19 jul 2013

Hay ninfas en los jardines del Vaticano/


 Hay ninfas en los jardines del Vaticano/ Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la Cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame (Italia).
 El Mundo, 16 de julio de 2013:
Hay ninfas en los jardines del Vaticano. Las hallarás pintadas en las paredes del pabellón deleitoso que alberga a la Academia Pontificia de las Ciencias. Las recuerdo porque estoy leyendo que un equipo científico español acaba de establecer bases cuantitativas para comparar el ADN de varias especies de simios –chimpancés, orangutanes, gorilas y humanos– sin conseguir explicar «qué nos hace humanos» o qué nos diferencia de los chimpancés. El estudio comparado de los simios fue el motivo de mi visita a Roma. Estaba allí para dar una conferencia en un simposio patrocinado por la Fundación John Templeton, que se dedica a apoyar investigaciones sobre las relaciones entre religión y ciencia.

La noche previa a mi intervención, dormí en la Domus Sanctae Marthae, la habitación en la que se alojan los cardenales cuando se reúnen para el Cónclave. Frondas de un verdor oscuro, con su pátina débilmente reluciente, se estremecían ante la ventana alta de mi cuarto. Yo, mientras tanto, me echaba entre sábanas rígidas por exceso de almidón, en mi cama vigorizantemente dura. Las paredes no tenían nada de adorno, simplemente un crucifijo clavado. El cuarto respiraba gravedad: muebles pesados de castaño con manillas y cerraduras de latón brillante. Se proclamaban virtudes de grandeza con austeridad, coste sin conforte.
Resplandecía puridad. Nunca estuve en un entorno tan limpio. El único indicio de cómo vino a ser así era el borde fugaz del hábito de una monja, desapareciéndose a la vuelta de la esquina del corredero. En los espacios públicos de la Domus prevalecía la misma estética: sobria, revestida de mármol, sin choque ni chiste, sin mácula ni placer. La austeridad se extendía al menú del refectorio.
Para llegar de la Domus a la Academia hay que ir serpenteando por sendas que se ondulan por los jardines, dando lugar a un falso sentido de espacio dentro de las murallas apretujadas y opresivas del Vaticano. De repente, el camino se dobla para develar el elegante Casino Pío IV, la casa y hogar de la Academia. Una experiencia de lujo impensable en la Domus. Pío IV hizo estucar, grabar y pintar el pabellón en el siglo XVI, en una época en la que a un Papa se le permitía gozar sin avergonzarse. Temas paganos chocan con alegorías del poder de los Pontífices y la Justicia de la Iglesia. Todo se dispone para celebrar la vida holgazana y para contrastar con la castidad y monumentalidad de la Domus.
En el recibidor, la mesa ahoga gemidos bajo el peso de vinos y comida. El día de mi visita lo que nos ofrecieron eran especialidades de unos jefes de cocina toscanos que habían traído para preparar el almuerzo. Mientras el clero padece la austeridad de la Domus, los académicos –laicos en su gran mayoría–se complacen en el pabellón.
Me condujeron a un aula angular entre filas de micrófonos estertorosos, con una acústica reverberante. El papa Benedicto –un intelectual inagotablemente curioso– quería que la Iglesia se informara sobre todas las novedades científicas que aportaran posibles consecuencias para la doctrina cristiana y entre ellas, por supuesto, los cambios en nuestros conceptos y percepciones de las diferencias entre los seres humanos y otros animales.
El cristianismo ha insistido siempre en la existencia de una relación especial entre el hombre y Dios –la entrega divina en manos humanas del dominio o por lo menos la gestión de la naturaleza–. Pero todo lo que venimos reconociendo de la continuidad que abraza a todas las criaturas, incluso los seres humanos, es un desafío a conceptos tradicionales.
Trabajo para una Universidad católica que aspira a «pensar para la Iglesia». Por eso me interesaba intentar compartir con la Academia Pontificia los resultados de recientes investigaciones sobre los simios y sus consecuencias para nuestra comprensión de la naturaleza humana. Resulta cada vez más difícil creer que somos la especie elegida de Dios. No quiero decir que no lo seamos, ni que no tengamos una responsabilidad especial para cuidar el mundo, sino sólo que nuestros motivos tradicionales de autofelicitación no son adecuados.
A mí, de chiquitín, cuando vivía cerca del parque zoológico de Londres, me llevaban a menudo a un espectáculo que se celebraba allí todos los días a las cuatro y media de la tarde: la meriendilla de los chimpancés. Se llenaban mesas de sándwiches variados, tartas escogidas, golosinas de toda clase,jarras de nata y natillas, montecillos de azúcar y tazas de té y se invitaba a los chimpancés a disfrutar.
Resultaba un caos tremendo, ya que los bichos tiraban los sándwiches, usaban las tartas como misiles, derramaban las jarras, se untaban de mermeladas y bailaban sobre las mesas, mientras nosotros, los pequeños humanos, nos reíamos alrededor. No sé por qué nos reíamos. Tal vez nos dimos cuenta de que los chimpancés eran como payasos profesionales, divirtiéndonos por el placer de lograr entretener a su público.
Tal vez reconocíamos que compartimos la naturaleza de unos seres que, como nosotros, tenían que aprender a ser civilizados –o sea, en términos científicos, que la filogenia recapitula la ontogenia–. Pero pienso –aunque no lo hubiera expresado así a la edad de cinco años– que reíamos por encontrar absurda la misma idea de una merienda chimpancé, como si esos animales careciesen de sentido cultural y no fuesen capaces de comprender el concepto de una comida que sirviera para crear ritos y fomentar sociedad.
De todas formas, reírse era una ofensa contra la dignidad de los chimpancés y el chiste ha vuelto ya a caer sobre nosotros, ya que sabemos a ciencia cierta que los chimpancés sí son animales culturales, que saben desarrollar, enseñar y aprender prácticas sociales innovadoras y hasta que tienen sus propias costumbres de distribución de alimentos. En una distribución de comida entre chimpancés salvajes un humano parecería tan ridículo como un chimpancé en una merienda burguesa de la Inglaterra de los años 50.
Todo lo que se pensaba en aquel entonces que distinguiera al ser humano de los demás simios ha resultado ilusorio. Éstos usan herramientas, son conscientes de sí mismos, tienen dones lingüísticos, practican guerras, mienten, aman y explotan estrategias políticas maquiavélicas para efectuar cambios de mando en la tribu. Hasta parece que tienen sentido estético, ya que se han observado a hembras chimpancés cambiándose de gorra y admirándose en el espejo. Pintan cuadros y la verdad es que no tenemos ni idea de lo que piensan que significa un cuadro, pero las obras de Congo, el mejor artista chimpancé del mundo, se venden en subastas por varios miles de dólares.
Hay quien piensa que los chimpancés tienen un sentido de trascendencia muy desarrollado por sus muestras de admiración, asombro y temor reverencial ante fenómenos excepcionales de tiempo atmosférico, o por su simpatía con casos de sufrimiento o muerte. Por supuesto los chimpancés son distintos a nosotros; pero lo son también de los orangutanes o los gorilas, y resulta difícil y tal vez imposible insistir en que la unicidad del ser humano sea de una orden mayor que la de cualquier otro animal. Los científicos españoles que salen desilusionados del intento de identificar genéticamente «lo que nos hace humanos» forman parte de una trayectoria sorprendente e inquietante de la ciencia de nuestros tiempos.
¿Equivale esto a decir que tenemos que conceder derechos a los simios o volver a la propuesta ley de simios –aprobada en el Congreso de Diputados en 2008 para descartarse luego por el Gobierno español– que hubiera garantizado a los simios en España el mismo grado de protección que a animales domésticos? Según los defensores de los simios, arrogar derechos a los humanos sin permitirlos a nuestros primos chimpancés es una muestra de «especiesismo», variedad sigloveintiunesca del racismo o sexismo.
Tal vez el momento de enfrentar ese reto será cuando hayamos logrado respetar los derechos humanos. Mientras sigamos negándoselos, por ejemplo, a los pobres, a los ancianos, a los condenados y a las víctimas de guerras y de abortos, sería inoportuno presumir de intentar extenderlos a los orangutanes. Pero si no revisamos nuestro concepto de nuestra propia naturaleza, situando nuestra humanidad en su lugar justo, entre otros animales culturales, no seremos capaces de comprender nuestra existencia, nuestras vidas, nuestras culturas, y las experiencias vertiginosas que sufrimos y celebramos y que llamamos Historia.

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