los seis acusados en lo que atañe a este
delito– el caso muestra su lado más negro.
De
acuerdo con información obtenida y corroborada con fuentes cercanas al proceso,
el teniente coronel Silvio Isidro Hernández Soto (detenido desde mayo de 2012)
fue amenazado por un funcionario de la Subprocuraduría de Investigación
Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO, hoy SEIDO) para que acusara de
vínculos con el narcotráfico a políticos de la oposición. Los señalamientos
debían dirigirse contra el entonces candidato López Obrador –quien en las
encuestas de preferencia electoral aparecía en la segunda posición, por arriba
del PAN– y contra el PRD.
También
le exigieron declarar contra el actual gobernador de Veracruz, el priista
Javier Duarte, y el secretario de Seguridad Pública del estado. Debía acusarlos
de nexos con la delincuencia organizada.
Para
la PGR, Hernández Soto era útil para una cosa y otra. En 2006 fue escolta en la
campaña presidencial de López Obrador; en 2011 era director de la Agencia
Veracruzana de Investigaciones. Si aceptaba declarar, aunque fueran hechos
falsos, su dicho sería creíble para la opinión pública por la supuesta cercanía
que había tenido con López Obrador y con el gobernador Duarte.
+Primero
se le ofreció acogerse al programa de testigos protegidos (son colaboradores), lo que también
implicaba que lo “apoyarían” en la causa penal que se le abrió por presuntos
vínculos con el crimen organizado. Luego se le amenazó con “la pérdida” de su
familia.
Hernández
Soto se negó, y como a los otros militares coacusados, se le dictó el auto de
formal prisión. A todos se les envío al penal de máxima seguridad de El
Altiplano, donde tuvieron un recibimiento brutal.
Acabar
con López Obrador
Todo
ocurrió en junio de 2012, a unos días de la jornada electoral del 1 de julio.
Hernández Soto tenía casi un mes de haber sido detenido por personal de la
Procuraduría de Justicia Militar, que desempeñó un papel importante en la
consignación de los seis militares. A él se le acusaba de trabajar –a partir de
septiembre de 2006– con la delincuencia organizada.
“Decidió
integrarse al cártel de los Beltrán Leyva”, afirmaba la PGR en la causa penal
44/2012, que llegó a su fin el viernes 5 a la 1:40 de la madrugada, con el
reconocimiento de la PGR de no haber acreditado ninguna de las acusaciones en
su contra.
Fue
trasladado del Centro Federal de Arraigo a la SIEDO en la Ciudad de México,
donde fue entregado a un agente del Ministerio Público (MP) federal. El
propósito era ofrecerle un trato, de acuerdo con información corroborada por
diversas fuentes. Le propusieron que ayudara a la PGR a fabricar algunos
expedientes contra la oposición a cambio de integrarlo al programa de testigos
protegidos, al mismo nivel que Roberto López Nájera, conocido como Jennifer: el
testigo que con declaraciones falsas había provocado su detención.
El
agente del MP quería que acusara al secretario de Seguridad Pública de Veracruz
y al gobernador Javier Duarte de tener vínculos con el narcotráfico. Le dijeron
que le hacían ese ofrecimiento sólo porque era policía federal, ya que cuando
fue detenido –el 18 de mayo de 2012– estaba adscrito a la División de Fuerzas
Federales. El teniente coronel se negó.
Entonces
comenzaron las amenazas. Se le advirtió que si no cooperaba iba a “perder”
familia, trabajo y libertad.
Le
volvieron a ofrecer “ayuda”: Si aceptaba ser testigo protegido tendría muchos
beneficios. A cambio, Hernández Soto sólo debía ayudar a la PGR a incriminar a
políticos de oposición. Ahora le ampliaron la exigencia: debía lanzarse contra
integrantes del PRD, comenzando con López Obrador. Volvió a negarse.
Después
de fracasar en el intento lo regresaron al Centro de Arraigo. El 1 de agosto
los seis militares fueron trasladados al penal federal de El Altiplano, donde
les dieron “la bienvenida”.
Tortuoso
proceso
Una
implacable lluvia y un enjambre de paraguas afuera del penal de máxima
seguridad fueron el escenario del fin de una pesadilla que duró 13 meses y
medio. A la 1:40 de la madrugada del viernes 5 salieron libres cuatro militares
implicados en el caso. Sus nombres protagonizaron el mayor escándalo de
supuesta penetración del narcotráfico en la Secretaría de la Defensa Nacional.
Tomás
Ángeles Dauahare ya había sido liberado en abril pasado y el mayor Reyna aún
espera terminar un proceso por un delito menor en Querétaro, a donde será
trasladado en los próximos días.
Vestidos
con pants azul marino deslavado y visiblemente afectados, Escorcia, Dawe, Pérez
y Hernández Soto pasaron la aduana de tres rejas con filosas serpentinas, y
dieron los pasos que dividen la vida de un preso y un hombre libre.
El
lunes 1 se dictó el cierre de instrucción de la causa penal. La defensa y la
parte acusadora –la PGR– debían presentar sus conclusiones. El miércoles 3 la
Procuraduría envió el oficio de correspondencia interna 8897, en el que
presentaba conclusiones “no acusatorias” contra los cinco militares que
permanecían en prisión. Es decir, la PGR admitía que nunca pudo comprobar ni
una sola de las imputaciones hechas en el sexenio pasado contra los militares.
El juez ordenó sobreseer la causa penal y se decretó la absoluta e inmediata libertad
de los acusados.
Desde
el inicio del caso Proceso pudo documentar las diferentes presiones que la PGR
ejerció para crear un caso falso. Primero fueron las amenazas al mayor Reyna,
quien se encontraba recluido en un penal de Querétaro, para que declarara
contra Dauahare, Escorcia y cinco militares más, entre ellos Moisés García
Ochoa, quien era un fuerte aspirante a encabezar la Sedena (Proceso 1860).
Luego
se ofrecieron canonjías y se amenazó al narcotraficante Édgar Valdés Villarreal
La Barbie para que hiciera imputaciones contra los seis militares detenidos.
Valdez Villarreal se negó porque dijo que ni siquiera los conocía (Proceso
1881).
“Querían
que yo declarara en contra de ellos para ayudar a la SIEDO. Yo les pregunté en
qué querían que les ayudara si yo no los conocía. Ellos me indicaron que lo
único que yo tenía que decir era que yo los conocía, traían como unas 20 hojas
como de oficio y ahí observé el nombre de Roberto López Nájera, con clave
Jennifer”, afirmó Valdez Villarreal, el 26 de septiembre de 2012, al juez Raúl
Valerio Ramírez, que llevaba la causa penal.
Luego
de presentar un pliego de consignación con 195 “elementos de prueba” basados en
las declaraciones de los testigos protegidos Jennifer y Mateo, la PGR obtuvo
del juez Valerio Ramírez los autos de formal prisión y los militares fueron
encarcelados.
Al
final ni uno de esos elementos probó la supuesta complicidad de los militares
con el cártel de los Beltrán Leyva. Durante los ocho meses que duró el proceso,
la PGR –encabezada por Marisela Morales, hoy cónsul de México en Milán– no
desahogó ni siquiera 20% de los 195 elementos de prueba y siempre puso
obstáculos para que jamás se realizara el careo que los militares acusados
exigían mantener con Jennifer y Mateo (Sergio Villarreal Barragán), los dos
principales testigos de cargo.
Trato
degradante
Cuando
el exsubsecretario de la Defensa Nacional Ángeles Dauahare cruzó la puerta de
ingreso a El Altiplano –que entonces estaba controlado por la Secretaría de
Seguridad Pública, encabezada por Genaro García Luna– tenía 69 años cumplidos.
El general de división Escorcia Vargas, 65; el general de brigada Dawe, 60; el
general de brigada Pérez, cerca de 60; el teniente coronel Hernández, 54; y
Reyna, 41 años.
En
el ingreso al penal los militares fueron rapados, se les desnudó, los esposaron
y pusieron de rodillas. Les azuzaron a los perros de guardia y los golpearon
con puños y patadas a todos por igual, incluyendo a los de mayor edad. Había de
dos a tres atacantes por militar, de acuerdo con los testimonios recibidos.
Los
hechos fueron admitidos y corroborados por fuentes vinculadas a tres de los
seis militares encarcelados, aunque se afirma que el trato fue el mismo para
todos.
Durante
varios días los encerraron en celdas de castigo herméticas, sin que mediara
ninguna sanción. Incomunicados. Les arrojaban la comida en platos sin cubiertos
para que comieran con las manos. En la celda de castigo no había sanitario.
Entre la misma inmundicia dormían, comían y trascurrían las horas de su
encierro.
“Nos
desnudaron, nos golpearon y nos hicieron cosas tan terribles que es mejor ni
siquiera mencionarlas”, contó uno de los militares a sus familiares. La versión
fue corroborada por otros dos.
Además
del maltrato físico estaba el maltrato verbal. Los humillaban e insultaban.
“Aquí no son generales ni nada, aquí son aguilitas caídas”, se burlaban. “Aquí
no valen nada”, les decían.
Familiares
que iban a las audiencias de los militares fueron notando el cambio. Rostros
desgajados, con repentina pérdida de peso. Los querían acabar, derrumbar.
Gracias a que se mantuvieron unidos lograron conservar su humanidad y su
decoro.
La
consigna duró hasta octubre de 2012, cuando cambió la dirección del penal y fue
nombrada Marissa Quintanilla. A partir de la entrada del nuevo gobierno, en
diciembre pasado, el cambio de trato fue más notorio.
El
jueves 4, horas antes de la liberación de los cuatro militares, una funcionaria
de la SEIDO fue a El Altiplano. Les dijo que ya se iban a ir. Que les iban a
liberar sus bienes. Les pidió que públicamente agradecieran a la Sedena por su
liberación. Ninguno de los cuatro lo ha hecho, pero sí agradecieron al gobierno
de Enrique Peña Nieto.
El
abogado Gabriel Baeza, quien defendió al mayor Iván Reyna y al teniente coronel
Silvio Hernández Soto, señaló que las conclusiones no acusatorias “son un
reconocimiento por parte de la PGR de que no se acreditó ningún tipo de
culpabilidad. (…) La PGR sabía que iba a tener sentencias contrarias, y era
menos costoso reconocer que no había delito que una sentencia absolutoria. Para
evitar mayor desprestigio optaron por reconocer el mal trabajo que se hizo en
la administración anterior”.
En
el proceso de defensa, aseguró, la institución que puso más trabas para admitir
la inocencia fue la Sedena, cuando estaba al frente Guillermo Galván Galván.
El
defensor asegura que ciertas pruebas y testimonios hubieran mostrado
rápidamente la inocencia. Sin embargo, explica: “Percibí en unos militares la
idea de no meterse. Pensaban que las cosas se iban a resolver y que mis
clientes estaban entrenados para soportar la situación. Creo que no querían
intervenir y dar la documentación que ayudaría a probar su inocencia, por su
propio miedo de ser involucrados con ellos. Fueron muy pocos los que se acercaron
para apoyar a las familias”.
Pese
a la situación adversa, pudo acreditar las presiones contra el mayor Reyna y
demostrar que el caso del teniente coronel era el más endeble. No había motivo
siquiera para que un juez determinara el auto de formal prisión. Jennifer lo
acusaba de trabajar para la organización de los Beltrán Leyva y de ayudarles a
“arreglar” el aeropuerto de Cancún, pero se negó a dar el nombre de la persona
que supuestamente los presentó.
“Estamos
contentos de haber obtenido profesionalmente este éxito. Todos ellos son
inocentes, se hizo justicia. Yo sé que en una sentencia íbamos a tener una
resolución favorable. Finalmente prevalece la justicia sobre el derecho”,
señaló.
A
su salida, el general Rubén Pérez dijo: “Yo estoy muy molesto, me siento
agraviado, fue una villanía la que se hizo… Y bueno… qué bueno que se está
haciendo justicia”.
Magaly,
esposa del mayor Reyna –quien seguirá en prisión pero no por ese delito– afirmó
que su marido volverá pronto a casa. Afirmó que dos de los coacusados de la
extorsión por la que se le acusa ya salieron, y en unas semanas su esposo
también será liberado.
“Que
mi marido quede libre de esta acusación de delincuencia organizada para mí es
un triunfo. Estoy igual de agradecida que como si lo hubiera visto salir de
ahí”, señaló.
Entrevistado,
el general Ricardo Escorcia dijo irse sin resentimientos: “La venganza no es
mía, la venganza es de Dios”.
–¿Quién
fue responsable de este encarcelamiento y de las invenciones de los testigos
protegidos? –le preguntó Proceso.
–Realmente
comenzamos por el expresidente de la República y la exprocuradora.
–¿Debe
haber sanción para ellos?
–La
sanción yo no la puedo decir, tiene que haber justicia. ¿Y quién imparte la
justicia? Yo no, pero tiene que haber justicia.
Sobre
el papel de la Defensa Nacional señaló: “La Sedena es gente que recibe órdenes,
y las órdenes las dio el expresidente de la República”.
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