Silencio
ante la persecución de cristianos/David Harris es el director ejecutivo del Comité Judío Americano. Traducción de Juan Ramón Azaola.
El
País, 2 de octubre de 2013
El
22 de septiembre, docenas de fieles cristianos fueron asesinados en una iglesia
de Pakistán. Los asaltantes eran yihadistas suicidas que hicieron explotar unas
bombas. Este no era el primer ataque a la pequeña comunidad cristiana de
Pakistán.
En
Egipto, repetidos atentados mortales han tenido como objetivo a las iglesias de
los cristianos coptos. Algunos miembros de esta antigua comunidad religiosa,
convencidos de que no tienen futuro en el país árabe más populoso, han
emigrado.
En
Irak, la población cristiana caldea ha disminuido en estos últimos años. La
persecución a manos de grupos islamistas ha sido un factor clave de su
expulsión.
En
Nigeria, los ataques periódicos a fieles cristianos y a sus iglesias por parte
de grupos radicales musulmanes han causado gran cantidad de destrucción y
muerte.
En
Turquía, el Patriarcado Griego Ortodoxo Ecuménico ha tenido que enfrentarse a
un control burocrático tras otro.
En
el norte de Chipre, ocupado por Turquía, muchas iglesias ortodoxas griegas han
sido destruidas o profanadas desde la invasión del Ejército turco en 1974.
Y
en Sudán, hasta la ruptura del país en 2011, que dio lugar a la presencia de la
nueva nación de Sudán del Sur, millones de cristianos del sur fueron el
objetivo de los musulmanes del norte, con el resultado de un número de muertos
inimaginablemente alto.
Esta
lista es incompleta, pero debería ser más que suficiente para alarmar al mundo
y, especialmente, podría pensarse, al mundo cristiano. Pero, por desgracia,
excepto unas pocas excepciones notables, lo que ha habido es silencio.
Como
judío, encuentro ese silencio incomprensible.
Los
judíos sabemos muy bien que el pecado del silencio no es una solución ante los
actos de opresión.
Lo
cual puede aplicarse no solo con relación al obvio ejemplo del Holocausto, sino
también, en la posguerra, a la grave situación vivida por los judíos en varios
países de mayoría musulmana.
En
esos países hubo antes casi un millón de judíos, pero hoy hay menos de 50.000.
Las
comunidades judías, desde Irak hasta Libia, o desde Egipto a Yemen, fueron
forzadas a irse, mientras las existentes en Turquía e Irán no son sino una
sombra de lo que fueron.
Mientras
eso sucedía, el mundo permanecía en buena medida indiferente.
Naciones
Unidas no se reunió al efecto en sesión de emergencia. Los medios le dedicaron
escasa atención. Los diplomáticos de Bruselas y otros lugares apenas le
prestaron un pensamiento de más. Y, por cierto, tampoco las iglesias se
hicieron oír.
Mientras
los judíos supervivientes dejaban el norte de África y el Oriente Medio
musulmán, el mundo miró hacia otro lado. Pero ahora los judíos no están
disponibles para su “conveniente” papel como chivos expiatorios, así que el
dudoso honor recae en los cristianos (y en Irán, en los Baha’i). ¿Será posible
que el mundo vuelva a quedarse dormido ante los ataques asesinos, el temor
generalizado y una creciente erradicación?
Le
pregunté a un prelado cristiano bien posicionado para hacerlo el porqué de esa
apagada reacción, por qué no se protestaba en las calles, se exigía la acción
de los Gobiernos occidentales y se demostraba la solidaridad con los
correligionarios.
Su
respuesta fue reveladora.
Me
dijo que las comunidades cristianas atacadas podrían enfrentarse a un peligro
aún mayor si alzaban sus voces. ¿Pero qué se ha conseguido al ceder ante la
intimidación, excepto todavía más ataques?
También
señaló que algunos cristianos de Occidente no se identifican con los cristianos
de ramas o sectas diferentes, como los coptos, los caldeos o los ortodoxos
griegos. Pero difícilmente puede ser esa una justificación. ¿Solamente habrá de
desatarse la justa ira si se dan unos “criterios de pertenencia”?
Y
en tercer lugar, creía que lo más importante que las sociedades occidentales
podían hacer era dar un ejemplo al mundo islámico tratando bien a las
comunidades minoritarias, en particular a las musulmanas.
Sí,
cuenta en el haber de las naciones democráticas el juzgarse a sí mismas por
cómo son capaces de respetar a las minorías. Cuando nos quedamos cortos,
sabemos que tenemos que mejorar.
Pero,
como dijo el anterior presidente francés Nicolas Sarkozy tras reunirse con una
delegación de embajadores árabes que se quejaban del trato de los musulmanes en
Francia, Francia tiene que hacerlo mejor, pero Francia también espera
“reciprocidad”.
En
otras palabras, es el colmo de la hipocresía que los países árabes critiquen a
los países occidentales por las injusticias percibidas mientras perpetran esas
mismas injusticias —y más— en sus propios países. Si se puede construir una
mezquita en París, es seguro que una iglesia no debería estar prohibida en
Riad.
¿Cuántos
ataques más como el de Pakistán, cuántos más fieles muertos, cuántas iglesias
destruidas más, y cuántas familias más tendrán que huir antes de que el mundo
encuentre su voz, manifieste su indignación moral, exija algo más que fugaces declaraciones
oficiales de aflicción y no abandone a las comunidades cristianas en peligro?
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