Un
pueblo ‘on line’/Manuel Mandianes es antropólogo del CSIC, escritor y teólogo. Autor del blog: Diario nihilista.
El
Mundo, 23 de julio de 2013:
Cuando
era un niño, para ir a la villa más cercana los días de feria gastábamos cuatro
horas, dos para ir y dos para volver. Teníamos que salir de noche y regresar de
noche. A mis nietos no les cabe en la cabeza. Cuando se lo cuento replican:
«Abuelo, tienes una imaginación desbordante. Dedícate a escribir novelas de
historia fantástica porque las nuevas tecnologías no son lo tuyo».
Cuando
el tío americano que se fue del pueblo a los 17 años y volvió con 62, trajo un
transistor. En el pueblo no había luz eléctrica, y lo colgó de una columna en
el corredor de su casa. Al anochecer, después de regresar del campo y haber
hecho las tareas domésticas, íbamos todos los habitantes de la aldea; a los
paralíticos los llevábamos en parihuelas, las madres lactantes llevaban a los
bebés en brazos a escuchar a los músicos que venían a tocar y cantar al
corredor del americano. «¿Dónde están metidos tantos músicos?», nos
preguntábamos al oir la música. Hasta entonces las mujeres hacían música con
latas y botellas y algún hombre venía tocando la gaita, pero a una banda sólo
la escuchábamos en las fiestas del pueblo.
Una
noche de Navidad, allá por los años 50 del siglo pasado, llegó la luz. Fue una
fiesta inaudita. Como un solo hombre, el pueblo entero pasó toda la noche cantando,
calle arriba calle abajo, una canción compuesta por el poeta Antonio. Durante
mucho tiempo, con gran enfado del sacerdote de la parroquia, el día de Navidad
pasó a ser el día del cumpleaños de la llegada de la luz. «Esto es el principio
del fin», dijeron los viejos y pensaron que nunca más volverían a ver otra
noche como las que Dios había creado.
Unos
diez años después de llegar la electricidad, se instaló en Loureses una fábrica
de quesos. El transporte de la leche y los quesos se hacía a uña de caballo.
Muchos años después de haber llegado a Loureses, el dueño de la fábrica
apareció conduciendo un tractor por caminos imposibles. Aquel acontecimiento
predispuso a los hombres, quienes a las órdenes del sacerdote, empezaron a
trabajar en los caminos para que pudieran llegar los coches. Aún así, los
hombres tenían que suspender en peso y pasar por aire el coche que se había
comprado el sacerdote en los tramos difíciles porque «el coche era como una
cestita», me dijeron. Desde entonces, el sacerote llevaba y traía a quien lo
necesitaba.
Estos
acontecimientos motivaron al cartero a venir con cierta frecuencia; hasta
entonces sólo venía cada mes o cada 15 días para traer las cartas de algún
soldado y de los que se habían marchado a América, y a traer libros al
sacerdote de una parroquia vecina quien leía a Dostoievski, a Hugo, a Goethe,
la Biblia, todo en la lengua original. Sólo salía de su parroquia para ir a
Madrid a los seminarios de Zubiri. Cuando salía de su guarida, en donde pasaba
días enteros estudiando, era para escuchar a la gente charlando en los caminos.
«Todo el tiempo del mundo no me llegaría para aprender lo que esta gente puede
enseñarme, decía. Iba a los entierros montado en su caballo y leyendo. Muchas
veces pasaba de largo por el pueblo del muerto y nunca llegaba al entierro», me
dijo un sacerdote contemporáneo suyo.
El
primer niño que salió de Loureses para ir a estudiar a Orense, lo llevaron a
caballo su padre y un hermano a coger el autobús a Xinzo, a 12 kilómetros. Su
hermano regresó con los caballos a casa y su padre lo acompañó a Orense. «Al
despertar el día siguiente y no ver ni vacas ni ovejas, ni cerdos ni gallinas
creí que el mundo había nacido de nuevo», me dijo aquel niño cuando ya era un
hombre.
En
Loureses no se cuenta por vecinos sino por fuegos (hogares). Por eso cuando se
muere alguien o se va del pueblo y se cierra una casa se dice: «Morreu un lume»
(se apagó un fuego). Cuando aquel estudiante salió de Loureses, había 50 lumes,
cada uno compuesto por una media de cinco personas y con menos de la mitad de
miembros. Con el tiempo, el estudiante se fue de Orense a otra ciudad de
España. Se iba y venía en autostop. «Eran otros tiempos. Ahora no hay nadie
haciendo autostop ni nadie cogería a los que lo intentaran hacer». Cuando estaba
en la carretera, se le ponían ojos de plato cuando veía acercarse un coche de
Pontevedra. «Venían de Vigo, ciudad abierta. Te cogían todos», me dijo.
«Más
tarde, reflexionando sobre esto, comprendí perfectamente por qué las ciudades
que tienen río o están a la orilla del mar son más cosmopolitas. El mar es como
una plaza sin lindes y los ríos son arterias de comunicación, de apertura para
ir y venir. Eran las únicas carreteras de la época». En otra ocasión me dijo:
«También fue entonces cuando empecé a entender por qué muchos caciques hacían
todo lo posible por evitar la llegada de la carretera a su pueblo: para
preservar su autoridad de cualquier mala influencia que pudiera llegar en
coche».
En
su casa sólo había una Biblia, las obras de Santa Teresa y alguna novela que,
pasados los años, cree que era de amor. «No necesitábamos más libros que los de
la escuela a la que asistíamos cuando llovía y no podíamos llevar el ganado al
monte. Los que sabían, en invierno, nos contaban historias por las noches al
amor del fuego. Cuando empecé a leer todo lo que me caía en las manos,
comprendí el afán de tantos en controlar las lecturas. Cada libro es una
ventana por la que entra aire fresco y puede remover todo lo que hay en la
estancia», me comentó.
La
primera vez que aquel estudiante fue a Alemania y vio a la puerta de cada casa
de campesino un tractor, un coche, se preguntó a sí mismo: «¿Cuándo ocurrirá
algo parecido en Loureses?» No hace mucho recibió la visita de unos amigos
franceses y, paseando por la aldea, le dijeron: «¿Cuántos coches tiene cada
vecino? Aquí hay más coches que gente». Cada casa tiene tractor y tantos coches
como personas son. «Ahora, lo difícil no es cambiar sino permanecer mañana
parecidos a hoy». En muchos kilómetros a la redonda, una casa de Loureses fue
la primera que tuvo un tractor. Aquella mañana en la que José Luís salió a arar
con él, lo seguían, como en procesión, todos los hombres de la aldea y algunas
mujeres. «Esto no puede ser bueno, va muy hondo, le revuelve las entrañas a la tierra»,
oyó decir el tractorista.
«Con
el caso del tiempo me senté en los bancos de una universidad extranjera para
estudiar una carrera que aquí aún no había o sólo empezaba. A la entrada de los
restaurantes y de las facultades había chiringuitos con las obras de Marx,
Lenin, Stalin, el Che, Camilo Torres y sus exégetas. Cuando salí se vendía la
Biblia, Santa Teresa y otros escritores místicos», me dijo el estudiante. «En
Loureses hay maestros, arquitectos, abogados, y muchas granjas pero ya no hay
vacas ni ovejas ni burros», dijo un joven que está pasando las vacaciones.
El
año pasado estuvo pasando unos días en Loureses un catedrático de Historia.
Mientras tomaba café jugando a las cartas en el bar, pasaban las cosechadoras
para hacer la siega. Sus compañeros de partida le explicaban cómo eran los
veranos en su pueblo hace 40 años. Su amigo dijo: «Qué lástima que aquellos
trabajos y costumbres se pierdan». Los dos hombres del pueblo comentaron:
«¡Carallo!, lástima para Usted que viene aquí de visita. Para nosotros, que en
otro tiempo a esta alturas del año, teníamos que andar tendidos sobre los
surcos como liebres escapando del can de caza, sucios como palo de gallinero y
oliendo como nido de abubilla, el progreso nos vino como anillo al dedo».
Desde
finales del siglo XX, aquel niño empezó a comunicarse por internet con las
amistades que hizo por medio mundo pronunciando conferencias, participado en
congresos y haciendo seminarios. Ahora mismo, no sólo sigue relacionándose con
sus amigos desde su pueblo sino que recibe clases y las da a gente de todo el
mundo a través de Jukeboxlessons. «Internet y las telecomunicaciones han
cambiado las nociones de tiempo y espacio, suponen una revolución como el
descubrimiento del fuego o la invención de la rueda. Antes salía de Loureses
para conocer el mundo; ahora el mundo viene a Loureses y sólo salgo para
pasear», concluyó.
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